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Revista Ideele N°241. Agosto 2014Antes de iniciar este relato es importante hacer una pequeña pero importante atingencia. Este no es un artículo que busque hacer un balance social, político y futbolístico sobre el Mundial de fútbol. Se trata de un relato de 17 días en el nordeste de Brasil (Recife y Fortaleza) en el que busco compartir mis impresiones, sensaciones y recuerdos de un viaje único.
La llegada: Brasil y su relación con la FIFA
Las noticias que llegaban de Brasil previo a mi viaje no eran las más alentadoras: disturbios, protestas, represión, obras sin terminar, corrupción, entre otras, hablaban de un mundial que generaba incertidumbre en muchos, sobre todo en aquellos que íbamos a asistir. Los mensajes de despedida siempre incluían un “ten cuidado”. El nerviosismo previo al viaje crecía, no solo se trataba de mi primera vez en un mundial de futbol, sino era también mi primera vez en Brasil, la expectativa crecía también. ¿Qué Brasil me esperaría, el de las últimas noticias o ese país que imaginamos como una fiesta interminable?
Llegué a Recife dos días antes del inicio del Mundial. Más de 10 horas de viaje, que incluyó una escala (nada amigable) en el aeropuerto de Sao Paulo-Guarulhos, fue mi primera alerta de que estaba ante el país mais grande. Las distancias de viaje eran considerables y mayores a las que pensaba inicialmente. El vuelo Lima-Sao Paulo tomó cerca de 5 horas y luego hacia Recife 4 horas más. Si bien Brasil es nuestro vecino continental, llegar ahí me tomó tanto como si viajara a EE.UU.
Al recibirme mis amigos Lucas y Tiago, habitantes de Recife y nordestinos de nacimiento y por convicción, me dejaron con una frase que se me quedó marcada durante todo el viaje: “La FIFA es dueña de Brasil”. El comentario, si bien en broma, reflejaba el estado de ánimo local. Obras inconclusas, desalojos forzados, cierres de calles, corrupción en las obras, eran la evidencia de un ánimo que no era el mejor. Esto se traducía en cierta falta de entusiasmo por el Mundial. Ellos, firmes en sus convicciones, habían decidido no comprar entradas para los partidos que se jugarían en su ciudad.
“La gente está molesta” fue la otra frase que registré a mi llegada. La molestia, además de las razones ya conocidas, se explicaban por un tema de fútbol. Recife es la capital y ciudad más importante del estado de Pernambuco. Muchos creen además que es la capital y el corazón de todo el nordeste brasilero. La relación de Recife con la selección de Brasil registra un hecho particular que habla de una conexión especial.
Para las eliminatorias del Mundial EEUU 94, Brasil venía de un empate en Uruguay y una derrota en Bolivia que había puesto en cierto nivel de riesgo su clasificación (riesgo para los estándares brasileros). En ese contexto había un clima de hostilidad contra la selección, lugar donde Brasil jugaba, lugar donde recibía críticas y pifias. Los resultados, si bien no eran del todo malos, no dejaban contenta a la gente por el nivel de juego mostrado.
En ese clima, llegaba un partido trascendental: Brasil se jugaba el primer puesto de su grupo contra la generación dorada de Bolivia, que ya en el partido de ida le había ganado 2 a 0 (partido histórico para los bolivianos). El partido se jugó en Recife y, lejos de recibir a la selección con hostilidad, la gente se la jugó toda por la selección. El optimismo desbordaba y el clima en el estadio no podía ser mejor. El resultado 6 a 0 a favor de Brasil, jogo bonito, primer puesto del grupo y clasificación encaminada. Lo demás es ya conocido: Brasil gana el Mundial con los goles de Romario y el fallo de Baggio en la final. Lo que mucha gente no sabe es que luego de ganar, la primera ciudad a la que la selección decide regresar para agradecerle el apoyo y el cariño es Recife, desde ahí quedó marcada una conexión especial que se pensaba nunca se iba a romper.
Todo cambió con las reglas que impuso la FIFA. Recife tiene tres equipos tradicionales: Sport Recife, Santa Cruz y Náutico. Los dos primeros tienen estadios antiguos con capacidad de 60 mil personas. Estadios que en partidos amistosos y eliminatorias recibieron siempre a la selección. Sin embargo, para este mundial, la FIFA exigía un nuevo estadio. Es así que el gobierno de Pernambuco construye la Arena Pernambuco con capacidad para 42 mil personas a un costo de 230 millones de dólares.
A partir de la capacidad de la nueva Arena, se hacía imposible que Brasil pudiera jugar algún partido del mundial en Recife, porque el estadio era muy “pequeño” para recibir a la selección. La frase “la FIFA es dueña de Brasil” cobraba un nuevo sentido. la FIFA era dueña de donde jugaba Brasil y eso no le gustaba a la gente.
Los partidos: los costos de la alegría Brasilera
La sensación de apatía y molestia se terminó el 12 de junio. Ese día cambió todo: las camisetas de Neymar Jr. aparecieron, las calles se adornaron de verde amarelo y el tráfico por regresar a casa y ver el partido fue descomunal. El entusiasmo por Brasil y el Mundial volvía, y la molestia y el enojo se detuvieron unas horas (solo se detuvieron porque la gente seguía molesta).
Debo decir que durante mi estadía, salvo algunas situaciones aisladas que se registraron en las noticias, no hubo mayores incidentes de seguridad. La presencia de la policía militar en las calles era evidente y las pocas veces que se registraron disturbios o protestas, éstas fueron rápidamente “controladas” por la seguridad. Los comentarios eran que los días previos fueron los de mayor represión e incidentes, pero que todo había alcanzado un nivel de calma con el inicio del mundial.
Había pasado 3 días en Brasil y me tocaba prepararme para ir a mi primer partido. Tomé un bus costoso en el precio y económico en el servicio, que luego de largas 13 horas me dejó en Fortaleza, capital del estado de Ceara. Fortaleza es una de las zonas de mayor turismo en Brasil y eso se notó inmediatamente al llegar. El gobierno del Estado se había preparado y tenía toda una oferta turística dispuesta para los miles de visitantes que llegaban a la ciudad.
Fortaleza me recibió con un sol intenso y miles de camisetas celestes, gente caminando por el malecón de Beira Mar gritando que Uruguay había llegado a Brasil para llevarse nuevamente la Copa. Algunas camisetas rojas y azules aparecían de cuando en cuando y, con algo más de timidez, se escuchaba un “¡Ticos, Ticos!” que los agrupaba.
La ida al estadio fue más caótica de lo imaginado. El plan para llevar a la gente en buses de la ciudad al estadio no calculó la demanda, lo que sumado al calor, la humedad y la cantidad de cervezas que llevaba la gente hicieron que el trayecto fuera muy pesado. La ida también fue una postal de la desigualdad en Brasil, algo que ya me había dado cuenta en los primeros días en Recife, pero se contrastaba mucho más en Fortaleza. Pasar de Beira Mar, del lujo de sus edificios y su hermoso malecón hacia la zona empobrecida de la Arena Castelao (que costó aproximadamente 220 millones de dólares) despertaba esa molestia de la que me habían hablado a mi llegada.
Al llegar al Castelao, los buses nos dejaron a 3km del estadio. El resto del trayecto lo teníamos que hacer caminando por una pista con no más de 3 días de inaugurada. La otra opción era hacer el mismo recorrido pero en unos triciclos acondicionados que la gente que vivía en la zona ofrecía para llevarte al estadio, previo pago de 5 reales.
Ingresar al Castelao despertó en mí una serie de sensaciones. La primera, un sinsabor por la emoción inicial de ver un estadio imponente, pero marcado por un trayecto lleno de desorganización y un contraste terrible de desigualdad. Esa sensación de malestar continúo al ver lo que para la FIFA y sus auspiciadores significaba el mundial: lejos de respirar fútbol, se respiraba una marca tras otra, venta indiscriminada de suvenires con sobreprecio y colas interminables para comprar cerveza y hamburguesas. El fútbol parecía lo menos importante.
Hasta ese momento, el Mundial me decepcionaba. No era lo que había pensado, sentía que el aspecto comercial opacaba lo que debía ser una fiesta para los que nos gusta el fútbol. Todo eso cambió cuando comenzó el partido. Los gritos de la gente, cada gol, la sorpresa de ver a Costa Rica ganarle a Uruguay, hicieron que volviera a mí un sentimiento que creía olvidado. Ese sentimiento era el de la primera vez en un estadio de fútbol, yendo de la mano con mi papá corriendo para subir las escaleras y al final de éstas, llegar a la escena más maravillosa que podía imaginar, un césped verde con tribunas llenas de gente, una imagen mágica y un sentimiento que me disponía a ver algo que cambiaría mi vida por completo.
Luego de ese primer partido comenzó realmente el Mundial para mí y comencé a disfrutarlo por lo que realmente era, no por la fiesta comercial que la FIFA te quería vender, sino por la fiesta del fútbol que realmente es donde gente de todo el mundo se encuentra y comparte sus penas y alegrías, donde te puedes encontrar con un extraño que se convierte en un amigo entrañable todo a partir del fútbol, todo a partir de un país como Brasil, injusto, desigual, lleno de contradicciones, pero que te invita a disfrutar de la vida.
A la vuelta a Recife con el espíritu renovado, el fútbol continuó, pero también la posibilidad de conocer un poco más del nordeste. El mundial coincidía con una celebración que para los nordestinos es parte esencial de su cultura. La fiesta de Sao Joao (San Juan por estos lares) era una festividad de todo el mes. Si recorrías el litoral o el interior el signo en común era Sao Joao. Los bailes, las comparsas, la música y las celebraciones eran cosa de todos los días.
Tuve la suerte de ver dos partidos de Costa Rica contra potencias del mundo como Uruguay e Italia, partidos que demuestran lo lindo que puede ser el fútbol. Cuando nadie los tenía en los cálculos, los “ticos “ demostraron que con ideas, estructura, respeto por el rival y el juego, el fútbol siempre te va a premiar. La fiesta del fútbol continuaba y no podía estar más contento. Lamentablemente, mientras más disfrutaba de Brasil, más rápido se pasaba el tiempo y más cerca se encontrada la fecha temida y esperada: la del regreso.
El difícil regreso
Mi regreso fue el primer día, luego de la inauguración, en el que Brasil descansaba un poco del fútbol. Había terminado la fase de grupos y la expectativa por los octavos de final o la ronda mata mata, como ellos la conocen, era muy grande. El regreso se hizo difícil no solo por lo largo del viaje, sino porque quería quedarme más días para terminar de ver el Mundial y para seguir conociendo Brasil.
Diecisiete días parece bastante tiempo pero se llegan a pasar más rápido de lo que uno espera. A mi regreso, las preguntas de los amigos y familia eran la misma: “¿Qué tal el Mundial, increíble no? Mi respuesta también era similar: “Sí, fue un buen viaje”. Mi respuesta si bien apática reflejaba exactamente mi estado de ánimo de ese momento. Aún no había terminado de procesar todo lo que ese viaje había significado, no podía expresar en palabras lo que había vivido ni las distintas sensaciones que había experimentado, lo contradictorio que era Brasil y el Mundial, pero lo increíble y maravilloso que era al mismo tiempo, no era fácil de explicar.
Creo que inclusive hasta ahora es difícil de explicar. Estoy dejando muchas cosas sin contar o sin saber expresarlas en palabras. Cuando me encuentro con alguien que también pudo viajar, la respuesta es similar, no sabemos muy bien cómo expresarlo, la tristeza por haber regresado es igual de proporcional a la alegría de haber estado ahí.
Solo me queda prometerme a mí mismo que regresaré a Brasil para conocerlo más y fuera de un contexto que puede distorsionar todo como es el mundial, prometerme también que no será el último mundial al que vaya, porque fuera de todo lo malo que pueda representar la FIFA y la organización de un evento deportivo de esa magnitud, es una experiencia inigualable, una experiencia que quiero repetir porque el fútbol te vuelve un poco tonto, pero un tonto feliz que ahora solo puede pensar: Qué lindo es el fútbol, qué lindo es Brasil, de eso nunca podrá ser dueño la FIFA.
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