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Revista Ideele N°284. Febrero 2019Hay muchos fujimorismos y varios de ellos han tenido algunos momentos de esplendor medidos en términos de apoyo popular, aunque ahora todos están sumidos en la miseria. Pero, ¿qué explica su auge y su caída? ¿Cómo debemos entender este fenómeno que signó al Perú durante dos décadas? ¿Es ya posible o es aún prematuro hacer algún tipo de balance equilibrado? Dejando las emociones de lado e intentando ser objetivos, ¿hay algún sentido en que el fujimorismo haya sido positivo para el país?
El proceso del fujimorismo es sumamente complejo y dará material para generaciones de historiadores y científicos sociales. Se trata de un rompecabezas donde los hechos se confunden con las percepciones que, a su vez, dependen de nuestros presupuestos conceptuales y de lo que consideramos son hechos previos.
Esa dialéctica es inevitable y ocurre en toda reflexión disciplinada: la relación entre teoría y observación hace que nuestros presupuestos nos faciliten advertir ciertos hechos mientras oscurecen otros; al mismo tiempo, los hechos observados justifican ciertas posiciones teóricas y se muestran como contraejemplo de otras. Con la investigación y el paso del tiempo, sin embargo, la realidad suele abrirse paso y se van generando consensos acerca de qué descripciones representan hechos y cuáles no. A esto se llama en filosofía de la ciencia ‘principio de convergencia’, y nos recuerda que la realidad termina por imponerse a nuestras percepciones de ella, permitiendo así el progreso del conocimiento. Los hechos sobre cuya existencia convenimos a partir de la fuerza de la evidencia no son solo físicos o históricos, también pueden ser morales. Por ejemplo, hay consenso y convergencia en que la democracia es preferible a la dictadura, en que la tortura es inmoral y en que la corrupción es nefasta para el desarrollo de las sociedades. ¿Qué convierte a estas afirmaciones en descripciones de hechos? El que la evidencia y las mejores justificaciones las sustentan, no solo para un creciente número de personas sino también para los grupos académicos especializados. Siempre habrá quien crea que la dictadura es preferible a la democracia, pero el consenso tenderá a sostener que los regímenes dictatoriales tienen consecuencias indeseables para las sociedades, tomando como criterio de evaluación valores en los que tendemos a converger como, por ejemplo, el respeto por los derechos fundamentales, la necesidad de que las instituciones sean sólidas y autónomas, la importancia en que el desarrollo de las sociedades sea multidimensional y no solo económico, y así en adelante.
En el mar de interpretaciones políticas que coexisten en el mundo actual hay puntos de vista que quizá nunca llegarán a ponerse de acuerdo, pero también hay algunos hechos que son reconocidos como tales. Ciertamente el poder político –nunca mejor llamado ‘fáctico’– es un elemento que fortalece ciertas percepciones y debilita otras, pero ni siquiera el poder que atraviese los siglos podrá hacer que la realidad se oculte eternamente, incluso si toma mucho tiempo en develarse. Esto es particularmente cierto cuando uno desea entender el devenir del fujimorismo en el Perú, donde las explicaciones están cargadas de intereses, prejuicios y emociones, al punto que parece que hubiera posiciones inconciliables condenadas a la inconmensurabilidad.
Por eso hay que preguntarse si en este tema existen descripciones que podamos considerar hechos. Creo que hay algunas. Queda claro, por ejemplo, que Alberto Fujimori llegó al poder en 1990 gracias a que el Apra y Alan García trataron de evitar a toda costa que Mario Vargas Llosa ganara las elecciones, pues el escritor había prometido investigar las cuentas del presidente saliente. También es cierto que la frivolidad y el triunfalismo de la gente que rodeaba al Nobel generaron amplio rechazo, convirtiendo al candidato desconocido en el underdog de la contienda. No es menos cierto que, utilizando el plan de gobierno del FREDEMO, Fujimori ordenó una economía que estaba sumida en el desastre, aunque es controversial si estas medidas económicas fueron aplicadas con justicia y si tuvieron efectos positivos al mediano plazo.
Respecto de la pacificación del país hay divergencias, pero hay cierto consenso en dos puntos. Por una parte, Fujimori quebró la alianza entre Sendero Luminoso y el narcotráfico, pues los narcos financiaban a los terroristas y estos los protegían. Montesinos, con el apoyo de Fujimori, protegió al narcotráfico a cambio de que este no financiara al terrorismo sino al propio Montesinos, con lo que Sendero Luminoso se quedó sin recursos económicos. Por otra parte, Fujimori no parecía tan interesado en acabar con Sendero sino en mantenerlo controlado, pues su existencia justificaba su eternización en el poder. Un país totalmente pacificado ya no necesitaba de los métodos fujimontesinistas.
El narcotráfico es la esencia misma de la corrupción, es como el ácido que todo lo corroe o como un pegamento que una vez que uno lo toca no se lo puede sacer de la piel. Por eso cuando Fujimori se encontró enredado en una maraña de corrupción –propia y ajena– vinculada con cupos que daba el narcotráfico y con el dinero de la privatización de empresas estatales, no pudo dejar el poder. No es que no quisiera hacerlo, es que no podía hacerlo, porque si convocaba a elecciones limpias el nuevo gobierno hubiera sacado a la luz todo lo acontecido durante el régimen anterior. No le quedó más remedio, por tanto, que amañar por lo menos una elección, la del año 2000, y quizá también la de 1995. Como suele ocurrir a los dictadores, Fujimori se encontró en el interior de una bola de nieve que crecía rápidamente y de la que no podía salir sin ser aplastado por ella. Empleó todo el aparato del Estado para mantenerse en el poder, lo que originó más delitos y redes mafiosas. El soborno y el chantaje fueron algunos de los mecanismos que estuvieron al servicio de su supervivencia. La compra de la línea editorial de los medios de comunicación era indispensable para convencer a la gente de la legitimidad y los éxitos del gobierno. Como las instituciones se disolvieron en ese ácido corruptor, la renuncia por fax fue un resultado inevitable de todo el proceso.
La estrategia era simple pero exitosa. ¿Cómo no se les pudo ocurrir antes? El fujimorismo no era un movimiento de indígenas y mestizos desposeídos, sino de gente de todos los colores, cuentas bancarias, formación académica y zonas del país.
¿Fue Fujimori una víctima de un entramado creado por otros? No lo parece. ¿Se pudo haber pacificado al país y ordenado la economía sin incurrir en todos esos crímenes y delitos? Esa es una pregunta contrafáctica imposible de responder, pero intuitivamente diría que sí. No fue necesario el golpe de estado de 1992, la banalización de la política ni el secuestro de los medios de comunicación. Menos aún fueron necesarias las violaciones sistemáticas a los derechos humanos. Tampoco lo fue la alianza con el narcotráfico y Montesinos. Pero como este último personaje tenía controlado psicológicamente a Fujimori se iba haciendo cada vez más imprescindible, al punto que resultó inviable gobernar sin él. Si Fujimori hubiera terminado su mandato en 1995 –sin autogolpe, corrupción y crímenes de lesa humanidad– y si hubiese sido sucedido democráticamente por otro gobernante, hoy sería recordado de otra manera.
¿Cómo se explica el gran apoyo que recibió el fujimorismo durante tanto tiempo? En los sectores A y B se tiene la idea, solo parcialmente correcta, que instaló las bases para la paz social y el crecimiento económico. En los sectores C y D se piensa, correctamente, que fue uno de los pocos presidentes que visitó zonas donde nunca había llegado un representante del Estado. Siendo Fujimori de origen japonés por sus cuatro costados, limeño y profesor de matemáticas, fue recibido como cercano al pueblo por sus formas, su lacónica manera de hablar y su estilo práctico (no ‘pragmático’, que significa algo totalmente diferente[1]), lo que contrastaba con el talante más bien locuaz y nebuloso de Alan García, cuyo gobierno parecía el perfecto ejemplo de lo que hace una persona cuando puede hablar por horas pero no tiene idea de cómo gobernar un país.
Un importante elemento que pocas veces se menciona es que el fujimorismo desmontó la tradicional división peruana entre blancos ricos y mestizos pobres, donde los primeros eran naturalmente asumidos como el bolsón electoral de la derecha y los segundos de la izquierda, de manera que el que se ponía en el centro (Acción Popular, Apra) tenía más posibilidad de ganar. El fujimorismo atrajo a gente de todos los sectores. Hubo un momento en que fue apoyado por el gran empresariado, las clases medias altas y los sectores populares. En todos esos grupos había también críticos, pero la división ahora era otra. Francisco Tudela danzó el baile del chino en un tabladillo electoral; Fernando de Trazegnies, canciller del régimen dictatorial, denominó al gobierno de Fujimori una “democracia postmoderna”; los grandes banqueros y empresarios agradecieron a Fujimori que hubiera logrado imponer medidas económicas de derecha con el beneplácito de los pobladores de los asentamientos humanos, lo que logró a cambio de distribuir donaciones y prebendas a lo largo y ancho del país. La estrategia era simple pero exitosa. ¿Cómo no se les pudo ocurrir antes? El fujimorismo no era un movimiento de indígenas y mestizos desposeídos, sino de gente de todos los colores, cuentas bancarias, formación académica y zonas del país.
¿Podríamos decir, entonces, que un elemento positivo del fujimorismo fue integrar a las distintas clases sociales y romper la tradicional polarización clasista y racista del Perú? Ello hubiera sido estupendo, pero no ocurrió de esa manera. En primer lugar, la discriminación de clase y color siguió existiendo al interior y fuera del fujimorismo. De hecho, la naturaleza discriminadora del fujimorismo se manifestó en casos emblemáticos como las esterilizaciones forzadas contra mujeres indígenas de bajos recursos y el desprecio hacia los derechos exigidos por las agrupaciones LGBT. En segundo lugar, se generó una polarización igualmente mala. Un grupo de ciudadanos creía que los logros de Fujimori (básicamente paz social y orden económico) eran tan valiosos que justificaban sus delitos y su autoritarismo, y que estos constituyen un precio inevitable a cambio del bien que aportó. Otros ciudadanos pensaban que los crímenes y la corrupción no pueden justificarse nunca, que tampoco se alcanzó apropiadamente el ordenamiento de la economía –pues la brecha entre pobres y ricos se amplió– y que, en todo caso, la paz conseguida con costos tan altos es inmoral y riesgosa. Los primeros grupos de ciudadanos bautizaron de ‘rojos y caviares’ a los segundos, y estos de ‘mafias corruptas’ a los primeros. El Perú siguió clasificando a sus ciudadanos con categorías racistas y clasistas, pero además se añadieron las de ‘mafiosos’ contra ‘caviares’. Es claro que no todos los fujimoristas son mafiosos, pero se asume con cierta razón que quien apoya a un mafioso también lo es. Por otra parte, resulta interesante que pasaran a ser ‘caviares’ todos los que discrepaban con los métodos fujimoristas, más allá del tipo de discrepancias que tuvieran. También es curioso que se usara el término ‘caviar’ en un país como el Perú, en el que la mayor parte de la población nunca ha visto un huevito de esturión en su vida. El uso mismo de la palabra ‘caviar’, para descalificar a los oponentes, es un notable ejemplo de alienación cultural.
Es común decir que el fujimorismo arrasó con las instituciones y que instaló la corrupción como una manera de ser-en-el-mundo. Pero también produjo una descomposición de la moral que atravesó todos los sectores del país. Más que unificar a los distintos grupos sociales alrededor de un proyecto político o de una idea de nación, los unificó alrededor de un principio amoral: “la corrupción es inevitable. Lo importante es mantener las cifras macroeconómicas en azul. Todo está al servicio de eso.” En esta idea amoral hay varios problemas. En primer lugar, quizá sea cierto que toda sociedad conocida tiene elementos de corrupción, pero ciertamente unas sociedades son más corruptas que otras y mientras en algunas la corrupción es el estado natural en otras es la excepción. En las primeras prima la impunidad, en las segundas se persigue al corrupto. Por otra parte, la corrupción jamás podría beneficiar a la economía porque termina enriqueciendo a un sector de inescrupulosos y empobreciendo más aún a aquellos pobres que, o no están dispuestos a venderse o, estándolo, no tienen la ocasión.
Los estudios en psicología social y teoría de la decisión racional muestran que un grupo humano en el que hay demasiados individuos que incumplen sistemáticamente las reglas (los free riders) sin ser sancionados, termina desintegrándose o generando extremos de tensión y violencia. Pero, más allá de los free riders, lo peor ocurre cuando quienes dictan las normas, las interpretan o las aplican, lo hacen para maximizar su propio beneficio.
¿Hubo o hay alguna filosofía política que el fujimorismo haya creado o abrazado y que intentara poner en práctica en el Perú? ¿Hay algún marco teórico que compartan sus adherentes? No lo parece.
El Virreinato del Perú nació de una imposición y los inicios de la República no fueron diferentes, lo que no es excepcional pues algo similar ocurrió con prácticamente todos los países del mundo. Pero muchos de ellos lograron convertir al Estado en un garante de ciertas condiciones mínimas de equidad, lo que genera confianza básica en él. Lamentablemente eso no pasó en nuestro país, en que el Estado siempre fue sospechoso de ser el instrumento de imposición de uno u otro grupo de poder.
La capacidad que alguna vez tuvo el fujimorismo de unificar a los distintos sectores sociales, pudo haber sido la oportunidad para integrarlos alrededor de un Estado eficiente que representara los valores de la institucionalidad. Pero fue una ilusión perdida. La prepotencia con que el Estado actuó en contra de los ciudadanos menos afortunados, en la mayor parte de momentos de nuestra historia, se hizo paradigmática desde el nacimiento del fujimorismo, pues el Estado fue secuestrado por una mafia que hizo todo lo posible por corromper a quienes se le acercaban. El fujimorismo se convirtió en una suerte de rey Midas que transformaba en putrefacción todo lo que tocaba.
Después que Alberto Fujimori renunció por fax a la Presidencia de la República, postuló infructuosamente al senado japonés y se casó por interés con una ciudadana nipona, intentó volver al Perú, vía Chile, pensando que su apoyo popular haría que fuese recibido como un héroe. Eso no ocurrió y fue procesado y encarcelado. En ese escenario, lo esperable hubiera sido que sus seguidores se hubiesen extinguido rápidamente. Pero no fue así. Alberto convenció a sus hijos Keiko y Kenji de entrar en política, teniendo como punto prioritario de la agenda sacarlo de prisión. Eso fue un error y no es necesario recordar la historia reciente: Alberto volvió a prisión después de un indulto negociado, Keiko entró en ella, Kenji fue desaforado y ahora intenta mejorar su imagen vendiendo fruta. La destrucción de los Fujimori fue obra de ellos, pues ahora es imposible culpar a Montesinos o a los generales golpistas de 1992. Un sector del fujimorismo quiso presentarse como arrepentido de sus delitos y dispuesto a defender la institucionalidad, pero eso no fue posible porque uno no puede luchar contra su propia naturaleza. El fujimorismo nació como un movimiento basado en el engaño y murió de la misma manera. Sospecho que así será recordado por los historiadores del futuro, porque no serán sus herederos políticos quienes escriban la historia del Perú de fines del siglo XX e inicios del XXI, sino académicos profesionales formados para tratar de explicar objetivamente los procesos sociales sobre la base de causas analizables.
¿Hubo o hay alguna filosofía política que el fujimorismo haya creado o abrazado y que intentara poner en práctica en el Perú? ¿Hay algún marco teórico que compartan sus adherentes? No lo parece. Si intentáramos hacer una reconstrucción de su corpus doctrinario veríamos que se trata de una mazamorra chicha. Hay elementos de neoliberalismo económico asociados a una forma de fascismo político que privilegia el autoritarismo, descree de los partidos políticos y ensalza todo aquello que tenga consecuencias prácticas al corto plazo, incluso si está claro que no las tendrá al mediano. Todo esto integrado con un conservadurismo extremo en materia de derechos de las minorías y un total desprecio por los derechos humanos en general. ¿Cómo se puede hilvanar el liberalismo con el fascismo político y el desprecio por los derechos cívicos? No se puede. De hecho, el neoliberalismo tiene poco que ver con el liberalismo que nació en el siglo XVII con John Locke. El liberalismo clásico es multidimensional, el neoliberalismo solo se concentra en la dimensión económica.
Por eso no hay ni puede haber un pensamiento fujimorista que compartan sus seguidores. ¿Qué los unifica, entonces? El oportunismo. Y como los oportunistas desaparecen cuando desaparecen las oportunidades, el fujimorismo está en extinción. Ciertamente veremos a muchos de sus cuadros intentando subirse a otras bancadas o creando nuevos movimientos, pero el fujimorismo como tal, como un movimiento que se instanció en varios partidos políticos peruanos en torno a la imagen exitosa de Alberto Fujimori, no existirá más. Pasará a la historia y no de una manera agradable.
¿Hay algo positivo que podamos reconocer en alguna de las versiones del fujimorismo? No parece posible, incluso tratando de hacer un esfuerzo sincero por encontrarlo. Aunque quizá haya algo: nos enseñó qué caminos no hay que recorrer, qué senderos conducen al despeñadero y por qué los valores morales en una sociedad no solo son deseables en sí mismos, sino también tienen consecuencias beneficiosas, permiten una mejor sociedad y facilitan que la convivencia entre gente diferente que piensa distinto sea posible.
Además de ello, ver en la cárcel a una persona que gobernó al Perú durante diez años, a su hija casi presidenta en dos ocasiones también tras las rejas, observar el espectáculo que dan sus representantes en el Congreso –por falta de mínimas calidades morales e intelectuales– tiene que hacernos entender que ya no estamos en capacidad de tolerar más de eso. Ese es el mensaje de las miles de personas de todas las edades y sectores sociales cuando salen a las calles a exigir fujimorismo nunca más y el fin de la corrupción. Dado que el fujimorismo no logró integrarnos alrededor de una idea de nación ni de un cuerpo doctrinario, quizá pueda integrarnos en torno de la convicción de que ya no queremos nada que se le asemeje. El fujimorismo bien podría integrarnos alrededor de esa idea, para ser la vacuna múltiple que el Perú necesitaba. Quizá solo sea eso lo que podríamos agradecerle.
(REVISTA IDEELE N° 284, FEBRERO DEL 2019)
[1] El pragmatismo es una doctrina filosófica desarrollada desde fines del siglo XIX por Charles Peirce, William James y John Dewey, cuyas características son totalmente diferentes del cortoplacismo del imperio de lo útil. Es un horror conceptual confundir ambas cosas.
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