Retrato de Oscar Wilde

Escrito por Revista Ideele N°303. Abril-Mayo 2022

Su tragedia fue indignarse. Tal vez pensaba que su fama de genio excéntrico y hombre de mundo, con un tremendo éxito presentándose sobre las tablas, “La importancia de llamarse Ernesto”, le daba crédito frente a la hipócrita y mojigata sociedad victoriana, donde era un secreto a voces que prefería la compañía de los hombres, pese a estar casado y tener hijos. A su favor podemos decir que era fue la gota que derramó el vaso. El padre de Alfred Douglas, su jovencísimo amante, lo había buscado en un concurrido club frecuentado por el autor de “El retrato de Dorian Gray” y le dejó una breve nota: “Para Oscar Wilde, que alardea de somdomita [SIC]”, con errata ortográfica incluida. 

El marqués de Queensberry, ese era el título que ostentaba el padre de Douglas, llevaba buen tiempo acosándolo para que dejara de ejercer una “mala influencia” sobre su hijo. Incluso intentó sabotear su estreno teatral. Oscar Wilde había querido denunciarlo, pero le faltaban pruebas. Así que cuando le entregaron esa nota escrita de puño y letra sobre la tarjeta de presentación del marqués, pensó que era el momento de tomar al toro por los cuernos. El mismo Alfred Douglas, que anhelaba ver a su padre humillado, se ofreció a pagar los honorarios del abogado en el juicio por difamación que Wilde le entabló en marzo de 1895. Lo que nadie esperaba era que el demandado intentara demostrar en público la homosexualidad del escritor.

Recordemos que Wilde era el dandi mediático. Ese enfant terrible inglés distinguible por su forma de vestir y por sus amaneramientos. En invierno se paseaba con abrigo de piel y con un sombrero de ala ancha, mientras que en verano se dejaba ver con una chalina verde o rojo carmesí, chaqueta de terciopelo, medias de seda y zapatos de charol. Había intercambiado cartas irónicas y venenosas con el pintor James Whistler, publicadas en los diarios, en un intenso debate en torno a la situación del arte. El espectáculo ahora se trasladaba a un juzgado repleto de periodistas. A la primera audiencia, Wilde arribó con un sobretodo azul con adornos de terciopelo y una flor blanca sujeta en el ojal, en un carruaje tirado por caballos, con lacayo incluido. Interrogado por la defensa sobre su relación con Alfred Douglas, a quien había conocido años atrás como un admirador de su novela, sus respuestas se limitaron a comentarios irónicos.

Dos semanas más tarde, ante el tribunal de segunda instancia, la defensa pasó al ataque. El marqués había contratado a un detective privado para que buceara por los bajos fondos de Londres, buscando testimonios que lo incriminaran. Advertido de lo que se estaba tramando, Wilde acudió esta vez al tribunal desanimado, sin mayor aspaviento. Una decena de hombres aseguraban haberse acostado con él, la mayoría prostitutos y chantajistas. Aconsejado por su abogado, buscó retirar la demanda, pero era demasiado tarde. Pocos días después, el jurado dictaminaba la inocencia del marqués. Una espada de Damocles se cernió sobre Oscar Wilde. Una reciente ley castigaba a las relaciones sexuales entre hombres con una pena de dos años de prisión y trabajos forzados. El escándalo, que llenó a las páginas de los diarios alrededor del mundo, hizo que la fiscalía le abriera un proceso de oficio. Horas después de que el padre de Alfred Douglas saliera indemne por difamación, Wilde era detenido.

Lo que ocurrió luego fue una masacre. Los fiscales utilizaron las declaraciones del juicio anterior y agregaron más. Incluso recurrieron a la criada de un hotel que utilizaba Wilde para determinar si, de acuerdo con el estado de unas sábanas sucias, era posible que el acusado cometiera sodomía. A pesar de los golpes bajos, Oscar Wilde supo mantenerse brillante, pronunciando su famoso alegato a favor de ese “amor que no se atreve a decir su nombre”. Nada de eso lo ayudaría en la sentencia y casi se desmaya al escuchar que el jurado lo mandaba a prisión. De inmediato sus libros dejaron de venderse y su nombre se retiró de las marquesinas del teatro. En prisión escribirá dos de sus obras cumbres: “De profundis”, una amarga carta dirigida a Alfred Douglas, y “Balada de la cárcel de Reading”, largo poema en donde denuncia las condiciones de la cárcel victoriana. Al salir de prisión vivirá en París con el nombre falso de Sebastian Melmoth, hasta su muerte en 1900. Su tumba en Père Lachaise reza: “Un beso puede arruinar una vida humana”.

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