Escrito por
Revista Ideele N°241. Agosto 2014Conmemorar el advenimiento de nuestra vida independiente no debería ser la simple ocasión para un festejo sino también para repensar colectivamente la forma como se gestó la república peruana. Ese ejercicio crítico se hace urgente pues el Perú vive hoy en la paradoja de tener los medios para avanzar sin lograrlo, y se enfrenta a una transformación geopolítica que debería descentralizar y democratizar el país pero que (independientemente de su mal diseño) ha sido y es frenada por actos y palabras profundamente autoritarios y violentos. Esta situación invita a retomar la historia y contrastarla con la memoria histórica, es decir con aquello que creemos que es nuestro pasado. No propongo el ejercicio para encontrar explicaciones reconfortantes a nuestras dificultades en un pasado atávico que nos impediría avanzar sino porque la imagen del pasado inculcada desde las escuelas y los medios de comunicación, además de revelarse insuficiente para contribuir a las elaboraciones que reclama el presente, constituye un freno a ese cambio.
Una mayoría de peruanos cree que la independencia se reduce a (o al menos tiene por punto culminante) la llegada del general José de San Martín y se cumple con la declaración hecha en la plaza de armas de Lima el 28 de julio de 1821. Si esa proclamación constituye el acta de creación del estado peruano (impotente, frágil y casi invisible entonces en un territorio que desbordaba ampliamente el Perú actual), el proceso comenzó mucho antes y sólo concluyó después de la capitulación de Ayacucho.
Prueba de que esa visión parcial y falsa de la independencia está anclada en la memoria colectiva es la expectativa, promovida por los medios, de que estamos rumbo al 28 de julio de 2021 con un efecto de cuenta regresiva, como quien espera que llegue un nuevo siglo o que suenen las 12 para brindar y lanzar los fuegos artificiales. Esa espera refuerza un efecto de tiempo calendario, de hora que llegará inexorable y de acto mágico que se cumplirá, independiente de toda voluntad.
Los objetivos explícitos de lanzar un concurso de ensayos con el título “Narra la independencia desde tu pueblo, tu distrito o tu ciudad” han sido los siguientes. En primer lugar, convocar a todos aquellos que se preocupan por hacer historia local o regional, que se esfuerzan por recuperar y hacer fructificar nuestro patrimonio documental en todos los puntos del país. Conocer su trabajo, valorarlo y dar visibilidad a su esfuerzo debía ser el primer paso, previo a la apertura de ese debate necesario. No había que imponer ninguna agenda antes de haber escuchado al mayor número posible. El concurso partía también de la necesidad de poner por un momento entre paréntesis nuestro propio discurso académico y lanzar el debate con discreción, abriendo el juego, tan cerrado en el Perú a unos cuantos historiadores que siempre ganan las convocatorias y concursos. Narrar desde los pueblos era abrirnos a descentralizar y “descentrar” la narración de la independencia: cambiar el punto de vista único y variar la focalización sin dejar por ello de pensar el conjunto del país. Por lo demás, la convocatoria daba, adrede, total libertad para elegir límites geográficos (invitaba a integrar espacios que no forman parte hoy del Perú para evitar los escoyos nacionales y nacionalistas que rigidizan tantas tradiciones historiográficas y también incitaba a jugar con las escalas micro y macro regionales e incluso la continental) y cronológicos porque hoy las tendencias historiográficas más visibles excluyen radicalmente cualquier evento anterior a 1808 del proceso de las independencias latinoamericanas. Túpac Amaru y todas las rebeliones indígenas, mestizas y criollas del siglo XVIII han quedado fuera de la narrativa de la independencia por un doble silencio: historiográfico y también interno (el Túpac Amaru histórico se asocia anacrónicamente, por lo visto, a una figura velasquista, y puede que también al MRTA). El resultado es que en el Perú, hoy por hoy, no existe ningún consenso sobre cuándo comienza el proceso de independencia y ello constituye uno de los fracasos de la renovada historiografía latinoamericanista reciente que, al seguir siendo incapaz de comprender o explicar el caso peruano en toda su complejidad, se resuelve a definirlo, una vez más, como el espacio de feroz reacción antirrevolucionaria contra el que tuvo que luchar toda América del Sur para lograr su libertad: la sempiterna historia de una independencia no lograda sino concedida.
Responder a preguntas e insinuaciones respecto de un concurso y un coloquio planteados en términos de hoy a partir de cómo veían Heraclio Bonilla y Karen Spalding hace cincuenta años los festejos del velasquismo sería prestarme a ofrecer un penoso número de contorsionismo académico digno de cierta historia contrafactual. El paisaje historiográfico ha cambiado desde entonces tanto como, en Lima, el perfil de la Costa verde. El que politólogos de visibilidad pública no lo perciban muestra lo poco que en el Perú se lee a los historiadores. El debate de 1971 está ampliamente superado. Bonilla creía y siguió creyendo en algo que él no inventó, en “el mito de la independencia concedida” (la expresión es de Scarlett O’Phelan), manteniendo de ese modo en el centro de la narrativa a la plaza de armas de Lima el 28 de julio de 1821 como muchos sanmartinianos ilustres y conservadores que participaron de los festejos de 1971 y de su comisión del sesquicentenario que él tanto criticaba. No me serviré del fácil recurso retórico que consiste en lanzar el estigma de “conservador” para invalidar o cuestionar a nadie. Pero invito a todos a constatar que limitar la memoria de la independencia a la imagen de San Martín en el invierno limeño (que se encuentra también en el corazón de la independencia concedida) es negar a los peruanos una profundidad histórica que se merecen. Pensar la independencia hoy requiere tener en cuenta lo que el Perú es, y, sobre todo, lo que puede ser, pero no nos obliga a denunciar nuevamente que el nacionalismo del velascato pudo encontrar hace medio siglo un acomodo con la historiografía académica. Ello produjo, en su momento, una reflexión política interesante pero no generó una producción historiográfica durable ni fecunda. En cambio, al César lo que es del César, la historia “conservadora” de entonces, si bien no dio al Perú en ese momento ninguna contribución historiográfica ni un debate crítico de nota, produjo la Colección documental, un corpus de fuentes de una riqueza extraordinaria que, aunque sus propios autores no supieron explotarlo, sigue siendo una herramienta de primer orden. A ver si una de las tantas comisiones actuales se anima a digitalizarla y colgarla gratuitamente en Internet, ya que muchos trabajos recibidos en el concurso explotan esas fuentes de modo original y creativo y sus autores han comentado sus dificultades y esfuerzos para acceder en provincias a dicho material.
Prueba de que esa visión parcial y falsa de la independencia está anclada en la memoria colectiva es la expectativa, promovida por los medios, de que estamos rumbo al 28 de julio de 2021
Tanto Cecilia Méndez como yo hemos contribuido lo suficiente a la deconstrucción de una nación peruana esencializada en nuestros escritos como para que alguien pueda imaginar que existe una coincidencia entre nuestro proyecto y una historia patriotera de héroes y precursores. Pero que pueda “decirse también que caracterizar el proceso independentista como ‘guerra civil’ lleva a distanciarse un poco del discurso anticolonial convencional, otro punto de contacto posible con una narrativa conservadora” merece una reflexión.
Comparar la independencia con una guerra civil es un modo de hacer ver la pluralidad de posturas que adoptaron los diversos actores históricos (entre ellos, por ejemplo, los criollos de ambos bandos, y que fueron los principales beneficiarios del proceso, se autodenominaron “españoles” hasta muy tarde). Pero, por lo visto, el “discurso anticolonial convencional” (que pese a lo convencional no sería “conservador”) es de tal pobreza en su proyección histórica que forzaría a descartar toda disidencia como imposible y convertiría el asociar “guerra civil” a “sociedad colonial” en un oxímoron. Las consecuencias ideológicas de semejante silogismo son una prueba nefasta de una posición “no conservadora” que no dice su nombre (¿de avanzada, marxista, revolucionaria, vanguardista, moderna, científica, correcta, liberal?). Lo que se designa como “discurso anticolonial convencional” ha sido y es una excusa fácil para no estudiar ni comprender nuestro pasado colonial.
El Perú es un país con un pasado colonial. Desde hace ya un siglo muchos (demasiados) usan esa evidencia para explicar sus múltiples males y, al mismo tiempo, estigmatizan toda preocupación por la comprensión de esa realidad como si pensar el pasado colonial fuese per se una forma de nostalgia colonialista. Una de las consecuencias profundamente dañinas de semejante razonamiento es la de ocultar que muchas de las discriminaciones e injusticias de este país son productos y realidades contemporáneas apoyadas en la facilidad de atribuirlas a un pasado colonial que se imagina pero que se desconoce (posee una memoria pero carece de historia). Otra es la de pensar el Perú como un país irremediablemente escindido. Desde los años fundadores de nuestra república, alegar el pasado colonial ha sido una de las más fuertes herramientas para la exclusión. Se argüía desde entonces que las diferencias al interior del país eran consecuencias o taras coloniales. Que esas poblaciones eran víctimas del colonialismo y, por tanto, su alteridad era un lastre para el progreso de la nación.
Se reclamaba su alineamiento con las fórmulas de los bien pensantes: debían negarse y disolverse para tener derecho a existir, de manera muy similar a lo que ciertos neoliberales practican hoy en que, nuevamente, en aras de la modernidad se exige la discriminación. Esta voluntad de ignorancia sobre la realidad colonial es compartida por otros tantos paternalistas profesionales (de muy diverso borde político) que viven sacando provecho de las víctimas y que esencializan las diferencias descontextualizándolas de todo referente político. Se ha logrado imponer así nuevos marcos legales que obligan a muchas poblaciones a definirse en términos coloniales, a reinventarse y disfrazarse de una etnicidad como único modo de reclamar los derechos que no pueden obtener como ciudadanos. La negación de la historia colonial lleva a ignorar perversamente que la categoría indio -cinco minutos de reflexión con el puro sentido común deberían sin embargo bastar para cobrar consciencia que no existía tal categoría en América antes del “descubrimiento” y conquista- no corresponde a ninguna realidad étnica sino que es una categoría fiscal y jurídica del poder colonial. Pregúntese quién es aquí conservador.
En respuesta a la convocatoria de Narra la independencia desde tu pueblo, 60 trabajos detallan el proceso de independencia desde un número casi tan alto de lugares de la geografía peruana, en español, aymara y quechua, sin necesidad de mencionar a José de San Martín en la plaza de armas un 28 de julio, mostrando que la intuición era correcta. Existe una producción historiográfica local de calidad que no se conoce a nivel nacional. Existen memorias y conmemoraciones locales de la independencia que no son tenidas en cuenta y que deberían serlo para democratizar y descentralizar un bicentenario que no debe esperar el 28 de julio del 2021. Existe en las regiones una expectativa de visibilidad a la que todos los peruanos deberíamos estar atentos.
Los días 7 y 8 de agosto se podrá escuchar a los ganadores de Narra la independencia desde tu pueblo discutiendo con investigadores profesionales que han sido claves en la historiografía peruana y peruanista. Espero que este primer experimento sirva para ir construyendo, colectivamente, una nueva imagen de la independencia. Enmarcando el coloquio, el día 6 tendrá lugar una conferencia debate en el MALI sobre la importancia de las lenguas indígenas en la experiencia de la modernidad y de la cultura letrada en el Perú y el día 9 un taller sobre lenguas indígenas e historia cerrará el evento. Ambos son temas que exigen repensarse con una mirada histórica que despercuda otra memoria sin historia, adormecida y anquilosante.
Deja el primer comentario sobre "Respuesta a Martín Tanaka"