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Revista Ideele N°254. Octubre 2015En Magallanes, notable cinta escrita y dirigida por Salvador del Solar y uno de los picos del boom del cine peruano actual, el ex militar Harvey Magallanes recorre como taxista a destajo las calles de Lima y un día recibe como pasajera a Celina, una joven ayacuchana a la que reconoce de inmediato. Años atrás, cuando Magallanes servía en la zona de conflicto, Celina era “la ñusta”, una niña de 14 años retenida como esclava sexual por el jefe de su destacamento (el coronel Ormache, hoy ya en retiro y afectado por el mal de Alzheimer o la demencia senil).
El ex soldado se recuerda a sí mismo como el salvador de “la ñusta”, habiendo sido quien facilitó su escape tras el largo cautiverio. Pero ella, Celina, lo recuerda de otra forma. De hecho, es claro que Celina, quien ha rehecho su vida en Lima alimentada por la fantasía del emprendedurismo, preferiría no recordar en absoluto. Pero la irrupción de Magallanes en su espacio —su sola presencia la violenta al punto de asfixiarla, contrayéndole el cuerpo y deshaciéndole las palabras— la obliga a hacerlo. Magallanes le facilitó el escape, sí, pero lo hizo a cambio de favores sexuales, que él ha preservado como un momento romántico y ella como parte indistinguible de su victimización.
Así, la contraposición entre la obligación de recordar (Magallanes) y la demanda de no hacerlo (Celina) se complementa con la incompatibilidad de lo que ambos personajes recuerdan —uno en base al autoengaño, la otra por imposición ajena—, sin negociación posible. Pero hay más. En el intento por conseguir reparaciones para la (su) víctima, Harvey decide chantajear al hijo del coronel Ormache, Adrián, un joven y exitoso abogado, amenazándolo con hacer públicos los hechos. Cómodamente ubicado a un universo de distancia de los escenarios del conflicto y del endeble emprendedurismo de Celina o la carcomida, anómica pobreza de Harvey, Adrián también preferiría no recordar “la mierda que ustedes hicieron en Ayacucho” (la segunda persona del plural en su frase es clara y punzante). Pero como a Celina, aunque de modo distinto, la irrupción de Magallanes lo fuerza a hacerlo.
O, más precisamente, no la de Magallanes, sino la de Milton, otro exmilitar con quien Harvey se reúne y se emborracha por las noches. Si la memoria de Magallanes es falsa, la del coronel Ormache es imposible y la de Celina es escindida, la memoria de Milton es perversa: extraña, dice, la adrenalina y la aventura de su experiencia ayacuchana, que aparece como el momento central y definitorio de su identidad. Fracasado el intento de chantaje, Magallanes y Milton deciden secuestrar a Adrián por dinero; habiéndose quedado a solas con el abogado, Milton vuelve a poner en escena la violencia primaria que bulle en su interior (“te voy a enseñar lo que les hago a las terruquitas”) y tortura sexualmente a su prisionero.
De esta manera, Milton actualiza, de manera brutal, el objeto fijo de la memoria problematizada de los demás personajes, que deja así de ser solo un objeto del pasado que se recuerda transformado (o no) en discurso, para convertirse en un acto repetido, continuo, presente. Adrián, su nueva víctima, tiene ante sí la misma disyuntiva que Celina: recordar —articular con palabras lo sucedido— o no hacerlo, y como “la ñusta” opta por lo segundo. Confrontados finalmente los personajes centrales con la policía y el poder judicial, el abogado insiste en que a él “no le ha pasado nada”, liberando de esta forma a sus victimarios de toda responsabilidad penal, y más bien ofrece “compensar” a Celina por sus sufrimientos con una suma de dinero.
Es aquí que se produce la escena más comentada y celebrada de la película. Asumiendo súbitamente una severidad y una dignidad que no han sido suya a lo largo de Magallanes, Celina rechaza la oferta, la ayuda de Harvey y la intervención de la policía. Pero lo hace en quechua, su idioma nativo, que sus oyentes no entienden (y la mayor parte de la platea tampoco). Salvador del Solar ha explicado su decisión de no subtitular el discurso de Celina como una manera de representar la realidad del tejido social peruano: “no tenemos la capacidad de entender” a la mayoría de las víctimas de la violencia, ha dicho, y aunque los subtítulos hubieran podido tender un puente hacia los espectadores, lo cierto es que ese es un puente que, “como país, no nos hemos preocupado por construir”. Tiene razón, por supuesto, y de hecho el “nosotros” implícito en sus palabras lo confirma, delineando con un rápido trazo la topografía cultural en la que se inscriben producciones simbólicas como Magallanes. Pero la escena también sugiere una esencial incomunicabilidad de la experiencia de Celina en el espacio público peruano, y desarma con ello, en el contexto de su narrativa, cualquier posibilidad de reparación, compensación o legítima justicia.
Finalmente, es la propia Celina quien se encarga (ya nuevamente en castellano) de completar esta sugerencia. A su propia memoria escindida, a la memoria imposible de Ormache, a la memoria interesada de Magallanes, a la memoria perversa de Milton, Celina añade una nueva opción: “Mejor haz como el coronel”, le dice a Harvey poco antes de alejarse, presumiblemente para siempre. Su mandato, o al menos su recomendación —y la suya, no hay que olvidarlo, es en esta película la voz de las víctimas de la violencia—, es asumir voluntariamente el olvido, y es en última instancia esto lo que les permite a todos seguir con sus vidas.
Su mandato, o al menos su recomendación, es asumir voluntariamente el olvido, y es en última instancia esto lo que les permite a todos seguir con sus vidas.
La problematización de la memoria —y su eventual fracaso— es el eje en torno al cual se construyen los sentidos en Magallanes; en NN – Sin identidad, la película de Héctor Gálvez, el tema es la inestabilidad de la verdad y sus adjudicaciones. NN se concentra en presentar la labor de un equipo de antropología forense en la exhumación e identificación de restos de víctimas, y su núcleo dramático es el caso de Graciela y las contradictorias tensiones que éste genera para Fidel, el líder del grupo de investigadores. Graciela busca a su marido, quien desapareció muchos años atrás, en plena guerra interna, mientras hacía un viaje de trabajo; los restos que han encontrado Fidel y sus colegas —algunos huesos, prendas de ropa— podrían ser los suyos pero también podrían no serlo, y ese estado de suspensión de su identidad tiene un poder metafórico mucho más vasto que el sugerido por la (efectiva) simplicidad del relato.
Para Fidel, lo que termina estando en juego son los principios esenciales de su trabajo, que él miso enuncia en el transcurso de la película: hallar la verdad tal cual es utilizando para ello una metodología sistemática y axiológicamente neutral, y presentarla de esa forma a los deudos aunque ello les cause dolor o profundice su trauma. El valor fundamental de sus esfuerzos no es la solidaridad con las víctimas y sus familiares (aunque esa solidaridad se expresa en abundancia y es, lo entendemos claramente, una motivación clave), sino la reconstrucción histórica. Pero Fidel está llegando a un punto de quiebre, abrumado por la dureza de su labor y, sobre todo, por la enorme indiferencia burocrática con la que sus empleadores (el Estado peruano) enfrentan el tema.
En la resolución de NN, Fidel decide ocultar el indicio definitivo de la identidad de los restos hallados (según una prueba genética, no son los del marido de Graciela) y entregarlos a la familia, que puede de ese modo velarlos y cerrar su ciclo de búsqueda. Al final, no es la verdad sino la mentira la que produce, simbólicamente, la sanación del trauma —y también, es de imaginar, el retorno de la estabilidad emocional para el forense—, y el valor de la reconstrucción de “lo que pasó” queda subsumido por la funcionalidad que una versión tergiversada de los hechos, una ficción, pueda tener para los deudos.
Cabe anotar que, como en Magallanes, el terreno en el que aquí se plantean las nociones de verdad, memoria, e incluso responsabilidad está meticulosamente circunscrito al plano individual, e incluso al subjetivo; en la trama de ambas películas, el Estado es una presencia pero no un agente, y la narrativa —a pesar de la inmediata textura política de sus temas— se despolitiza siempre. Ni Magallanes ni NN admiten espacio para la acción colectiva, y ese dato es significativo en sí mismo para caracterizar su inscripción en el campo de la producción cultural peruana sobre los años de la violencia. Hay, sin embargo, una diferencia importante. En NN, no así en Magallanes, el proceso produce una adjudicación, y esta proviene de un funcionario del Estado (identificado, además, con marcadores sociales muy distintos a los de las víctimas y los deudos); aunque la verdad que construye sea distinta a “lo que pasó”, los instrumentos y la autorización para construirla siguen en manos de Fidel, y su control del discurso sigue siendo absoluto.
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La adjudicación de identidades históricas y la construcción de la verdad desde el discurso son dos de los temas centrales en los que insiste Los rendidos. Sobre el don de perdonar, el extraordinario libro de José Carlos Agüero publicado también este año. Los Rendidos hace, entre muchas otras cosas, algo que productos de la industria cultural como Magallanes y NN no pueden hacer (todavía): desestabilizar no solo la valencia de términos como memoria o verdad en el relato del conflicto, sino la de categorías como víctima o perpetrador. La necesidad de hacerlo se desprende de su propia biografía: Agüero es hijo de dos militantes senderistas asesinados extrajudicialmente por el Estado peruano, el padre en El Frontón en 1986 y la madre en una playa limeña algunos años más tarde, por un comando de la Marina. “Víctimas” y “perpetradores” a la vez, ellos ocupan un espacio casi imposible de nombrar en los discursos peruanos contemporáneos, y el libro de Agüero es una exploración sostenida de ese lugar —ese “páramo sin nombre”, dice— que nuestro lenguaje vuelve irresolublemente antinómico.
Agüero interroga el acercamiento que se produce desde los discursos académicos a la multiplicidad de las memorias del conflicto (incluyendo la memoria de los perpetradores) y encuentra en él una ausencia de “compasión”, en el sentido filosófico de sufrir con el otro. La intención de su cuestionamiento no es suspender las certidumbres morales, sino ponerlas en tensión y hacer borrosas sus fronteras: lo que se relativiza en Los rendidos no es el juicio como tal sino su tránsito al espacio público, su uso en la construcción de narrativas y discursos de la memoria a partir de un magma mucho más heterogéneo de experiencias reales, difícilmente comprensibles en un vocabulario continuamente forzado a las dicotomías.
Si películas como Magallanes y NN operan una despolitización de sus contenidos mediante el enfoque minucioso en el plano personal, subjetivo, el libro de José Carlos Agüero tiende a moverse en la dirección contraria: es la narrativa de una experiencia privada, pero una que —en virtud de su obligatoria inscripción como lenguaje— sucede necesariamente en un espacio público, colectivo, que a su vez tiene la forma de una crisis. Tampoco aquí la memoria es un terreno determinado y estable, sino un cúmulo de “momentos y necesidades”; tampoco aquí las identidades son axiomas fijos, sino constructos resultantes de una negociación que es política en su naturaleza..
Agüero, sin embargo, es mucho más atento al sustrato material que las palabras cubren. Como anoté, en Magallanes los efectos de la súbita irrupción de la memoria indeseada se alegorizan en el cuerpo de Celina (y las consecuencias de la violencia se alegorizan aún más en el cuerpo de su hijo, que permanece casi oculto). En NN, los restos del cuerpo físico y sus profundas ausencias representadas por la ropa vacía son el pertinaz nudo metafórico sobre el que se desenvuelve la trama. Los rendidos, a su vez, nos recuerda que la “construcción de la víctima” no es únicamente un proceso del lenguaje, sino que tiene su raíz generativa en el acto de violencia que destruye un cuerpo y somete una voluntad. Y en ese sentido, nos dice también, la víctima (ya sin comillas, y más allá de lo que nuestras construcciones discursivas hagan con el término) permanece.
Cabe anotar que, como en Magallanes, el terreno en el que aquí se plantean las nociones de verdad, memoria, e incluso responsabilidad está meticulosamente circunscrito al plano individual, e incluso al subjetivo
Algo más problemático es el constructo de la “inocencia”. He dicho que hay cosas que productos como Magallanes y NN todavía no pueden hacer, y una de ellas es cuestionar el paradigma que identifica, como una necesidad, al sujeto victimizado con el sujeto inocente. Tanto Celina como el esposo de Graciela son víctimas puras, y las narrativas que los acogen parecen requerir de esa pureza para funcionar. Los rendidos, interesado en cuestionar las bases conceptuales de la adjudicación de identidades en el discurso público, subvierte ese requerimiento. Y ahí reside la crítica que Agüero hace de otro libro reciente y fundamental para la construcción simbólica de la memoria del conflicto armado interno, Memorias de un soldado desconocido. Autobiografía y antropología de la violencia, de Lurgio Gavilán, publicado el 2012.
El texto de Gavilán es menos ensayístico, más cerradamente autobiográfico que el de Agüero, y narra la singular experiencia de su autor como niño combatiente en una columna senderista, luego como recluta en el ejército en la zona de combate, y luego como novicio en un convento franciscano. Gavilán, dice Agüero, tiende sobre “lo que pasó” una mirada infantil que le permite reclamar inocencia, limando las asperezas de las consideraciones morales y estableciendo su voz como la de un testigo, no la de un participante cómplice, con los hechos más terribles de la guerra convertidos solamente en “parte del paisaje”. La crítica es certera, pero también es injusta. El extraordinario relato de Gavilán tiene su mayor potencia precisamente en esa mirada testimonial, que en cierta medida demanda suspender los juicios morales pero no los imposibilita. En todo caso, si el proceso de construir identidades en el discurso es una negociación y un flujo, la entrada en él de Lurgio Gavilán fue, y continúa siendo, una expansión del campo desde el cual nos es posible negociar y continuar hablando. Una expansión, es decir, del terreno de la memoria peruana, y eso hace su voz invalorable.
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Estrechar el terreno de la memoria peruana es un riesgo que se corre siempre en la narrativa del conflicto, incluso cuando la intención es la contraria. Es lo que sucede, creo, con La distancia que nos separa, la autoficción publicada este año por Renato Cisneros. Ciertamente, el tema del relato de Cisneros no es la guerra interna. Se trata de una historia de familia, enfocada en su padre muerto 20 años atrás y en el devenir del autor y su subjetividad en torno a esa figura dominante y titánica. Pero el padre de Renato Cisneros fue un actor de gran importancia en la historia política peruana en los años inmediatamente previos al estallido de la violencia, y uno de los más significativos en los primeros años del conflicto: Ministro del Interior en el gobierno de Morales Bermúdez y Ministro de Guerra en el de Belaunde, el general Luis Cisneros Vizquerra (“el Gaucho”) lideró tanto la represión de opositores a la dictadura militar como el ingreso de las fuerzas armadas a la lucha contra Sendero Luminoso. Cisneros Vizquerra fue durante algunos años un emblema visible de la respuesta del estado peruano a la subversión, y es imposible desconectar su figura de aquellos horrores.
Su hijo, por supuesto, no intenta hacerlo. Su interés, en alguna medida paralelo al de Agüero, es el de relativizar al personaje, añadiéndole dimensiones desde una mirada personal, subjetiva y doméstica. Cosa que logra, en un relato compuesto con inteligencia y (al menos en su mayor parte) de alto valor literario. Pero lo logra, paradójicamente, a costa de cerrar el encuadre, revirtiendo los bordes del terreno político hacia temas psicológicos o construyéndolos como un relato de su propia, limitada experiencia de aquellos años, en los que era apenas adolescente. En las secciones en las que se ocupa del papel del Gaucho Cisneros durante los períodos previos e iniciales de la guerra interna, La distancia que nos separa pierde bastante de la profundidad que su drama familiar sí alcanza, y parece contentarse con un relato reporteril de la superficie de los eventos y las reacciones que éstos suscitan (en “la prensa de izquierda” o “la prensa comunista”, frases que ciertamente tienden a desmentir la textura post-ideológica de su narrativa). Con ello, deja pasar una oportunidad importante para la exploración, desde un ángulo distinto pero igualmente expandido hacia lo colectivo, las inestabilidades del discurso que llamamos “memoria”.
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Un ya nutrido corpus académico conecta los discursos al uso sobre la memoria, la verdad y la reconciliación —en particular los derivados del Informe final de la CVR— con prácticas artísticas y de memorialización presentes en el campo cultural peruano. En su interesante y valioso estudio Poéticas del duelo. Ensayos sobre arte, memoria y violencia política en el Perú, Víctor Vich incluso afirma que estas prácticas artísticas operan, en el terreno simbólico, la reparación a las víctimas demandada por la CVR, un mandato que el Estado peruano no ha sido capaz de cumplir. En una línea similar pueden entenderse lúcidas intervenciones recientes como Memory Matters in Transitional Peru, de Margarita Saona, o Art from a Fractured Past, de Cynthia Milton, entre muchas otras.
A contramano de estas versiones, Mario Montalbetti nos pide en su ensayo “El lugar del arte y el lugar de la memoria” considerar los puntos ciegos de la memorialización, su “lado perverso”: una “proclividad a la cosificación del recuerdo y a su consiguiente fetichización”, cuya promesa imposible es permitirnos saber “lo que pasó” sin fisuras ni restos reticentes a la representación. Aquí, dice Montalbetti, la memoria aparece desproblematizada, como un fin en sí mismo, y construye el objeto del recuerdo como un dato cerrado (y fundamentalmente ajeno, otro) para “dejar lo recordado en el pasado como una forma higiénica de no afectar al presente”. En contraposición a ello, Montalbetti propone el “lado cierto” de la memoria, que trae su objeto al presente para darle continuidad al proceso de construcción del sentido en vez de clausurarlo, y se mantiene atento al excedente no simbolizable del recuerdo (y a nuestra intensa voluntad de olvidar). Esa, dice, es la memoria que nos permite “retomar algo para poder seguir”.
Sería una exageración afirmar que productos de la industria cultural peruana como Magallanes y NN responden a ese llamado, pero sí es cierto que su problematización de nociones como memoria y verdad señala, 35 años después del inicio del conflicto armado interno y a 12 años de la entrega del Informe final, la construcción de un sentido distinto para esos procesos. Y lo hace, además, con los mismos materiales urgentes a los que otras prácticas simbólicas han recurrido en las últimas décadas, como la cosificación del cuerpo femenino y la violación sexual en el contexto de la guerra, o los objetos dejados por las víctimas de la violencia, exhumados junto con sus restos. Leídos en contexto junto a otros discursos desestabilizadores de nuestras certidumbres, como el de Agüero o el de Gavilán, e incluso (en negativo) el de Cisneros, estos objetos de la cultura nos están diciendo algo sobre nuestro recuerdo y sus mecanismos, y esa es una conversación que no debemos evitar.
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