Nota sobre Los rendidos

Escrito por Revista Ideele N°254. Octubre 2015

Confieso que me fijé en el libro de J. C. Agüero cuando escuché un número creciente de comentarios que convergían en la misma idea de que el libro tenía una forma extraña, no definida: parte memoria, parte diario, parte reflexión… El libro no obedece a un formato convencional y parece repartir, fragmentariamente, observaciones tan lúcidas como inusuales.

Mi interés por este tipo de textos (textos que según algunos “están mal escritos”) no es perverso; surge de un dato elaborado por A. Badiou sobre los “antifilósofos”: todos ellos tienen un terrible problema de expresión, de cómo decir lo que tienen que decir, que si bien puede devenir en gesto estético, desemboca directamente en un problema retórico. Parménides escribió un poema, Heráclito escribió en fragmentos, Nietzsche en aforismos, Wittgenstein en parágrafos, Lacan en ‘difícil’. Por supuesto, “escribir mal” no es lo mismo que escribir fragmentariamente, ni todo texto mal escrito incluye ideas importantes, ni, finalmente, quiero decir que Agüero sea un antifilósofo, pero… el dato persistente de parte de muchos de que había un serio problema de expresión y que este problema estuviera vinculado a hablar sobre Sendero Luminoso me llamó la atención y me brindó una puerta de entrada a su libro. Estas son, entonces, las preguntas: ¿Hay un problema de expresión y si lo hay en qué consiste? y ¿qué trata de abrirse paso que no podría abrirse paso si el libro no tuviera “mal escrito”?

Los problemas de expresión del libro son de dos tipos, uno prescriptivo y otro estructural. El primero alude a que, por momentos, el libro exhibe una cierta torpeza gramatical (“¿A cuánta gente mató mis padres?” p. 20) de la que en general se agarran los comentarios de que “está mal escrito”. Pero tales desviaciones de la norma prescriptiva son al final de cuentas ‘corregibles’ y no son verdaderamente relevantes. Más importante, hay un segundo tipo de problema de expresión que es decididamente teórico y en el cual quisiera fijarme. A este segundo tipo es al que creo que alude Agüero cuando señala que “hay trampas del lenguaje que nos hace difícil el acercamiento” (p. 38n).

La idea de que toda estructura es incompleta se ha vuelto moneda corriente entre nosotros. Desde que Russell, a comienzos del siglo XX, encontrara por lo menos paradojal la noción de “conjunto de todos los conjuntos” y desde que Saussure planteara muy poco después la idea de un sistema diferencial (es decir, la idea de estructura), la noción de que no existe “todo” comenzó a instalarse cómodamente en nuestras formas de pensamiento. Una manera de entender la falta de todo es asumir que siempre falta algo. Esa fue la dirección que eligió el psicoanálisis. Al elemento excluído en toda estructura, al elemento que falta, el psicoanalista J. Lacan lo denominó “éxtimo” (jugando con la intimidad exterior de dicho elemento: el elemento excluido le otorga consistencia a la estructura de la que no es parte).

Es por lo menos útil considerar este juego entre consistencia y exclusión. Por ejemplo, el “juego” democrático peruano es posible solamente si excluimos a Sendero. Pero el problema con afirmaciones como la anterior es que suelen reducirse a decir que como Sendero no es democrático no es parte de la democracia peruana. La pregunta interesante es si, a pesar de no ser democrático (o precisamente por no serlo) Sendero no le da consistencia a la democracia peruana misma. El sistema democrático peruano no ignora a Sendero (no lo forcluye dirían los lacanianos) sino que lo utiliza para darse consistencia, para declararse (verdaderamente) democrático.

Agüero tiene una teoría particular sobre el éxtimo político peruano que resulta muy interesante. No la explicita, no la formula en términos claros, pero surge como una idea que recorre su libro. Y surge esencialmente como una crítica lingüística. No se trata de una crítica lingüística técnica ni filosófica en el sentido profesional del término. Pero Agüero tiene intuiciones de gran perspicacia que tratan de ir más allá de la banalidad del discurso-del-periodismo y de la vacuidad repetitiva del discurso-de-los-derechos-humanos, más allá de lo que él mismo (ahora sí “escribiendo bien”) denomina las “performances banales de aparente comprensión” (p. 35) ¿En qué consiste esta crítica?

El libro no obedece a un formato convencional y parece repartir, fragmentariamente, observaciones tan lúcidas como inusuales.

Por un lado Agüero entiende, correctamente, que decir que Sendero es el éxtimo de la política peruana es decir demasiado poco; por otro, Agüero sospecha, como sospechan muchos, que hay algo irrepresentable en Sendero. Pero Agüero sospecha al mismo tiempo que también hay algo perfectamente representable. Lo representable está expresado en el informe de la CVR, en los testimonios, en obras culturales (plásticas, literarias, teatrales,…), en los comentarios que hacemos, desde varias posiciones, sobre los actos de Sendero. Hay que tener cuidado aquí con asignar representación a cualquier cosa. Por poner un ejemplo entre muchos, la mayoría de los comentarios escritos en el libro de visitas de Yuyanapaq (la muestra fotográfica de la CVR) no son representaciones propiamente. Las reacciones expresadas tales como “horror”, “que no se repita”, “criminales”, etc. son más bien reacciones ritualizadas o halagos emotivos. Es “lo que se debe decir” ante la evidencia presentada. Digamos que hacerse una imagen de Sendero a través de las fotografías no es pensar a Sendero. Y ese es, creo, uno de los puntos centrales del libro de Agüero.

Puesto de otra forma, el problema no es convenir en que, por ejemplo, el atentado de Tarata fue un acto execrable. O, para tal caso, no convenir en ello; alguien podría en principio justificarlo de algún modo. Todo esto pertenece a lo representable—y es en virtud de que algo así es perfectamente representable que lo condenamos y aborrecemos; o no.

Agüero añade con inteligencia que si bien lo representable puede ser indispensable y hasta necesario tampoco está exento de problemas, sobre todo del lado de los agentes y las víctimas (de todas partes) porque ninguno de ellos puede “detener el uso de una experiencia que aunque sea suya no les pertenece ya” (p. 37). Como dijo G. Deleuze, “Si estás atrapado en el sueño del otro, estás jodido”; eres víctima de una representación. Y esto último, el ser víctima de una representación, es el núcleo del problema de lo representable para Agüero. Luego de la muerte de su madre, Agüero toma un microbús, se quita las gafas y el mundo se vuelve “una mancha borrosa”. Entonces siente “el alivio más grande y concreto que he sentido jamás” (p. 42). El alivio que siente Agüero es el del fin de las representaciones: la mancha borrosa, amorfa y sin delimitaciones, disuelve las diferencias entre víctimas y victimarios, inocentes y culpables, imágenes y palabras. Pero este alivio es pasajero: las gafas tienen que volver a su sitio.

¿Qué es entonces lo irrepresentable?
Para Agüero—y éste creo que es uno de los aportes más singulares de su libro—lo irrepresentable es el lugar de la representación. El suyo propio. El de cualquiera. Lo que no podemos representar es el lugar desde el cual hablamos. Escribe Agüero: “No puedo colocarme desde fuera y describir simplemente…” (p. 50-1). Y no lo puede hacer porque falta algo. Continúa Agüero: “Falta mi parte” (p. 51). Pero no falta su parte como descripción “desde fuera” de su conducta, de sus pensamientos, de su necesidad de hablar, etc. Eso es el libro. Lo que falta es la imposible descripción del lugar desde el cual Agüero, en efecto, da su informe de parte. Una vez más, lo irrepresentable, lo que Agüero sabe que falta pero no puede llenar porque es estructuralmente imposible hacerlo, es el lugar de la representación. ¿No fue esta la conclusión más evidente del análisis de Foucault sobre Las Meninas, la “desaparición necesaria de lo que fundamenta” cualquier representación (cf. Las palabras y las cosas, Siglo XXI Editores, México 2008, p. 25)?

De paso, el problema central del Lugar de la Memoria (LUM) no es el conflicto entre las diferentes versiones de los hechos (la versión de los militares, de la CVR, de los senderistas, de los…) sino exactamente éste: el LUM no tiene un espacio desde el cual reconozca que el lugar desde el que muestra lo que muestra (cualquier versión) no es parte de la muestra, es irrepresentable. Sin ese punto ciego de la representación no hay trauma que no se avive.

Sí, podemos aborrecer y condenar el atentado de Tarata o lo podemos justificar y aplaudir, pero lo que ni uno ni otro puede hacer es representar desde qué posición lo dice. Lo que no podemos decir es la posición desde la cual decimos. No podemos representar al mismo tiempo algo y la posición desde la cual lo representamos. Agüero se coloca en esa situación precaria y se pregunta “¿Cómo se construye la legitimidad para hablar?” (p. 56). Si prefieren, cómo se piensa, cómo se representa, sabiendo que el lugar desde el que se piensa y se representa es él mismo irrepresentable. “Ser razonable” no es suficiente porque terminará siendo la razonabilidad del tecnócrata y “esa razonabilidad es estéril” (p. 66). Entonces, “Mi lenguaje no sirve” declara Agüero (p. 93). Nuestro lenguaje, este lenguaje, tampoco. El lenguaje con “terruco” adentro es inservible porque no nos permite pensar con seriedad (p. 103); es un lenguaje en el que deambulan fantasmas no-enunciables y por lo tanto no-sujetos. Ni sujetos de derecho, ni sujetos de pensamiento, ni siquiera sujetos gramaticales.

Agüero confiesa hacia el final que se ha pasado un “largo tiempo buscando un lugar legítimo para escribir” (p. 119). No sé si lo ha encontrado; tampoco sé si es posible encontrarlo. Y tampoco sé si la figura del perdón en la que Agüero se apoya inestablemente es la más adecuada si no se re-significa más allá del gesto retórico (cf. J. Derrida, El siglo y el perdón). Pero ser conscientes de la ausencia de dicho lugar, de su falta, debe ser el primer paso hacia su consecución y ése es uno de los méritos más notables de este libro que, felizmente, no tiene una forma reconocible o, como dicen, “está mal escrito”.

Sobre el autor o autora

Mario Montalbetti Solari
Lingüista y poeta. Licenciado en Literatura y lingüística en la Pontificia Universidad Católica del Perú. PhD en Lingüística por el Instituto Tecnológico de Massachusetts.

Deja el primer comentario sobre "Nota sobre Los rendidos"

Deje un comentario

Su correo electrónico no será publicado.


*