Escrito por
Revista Ideele N°302. Febrero – Marzo 2022Los primeros seis meses de gobierno de Pedro Castillo y de funcionamiento del actual Congreso de la República no han hecho otra cosa que confirmar los dos temores básicos y racionales que se tenían sobre ellos, al conocerse los resultados electorales de abril y junio de 2016.
Lejos de ser un comunista que iba a estatizar todo – temor que aún permanece en algunos sectores acomodados en Lima, básicamente como pretexto para sus impulsos racistas y vacadores -, Castillo ha demostrado que sus convicciones ideológicas son inexistentes. Sus presidentes de Consejo de Ministros reflejan la poca lealtad que ha tenido con alguna idea, así como con varios de sus colaboradores. No ha tenido una idea de reforma meridianamente consecuente. Salvo el proceso de vacunación durante la gestión de Hernando Cevallos, no ha tenido mucho que exhibir en logros. El caos, desorden e improvisación que se notaba ya en la segunda vuelta se ha confirmado a partir de la serie de malos nombramientos que combinan ausencia de filtros y, en algunos casos, simple voluntad de retroceso en reformas importantes para el país.
Peor aún, como ya han señalado varios especialistas, el gobierno está debilitando a pasos agigantados la capacidad del Estado, con la salida de funcionarios de carrera y de confianza que tenían un buen conocimiento de las reglas formales e informales de la burocracia y su reemplazo por personas que no cumplen con requisitos mínimos de competencia.
¿Qué pasa con la ciudadanía que no pasa de la indignación en las redes sociales? Quizás la explicación surge del propio momento en el que elegimos a nuestras autoridades. Por ahora, lo que prima es el agotamiento, luego de dos años de pandemia en la que más de 200,000 hogares han perdido a un ser querido, se han perdido ingresos y puestos de trabajo y la política se ha visto más como un obstáculo que como un aporte. En esa línea, nada prende la movilización ciudadana, porque se piensa que nada va a cambiar. La apatía termina siendo la cómplice perfecta de la mediocridad.
¿Sorprende? No del todo. Como bien ha referido el escritor y exfuncionario público Enrique Prochazka, estamos viviendo a escala nacional lo que ocurre en varias regiones del país, tanto en términos de incompetencia como de degradación de la ética pública: “Sucede que tal es la escala donde las “pequeñas” experiencias de corrupción –oferta de puestos de trabajo a cambio de favores sexuales, venta de CAS, colusiones y nepotismos, contratitos amañados, intercambio de favores– pueden pasar desapercibidas por los distintos mecanismos de fiscalización”[1]. Y esto se ve acompañado de un discurso que trata de justificar, a partir de casos reales de discriminación, el ingreso de personal poco idóneo para los cargos públicos, tal como lo ha señalado el politólogo Martín Tanaka: “La novedad es el desparpajo que proporciona la justificación ideológica del patronazgo dentro del Estado en nombre del avance de la revolución, de la representación de los intereses populares, de la lucha contra las argollas, de la necesidad de renovar las élites con personajes provenientes del “Perú profundo””[2]
Dado este panorama, uno podría esperar un Congreso fiscalizador de nombramientos en distintos sectores y dispuesto a censurar ministros que no se encuentren a la altura de los retos que tiene un país saliendo de una crisis multidimensional – sanitaria, económica, social y política – luego de años de desorden político y pandemia. Sin embargo, la representación parlamentaria no se ha encontrado a la altura de las circunstancias.
Desde el sector más conservador del Congreso de la República, se ha insistido en una inútil comisión para investigar un inexistente fraude electoral y en procesos de vacancia destinados al fracaso. No se supera, sobre todo pensando en un público más ideologizado en los sectores más acomodados del país, el resultado de una elección donde, pese al cargamontón mediático, el fujimorismo perdió por tercera vez, pero, esta vez, acompañado de varios sectores de nuestras élites que no son élites. Con un discurso cada vez más emparentado con el conservadurismo global, pero cada vez más lejano de las necesidades de los ciudadanos, junto con modales propios de un gamonal pre Reforma Agraria – y, en ello, la actual titular de este poder del Estado termina siendo la representante máxima de este estilo – la aprobación se vuelve más exigua.
Peor aún, la representación parlamentaria no ha hecho gala de su labor de fiscalización. La mayoría de ministros que acuden a las comisiones o al hemiciclo, con excepción del censurado ministro de Educación Carlos Gallardo, salen indemnes de cualquier reunión. El ejemplo más clamoroso de la ausencia de acciones reales desde la avenida Abancay es la suerte del ministro de Transportes y Comunicaciones Juan Silva, quien permanece en su puesto a pesar de que tiene serios cuestionamientos personales, profesionales y sobre sus nombramientos. La moción de censura presentada por la congresista Susel Paredes ni siquiera ha llegado a la docena de firmas de respaldo.
Y es que, como en las últimas conformaciones del Congreso de la República, los intereses particulares en distintos temas (género, transporte, educación superior, por solo mencionar los más llamativos y evidentes) priman en la agenda parlamentaria. Todo intento de reforma es visto como un obstáculo para intereses particulares y las contrarreformas son defendidos con discursos que apelan tanto al “pueblo” como a la “tradición” como único fundamento de su impulso. El gobierno actual conecta con ese discurso. De allí que la tregua concedida por ambos poderes del Estado tiene sabor a empate en la desaprobación y a componenda en la agenda de temas.
En este panorama, surge una pregunta final: ¿qué pasa con la ciudadanía que no pasa de la indignación en las redes sociales? Quizás la explicación surge del propio momento en el que elegimos a nuestras autoridades. Por ahora, lo que prima es el agotamiento, luego de dos años de pandemia en la que más de 200,000 hogares han perdido a un ser querido, se han perdido ingresos y puestos de trabajo y la política se ha visto más como un obstáculo que como un aporte. En esa línea, nada prende la movilización ciudadana, porque se piensa que nada va a cambiar. La apatía termina siendo la cómplice perfecta de la mediocridad.
[1] https://jugodecaigua.pe/que-facil-es-opinar-estando-adentro%ef%bf%bc/.
[2] https://elcomercio.pe/opinion/columnistas/sobre-repartijas-argollas-y-elites-por-martin-tanaka-noticia/
Deja el primer comentario sobre "País informal, país real"