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Revista Ideele N°302. Febrero 2022El presidente Castillo consideró que una misión de la OEA podía venir al país para investigar la corrupción y detectar culpables, de su gobierno y los anteriores. Es obvio que mal asesorado el presidente desconoce de procedimientos y competencias, pero eso es algo adjetivo, aunque hubiera sido mucho más impactante que el presidente facilitara las investigaciones abiertas a su exsecretario, se esforzara en hacer más transparente en lo que aconteció — ¿acontece aun? —en Breña, o nos diga con la mano en el pecho qué se maneja con su gabinete de asesores que, a decir de cada vez más personas, son los que tienen la sartén por el mango.
Asimismo, un buen gesto hubiese sido que la ciudadanía tenga respuestas adecuadas a las consideraciones expuestas por Mirtha Vásquez y Avelino Guillén cuando renunciaron. De igual forma, a las cartas de renuncia de viceministros y altos funcionarios de MINSA, MININTER, MIMDEF, MTC, MINJUS, MINAM, MINEM que advierten sobre el mercado al menudeo que parece haberse convertido la asignación de puestos de alta responsabilidad en el Estado peruano.
Los “esfuerzos” de concertación y acuerdo entre los políticos peruanos durante los últimos años se han traducido, más o menos dependiendo de las circunstancias, como acciones para evitar ser investigados, para preservar sus posiciones de dominio o para impedir que se conozcan actos que pueden ser dolosos. Es decir, contra lo que afirman, sus actos lejos de fortalecer la alicaída democracia peruana la sumen en un atolladero cada vez más profundo. Ahora bien, que el presidente Castillo no tenga certeza de las rutas a tomar y no pueda leer su entorno de la manera que más le conviene, no niega la existencia del problema. La corrupción es un asunto central en la sintomatología que muestra la democracia peruana.
En la misma línea, las ciudadanas y ciudadanos nos merecemos ser informados sobre qué se está haciendo para mejorar la exigua ejecución del gasto público, pese a las premuras que debemos experimentar día a día.
Aun así, más importante que el nuevo desliz presidencial es la reiteración de conductas, como los abrazos entre oficialistas y opositores que, entre otras cosas, fortalecen las sospechas sobre el blindaje que las autoridades y funcionarios construyen a su alrededor, más allá de sus diferencias y aprestos de “batallas finales” que, ya sabemos, no se darán.
En ese sentido, los “esfuerzos” de concertación y acuerdo entre los políticos peruanos durante los últimos años se han traducido, más o menos dependiendo de las circunstancias, como acciones para evitar ser investigados, para preservar sus posiciones de dominio o para impedir que se conozcan actos que pueden ser dolosos. Es decir, contra lo que afirman, sus actos lejos de fortalecer la alicaída democracia peruana la sumen en un atolladero cada vez más profundo.
Ahora bien, que el presidente Castillo no tenga certeza de las rutas a tomar y no pueda leer su entorno de la manera que más le conviene, no niega la existencia del problema. La corrupción es un asunto central en la sintomatología que muestra la democracia peruana.
La persistente calificación mediocre
En el ranking global de Transparencia Internacional, Perú tiene una posición mediocre que puede leerse como muy incómoda, pero, a su vez, invisibilizada. Nos explicamos. Obtener 36 puntos sobre 100 posibles y ubicarse en el puesto 105 entre 180 países evaluados, manteniendo una tenue tendencia hacia el deterioro en estos últimos años, hace que no seamos señalados como un lugar en el que la corrupción hace mucho daño, pero tampoco como un ejemplo a seguir. Estamos en un lugar promedio bajo que no encienden alertas ni avivan entusiasmos pero que es muy elocuente para señalarnos el pantano en el que estamos sumidos: la corrupción deteriora las instituciones públicas y los avances realizados son insuficientes.
Ante ello, no hay casi nada que inventar, como se expresa a través de las recomendaciones de Transparencia Internacional. Una primera acción es garantizar al máximo la rendición de cuentas, asegurando entornos que la posibiliten, como la libertad de expresión, asociación y reunión, pero también estableciendo criterios para que ésta sea un real ejercicio de control de la autoridad por parte de los ciudadanos y no termine siendo un simple trámite administrativos entre funcionarios.
Una cuestión central es la creación y el fortalecimiento de los organismos de control, una función que no puede descansar exclusivamente en la Contraloría General de la República. Para el caso, necesita el concurso de otras entidades, como la SBS, el Ministerio Público, el Poder Judicial, la PNP y la puesta en vigencia del sistema de información que debe acotar el lavado de activos en el Perú.
De igual manera, deben darse los esfuerzos necesarios para ubicarnos estratégicamente como país, en el sistema global que busca erradicar las diversas modalidades de actividades ilícitas que alimentan la corrupción y el lavado de activos, intentando alinear nuestras normativas y organizando una adecuada evaluación de las acciones llevadas a cabo.
Sin información, sin rumbo
Así, el presidente Castillo debió haber sido informado — en lugar de hacer llamados inverosímiles — que lo adecuado era prestar atención a la necesidad de reforzar e impulsar una serie de estrategias que vienen implementándose con mucha dedicación, pero casi sin recursos. Por ejemplo, la cooperación jurídica internacional es un aspecto que está prácticamente reducido a lo que pueda hacer el Ministerio Público, cuando es una línea de acción en la que debe comprometerse un gran número de entidades públicas del país.
En esta misma dirección, también debió leer los informes de la Contraloría General de la República, que seguramente le hubiera precisado algunos aspectos por demás sensibles para su administración. Por ejemplo, según Contraloría, durante el 2020 se perdió aparentemente por corrupción casi el 13% del Presupuesto General. El mayor impacto relativo estuvo en los gobiernos locales, con una incidencia del 10.3%, luego los gobiernos regionales, con 15.7%, cerrando el Gobierno nacional, con 17.6%. Esto significa pérdidas estimadas en S/ 11,580 millones para entidades del gobierno nacional, S/ 5,763 millones a los gobiernos regionales y S/ 4,716 millones a los gobiernos locales. Sobre ello, Contraloría advierte que “hay varios ejemplos de casos de organizaciones criminales dedicadas a la corrupción sistemática en entidades ediles y gobernaciones que llevaron a involucrar, incluso, a sus más altas autoridades”.
Esto significó que entre el 2009 y 2021 Contraloría identificó responsabilidad administrativa, civil y penal en nada menos que 87 mil funcionarios, entre ellos 23 gobernadores regionales, 222 gerentes generales de gobiernos regionales, 1214 alcaldes -casi 20% de los alcaldes elegidos en ese periodo- y 1933 gerentes municipales.
Otro aspecto muy importante es que en el gobierno nacional, si bien la incidencia es menor, los sectores afectados son aquellos que producen los servicios públicos de mayor alcance, a lo que debemos agregar que son los más cuestionados durante el corto tiempo que tiene el gobierno de Castillo. Estos son Transportes, Educación y Salud que, en conjunto, acumulan el 32.2% del total de pérdidas por corrupción del gobierno nacional.
Este complicado panorama no es producto de inacciones. Por el contrario, durante la anterior década el Estado peruano ha venido haciendo esfuerzos visibles para mejorar su eficiencia, mediante procedimientos y gestión que sean cada vez más transparentes y propendan a la rendición de cuentas. De igual manera, es indudable que se ha acrecentado la coordinación entre los espacios y las instancias gubernamentales que tienen entre sus funciones eliminar la corrupción o promover prácticas que conduzcan a mejorar la calidad de los servicios proporcionados por el Estado.
Algo que debe resaltarse es lo realizado por la Secretaría de Integridad Pública. Como sabemos, la integridad pública se refiere a la alineación consistente y la adhesión a valores, principios y normas éticos compartidos para mantener y priorizar el interés sobre los intereses privados en el sector público. En ese sentido, tiene especial interés en evitar que las políticas públicas sean capturadas por intereses privados, las contrataciones públicas sean completamente transparentes y que la construcción de infraestructura se adecúe a las necesidades de los ciudadanos.
Un análisis sobre el progreso del Estado peruano para adecuarse a estándares de integridad elaborado para OCDE vuelve a poner sobre el tapete casi idénticos problemas que han evidenciado investigaciones como la de la Contraloría como, por ejemplo, la inexistencia en gran parte de los gobiernos regionales y locales de base de datos sobre el personal que labora en estas instancias, lo que dificulta y hasta imposibilita el debido control sobre la idoneidad de los funcionarios. Además, un porcentaje importante de servidores públicos no conocen sus propias normas porque no siempre se publican, aun cuando éstas estuvieran en vigor. De otro lado, casi no hay coordinaciones entre los diferentes niveles del Estado peruano ni entre los gobiernos regionales lo que se potenciado por la alta rotación de personal existente.
Por si fuera insuficiente, los resultados obtenidos por la aplicación del Plan Nacional Anticorrupción también puntualizan con la suficiente evidencia qué deficiencias en -diseño, gestión y resultados- tenemos en nuestras estrategias anticorrupción y, por lo mismo, hacia donde debemos dirigir nuestra atención en la construcción de la nueva Política Nacional.
Decisiones
Entonces, parece que no necesitamos comisiones ni expertos para que nos vengan a decir lo que ya sabemos sobradamente. En su lugar, necesitamos una clara decisión política para fortalecer nuestras instancias de control, establecer reglas claras, que la designación de funcionarios sea idónea y transparente, buscar que el Estado produzca información clara y oportuna, entre otras medidas.
La corrupción privatiza los bienes comunes. Sin embargo, en contextos como los nuestros es sumamente difícil organizar el espacio público sin acordar una idea relativamente compartida sobre qué son o deberían ser los bienes comunes. Mientras esto permanezca, solo estamos promoviendo una creciente desconfianza hacia las instituciones públicas, llegando a niveles como el nuestro en donde prácticamente es imposible organizar un mínimo de gobernanza.
Todo ello genera un círculo vicioso, que acrecienta cada vez más la desinstitucionalidad y, por ende, cualquier esbozo de democracia que quiera construirse. Peor aún, esta desinstitucionalidad socava las bases mismas de cualquier intento de garantizar derechos a la población y este, tal vez, es el efecto más dañino que provoca la corrupción.
Sin embargo, parece que se quisiera que miremos la corrupción como un asunto exclusivamente judicial o como un factor que impide la eficacia y eficiencia de la gestión. Desde el ciudadano, la interpelación debería ser que la corrupción nos deja expuesto a cualquier arbitrariedad, limita nuestros derechos y abona el terreno para generar autoritarismo.
A partir de la década del 80 del siglo pasado se visibiliza que llegar a ser Presidente de la República del Perú, ser Ministro de Estado, ser congresista y funcionarios de alto nivel, se ha convertido en un vil negocio rentable en contra del país, es vez de gobernar para el desarrollo y de lograr una mejor calidad de vida para todos los peruanos, ésta se haya convertido en una esperanza inalcanzable. Lo dicho se sustenta por todas las denuncias existentes sobre el primer y segundo gobiernos de García Pérez, Fujimori, Toledo, Humala. PPK y también parece estar enlodándose el actual gobierno. ¿Qué hacer frente a esta situación concreta que vive el país?
La experiencia en el mundo aconseja a refundar la república, el ejemplo de Francia está a la vista, esa refundación se hace a través de una Nueva Constitución, en el caso peruano eso es más que elocuente.