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Revista Ideele N°247. Febrero 2015Para muchos filósofos y científicos sociales del mundo contemporáneo vivimos tiempos superficiales, ajenos a la reflexión, tanto así que si un joven piensa mucho lo consideran un “pavo”; es decir un tonto que pierde el tiempo en asuntos triviales. Para estos analistas de las sociedades actuales, el pasado se ha “achicado”, es decir, el recuerdo de los hechos y procesos importantes o no tan importantes que han sucedido, -en tiempos no tan remotos- se borra de la vida cotidiana, del recuerdo, del lenguaje. Aún peor, muchos jóvenes no pueden ubicar en el tiempo cuándo se produjo el conflicto armado interno en nuestro país, aunque recuerdan con detalle cuándo Britney Spears se cortó el cabello en tono de rebeldía o de borrachera. Para muchos de mis estudiantes el pasado les parece una masa de acontecimientos (ni siquiera de procesos de mediano o largo tiempo, como diría el historiador de las mentalidades, Ferdinand Braudel).
No quiero ponerme en el papel de la académica renegona que cree que los tiempos pasados fueron mejores. Mis estudiantes son jóvenes alegres y creativos con los que trabajo, comparto y río. Aprendo mucho de ellos, sobre todo la curiosidad, la alegría y sus ganas de descubrir nuevas cosas. Pero también me acercan al mundo de las nuevas tecnologías.
La superficialidad –hay que enfatizarlo- no es solo un asunto de las nuevas generaciones, sino es una pátina que cubre a todas, especialmente a aquellas como la nuestra que tiende a tolerar la política sucia y desmemoriada y “mientras a mi no me perjudique” se celebra con cierta actitud lúdica, la “corrupción blanca” (la menos grave); es decir a los “roba cables”, “mata perros”, “lava pies”, etcétera. Algunos incluso quisieran estar en su lugar porque “la supieron hacer”.
La pregunta del millón es por qué somos así: ¿se trata de una herencia republicana donde reinaba la corrupción y se valoraba al vivo que podía trasgredir las normas impuestas por un Estado injusto; o más bien, somos así debido a la superficialidad y a la poca importancia que le asignamos a la cosa pública porque no hay sanciones efectivas que encausen nuestras acciones?
Es muy posible que ambas propuestas se entrelacen para explicar la superficialidad con la que enfrentamos el presente. Nadie recuerda los grandes escándalos de hace apenas diez años, los delitos prescriben en pocos años y ¡dale! Otra vez la misma jarana.
Hace tiempo –desde que soy profesora universitaria- me pregunto por qué la mayoría de jóvenes (no digo que todos, pues existen los reflexivos, torturados, con úlceras, delgados y ojerosos que se preocupan por el mundo y lo quieren cambiar), tienen una actitud pragmática, ligera, despreocupada por la cosa pública en todas sus dimensiones: su país, las personas con las que interactúan y el mundo en general. La clave en la que viven es el eterno presente: divertirse, pasarla bien, trasgredir la norma al punto de que no se dan cuenta cuando cometen delitos como plagiar o tomar las cosas “prestadas” de otros. Incluso, saliendo del ámbito universitario de los chicos y chicas que mal que bien se encuentran dentro del sistema, no nos extrañan los sicarios, fumones y ladronzuelos: ellos son los que no tienen pasado presente ni futuro. Es una pena.
Los medios de comunicación, los programas televisivos como Esto es guerra o Combate venden ideas superficiales a los jóvenes. No quiero decir que nuestros chicos y chicas son tontos, saben que se trata de montajes, trucos y enamoramientos ficticios. Lo mismo nos sucedía con las telenovelas. Sin embargo, antes había espacios para darle más profundidad al presente, escuchar a los abuelos y proyectarnos al futuro. Han desaparecido los espacios para el diálogo generacional de sobremesa, a los jóvenes la escuela les aburre y más bien, se encuentran horas de horas chateando, jugando en línea o hablando por Skype.
Creo que los nuevos medios –sin denostarlo- han tomado un papel fundamental para entender la superficialidad contemporánea. Quiero aclarar que los uso y me parecen muy útiles, pero también me doy tiempo para leer, ver cine y series televisivas que me atrapan. Eso han perdido nuestros jóvenes y los no tan jóvenes: “pensar da flojera”. A veces cuando pido que mis estudiantes lean un texto, lo primero que preguntas es cuántas páginas tiene; nada sobre el contenido. Además –no seamos ingenuos- también obtienen resúmenes vía internet.
Repito otra vez que no soy un ejemplo de nada, e incluso a veces me encantaría ser superficial para evitar jaquecas y úlceras. Pero me pongo a pensar, lo duro que es ser profundo, reflexivo e informado. Nuestro país y el mundo nos producen indignación por la pobreza, las muertes evitables de niños, la desigualdad de ingresos y de oportunidades, la política sucia o pasiva frente a catástrofes humanas que terminan con miles de inocentes muertos, la dejadez para recompensar justamente a las víctimas de la violencia, etcétera. No sigo porque la lista es infinita y la tristeza enorme. No sé si la superficialidad de la gente proviene de este tipo de reflexiones o del deseo –prometido por las transnacionales como Disney- de que hay un mundo feliz, lleno de inocencia, sin problemas y que se reproduce a través de las compras infinitas.
Superficiales y faranduleros tal vez somos más felices, pero no más justos.
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