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Revista Ideele N°252. Agosto 2015Todo genuino escritor de ficción ha nacido con el don de fabular, esa capacidad misteriosa de inventar historias. Estos relatos son alimentados por diversas fuentes. Una de ellas es la vida misma del escritor. Los siglos nos han regalado exponentes que han utilizado sus propias vivencias como materia principal para sus obras. Cuando se trata de ficción, estas experiencias personales están sujetas a variaciones, exageraciones, omisiones y a toda clase de mecanismos literarios que transforman a la vida real en una obra literaria.
Se podría pensar que no existe gran mérito en valerse solo de la vida personal para escribir obras literarias. El tema es polémico. Existen autores como el vapuleado y admirado francés Louis-Ferdinand Céline, que edificó su trabajo literario en torno a un álter ego que lleva su mismo nombre, lo que le permitió sembrar ambigüedad en la frontera entre realidad y ficción. Sería sesgado abordar a Céline desde ese único aspecto, pues se trata de un escritor que reinventó su lengua con un estilo a caballo entre lo lírico y lo grotesco. Es decir, más allá del tufillo autobiográfico que despiden sus páginas, destacan méritos literarios en el plano estilístico y en la poderosa capacidad de arrancar emociones al lector. Los dones de Céline no quedan allí. Encontramos en sus obras un testimonio histórico de eventos cruciales como la Segunda Guerra Mundial y de la atmósfera política en la etapa posbélica. Encontramos mucho más que un juego entre realidad y ficción. Los grandes autores ofrecen mucho más que eso.
¿Cómo saber, a ciencia cierta, si el protagonista de una obra literaria está diseñado sobre la base de la vida del autor? Existen dos maneras de saberlo. Una de ellas es que el lector conozca la vida del escritor e identifique las vivencias de este en sus páginas, su voz, los rasgos esenciales de su identidad. Incluso, si el nombre del protagonista es el mismo que el del autor, la relación se torna obvia. La otra forma de saberlo es que lo informe la contratapa del libro y que el propio escritor, en los datos que ofrezca sobre su obra, enfatice en las similitudes entre el protagonista de su libro y él mismo.
Esta revelación puede entenderse de varias formas. Podría tratarse de una estrategia de marketing para despertar la curiosidad de los lectores, quienes saben que leerán una obra que ofrece una historia muy cercana a lo real. Pero podría tratarse, también, de un ejercicio de transparencia y desahogo por parte del autor, al declarar que está contando su verdad de la manera más sincera que fue capaz.
Antes de mencionar algunos casos actuales, es preciso recordar una característica de la carrera literaria de Jaime Bayly. Desde su primera novela, No se lo digas a nadie, Bayly siempre ha utilizado referentes de la realidad para construir sus personajes. Incluso, los nombres ficticios son muy parecidos a los reales, lo que permite que los lectores descubramos con facilidad de quiénes se trata. Se despierta así nuestro lado más chismográfico y las novelas se convierten en vehículos para conocer rasgos de la vida íntima de personas públicas y del propio autor. Consideramos que, si una propuesta literaria se sostiene solo por ese interés morboso que despierta en los lectores, esta carece de valor profundo y perecerá pronto, pues está amarrada a una coyuntura específica y no nos ofrece el aroma a eternidad que poseen las obras que saben penetrar en los sentimientos humanos.
Toda la reflexión previa nos sirvió para ingresar, con mayor fuerza, en un tema de la narrativa limeña actual: el supuesto auge de la autoficción, una etiqueta promovida desde el lado editorial para agrupar a una serie de novelas que poseen los rasgos mencionados líneas arriba.
Si bien esa etiqueta no fue utilizada con nitidez para esta novela, Contarlo todo de Jeremías Gamboa ofrece varios rasgos sustanciales que la vinculan con la estrategia literaria y editorial de Jaime Bayly. El protagonista de la novela se llama Gabriel Lisboa, un nombre similar al de Jeremías Gamboa, el autor. Las vivencias del personaje son muy parecidas a las que Gamboa contó como propias en las numerosas entrevistas que dio: egresado de la Universidad de Lima, periodista de revistas prestigiosas, amigo de un grupo de escritores. Los ingredientes ficticios son simples y se limitan al cambio de nombres de personajes y a un viraje en el lugar de residencia del protagonista: una Santa Anita de ficción en vez del San Luis de la realidad.
Se trata de una novela en clave, y el propio autor ofreció las pistas necesarias para conocer los referentes reales, al tiempo que despertó un interés en los lectores por saber si tal personaje es Fernando Ampuero, Raúl Vargas o Mariana de Althaus. Una vez más, notamos que uno de los motivos por los que la obra fue atractiva para los lectores fue descubrir estas correspondencias entre realidad y ficción.
El año pasado, tuve la oportunidad de entrevistar a Jeremías Gamboa y le pregunté sobre su intención al trabajar Contarlo todo de esa forma. Esta fue su respuesta:
Siempre ubico a los personajes en espacios que están muy cerca de mi biografía, con cosas que no son exactamente las que pasaron, pero están muy cerca. Y si bien usé el apellido Lisboa, no creo que lo vuelva a hacer. Con eso estaba buscando algo que se logra —hacer más potente el enganche— pero que trajo consecuencias más complicadas: que el lector llegue a leer esa novela como algo que realmente ocurre.
No dudamos de la necesidad de Gamboa por contar su verdad y exorcizar sus demonios, pero debemos mencionar que la campaña de promoción de su novela se basó en los fuertes parecidos entre Gabriel Lisboa y Jeremías Gamboa. Es ahí donde ingresa la suspicacia.
Mencionemos tres casos más: Juan Manuel Robles, José Carlos Yrigoyen y Renato Cisneros. El primero de estos publicó hace unos meses su primera novela, Nuevos juguetes de la Guerra Fría, a todas luces un estupendo debut literario, con un uso versátil del lenguaje, y una historia que mezcla lo familiar y lo político de manera muy original. La historia se basa, porque así lo ha expresado el propio autor en sus declaraciones, en su experiencia como estudiante de una escuela que pertenecía a la Embajada de Cuba de La Paz, Bolivia. En su novela, la figura del padre del protagonista es muy importante. Lo digno de mencionar es que el propio autor se encargó de resaltar la relación entre ese padre ficticio y su padre real.
Lo mismo sucede con José Carlos Yrigoyen, autor de Pequeña novela con cenizas, y Renato Cisneros, que acaba de publicar La distancia que nos separa. Ambos se han basado en sus propias experiencias y los padres de sus protagonistas están, por supuesto, basados en sus padres reales. Cisneros ha destacado ese aspecto en las entrevistas que le han realizado.
Me pregunto por qué existe ese énfasis en aclarar esos vínculos entre realidad y ficción. ¿Qué pasaría si los autores prescindieran de realizar estas aclaraciones y se dedicaran a hablar de sus libros desde sus mecanismos internos? Juan Manuel Robles reconoce que, cuando se pretende vender una novela, se busca asociarla con un tema que resulte atractivo para los potenciales lectores. De esa lógica, se puede entrever que la etiqueta de autoficción le indica al lector que se encuentra frente a un libro que se basa en la vida del autor y la refleja de manera directa, con pocos o nulos añadidos ficticios.
Lo que sí está claro es que una novela no necesita que su autor enumere las similitudes entre realidad y ficción para despertar el interés de los lectores. El éxito de una novela se inclina más por despertar emociones que por conocer el sustrato real en que se inspiraron.
No dudamos de la necesidad de Gamboa por contar su verdad y exorcizar sus demonios, pero debemos mencionar que la campaña de promoción de su novela se basó en los fuertes parecidos entre Gabriel Lisboa y Jeremías Gamboa
¿Qué vuelve a un texto en ficticio? ¿Dónde se halla la frontera entre realidad y ficción cuando nos enfrentamos a textos etiquetados como autoficción? No pretendo responder estas gaseosas preguntas aquí, pero sí delinear algunos caminos para pensar en ello. Para Juan Manuel Robles, la concepción de una estructura para la historia es ya en sí un trabajo ficcional, pues el tiempo es manipulado, reordenado. Ello significa que la ficción no solo funciona en lo que se refiere a los datos reales utilizados, sino a toda una lógica artística que involucra forma y fondo. En esta tarea se incluye, por supuesto, el trabajo con el lenguaje.
Sobre el supuesto auge de la llamada autoficción en la narrativa limeña actual, el crítico Javier Ágreda posee una visión en particular que llama al debate: “En general, para los escritores con menos vuelo imaginativo literario (sin mucha capacidad para fabular), la propia vida es casi la única fuente de temas y situaciones para sus ficciones. Por eso es que la autoficción parece hoy una tendencia, porque muchos escritores que no son novelistas, que han dedicado buena parte de su vida a otros menesteres, están incursionando en este género literario”. La opinión es discutible, pero me lleva hacia otra observación: la mayor parte de los autores mencionados cuenta con una formación periodística y experiencia en medios escritos. Es decir, se trata de profesionales de la no ficción que dan sus primeros pasos en la literatura, arte que se mueve en otros planos. En el periodismo, la ambigüedad es un pecado mortal, mientras que en la literatura podría ser una virtud. La ficción literaria se mueve en los territorios de lo sugerente, lo misterioso, lo atávico, lo que va más allá de las coyunturas y se aleja del simple efectismo. Algunos de ellos lo saben más que otros.
Juan Manuel Robles afirma que su novela parte de una vivencia suya, pero, conforme avanza la historia, su imaginación lo llevó a construir un entramado conspiratorio que se sumerge en las coordenadas del thriller. He allí una diferencia con las otras novelas mencionadas, en las que el aporte de la fabulación no aparece con esa potencia.
Pienso que la autoficción limeña es solo una etiqueta comercial. No se trata de ninguna corriente actual que esté en auge en la capital peruana. Nótese que todos los autores que mencioné han publicado en editoriales transnacionales, lo que explica la necesidad de una etiqueta clara que pueda ser captada por la mayor cantidad de lectores. Ello no impide que un autor como Francisco Ángeles, que ha publicado en editoriales independientes, también sea catalogado de esta manera, debido al tono confesional y autobiográfico que irradia su novela Austin, Texas 1979.
Pero hay quienes piensan que la autoficción es una corriente mundial y que también está presente en el Perú. Ricardo Sumalavia lo afirma en una entrevista realizada por Carlos Sotomayor: “No creo que se trate de modas pasajeras. Se trata más bien un momento de crisis en la construcción de la identidad del autor, del narrador y del protagonista. Para este tipo de narradores hay una desconfianza en la ficción pura actual”. Concordamos con Sumalavia en que la presencia del yo sea un rasgo predominante en la narrativa actual extranjera. Basta pensar en figuras mayores como J. M. Coetzee y Michel Houellebecq para confirmarlo. ¿Se trata, quizás, de un intento de los narradores limeños por emular esa tendencia?
Las conjeturas sobre las ambigüedades de la autoficción continúan y continuarán. Las etiquetas sobran y siempre son insuficientes. Lo importante es recordar que, cada vez que leemos una obra literaria, nos enfrentamos a la voz de otro hombre que, sean cuales sean sus recursos en la invención, nos cuenta una verdad interior que navega entre la revelación y el ocultamiento.
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