Confrontar la vejez

Escrito por Revista Ideele N°257. Febrero 2016

Novela: Desgracia [J. M. Coetzee]
La verdad y la resignación se juntan en proporciones iguales en el núcleo de esta frase: A cierta edad las personas ya no cambian. El anuncio de la vejez, y la dolorosa confrontación que surge de resistirse a ella, han sido un terreno fértil para el arte y son los andamios sobre los que está escrita Desgracia, la octava novela del sudafricano J. M. Coetzee. Una novela que, con enorme sobriedad, revela los conflictos de esta dura y a veces invisible batalla.

“Su temperamento ya no va a cambiar, es demasiado viejo”, anuncia el narrador desde las primeras páginas. Apenas unos párrafos más adelante asistimos plenamente a la historia del profesor universitario David Lurie, quién a sus cincuenta y dos años inicia una dura batalla por continuar siendo él mismo. Pero, ¿quién era Lurie? Un erudito que se había vuelto, por practicidad, profesor. Un profesor no muy prolífico que se aventuraba en la escritura de una ópera sobre el poeta Lord Byron. Un hombre dos veces divorciado que ocasionalmente se acostaba con una puta y que encontraba en el sexo uno de los pocos espacios de plenitud en la vida.

La trama de Coetzee está exenta de ornamentos. Cada hecho conduce a Lurie a una impostergable confrontación con el fracaso. Primero, su relación con Soraya, la puta, con quién desearía iniciar un acercamiento más allá de lo estrictamente laboral. Cuando lo intenta, la relación se corta de golpe. Fracasa también en el romance que inicia con Melanie Issacs, una de sus alumnas por la que luego afronta un juicio contra un comité disciplinario de la Universidad de Ciudad de El Cabo.

Pero, ¿a qué exactamente se enfrenta Lurie? El fondo de sus frustraciones es su camino hacia la vejez y su incapacidad a tolerarla. El deseo, o mejor dicho el juego del amor, ha sido una de sus mayores fuentes de goce, pero a su edad, este es cada vez más esquivo y él no está dispuesto a aceptarlo. El juicio en la universidad acaba con su renuncia y posterior autoexilio. Lurie decide entonces ir a visitar a su hija Lucy, en Grahamstown.

Alejado de su vieja vida, el profesor deberá acostumbrarse al campo: rutinas, personas y costumbres que él, en el fondo de su corazón, desprecia. Su hija Lucy es, en cierta forma, el reflejo de ese mundo y, por extensión, la encarnación de su fracaso como padre. Le gustaría que fuera, como él, una intelectual y no la hippie que un día decidió acercarse a esa vida del campo sudafricano en la que los blancos como ellos no son bien vistos. Grahamstown se convertirá en el telón social de la historia.

Por debajo de la trama principal, está la ópera que escribe Lurie acerca de Byron, un amante empedernido, que le dará a la novela un segundo nivel de lectura. Hasta cierto punto, será el escape de la vida pedestre del profesor. Borges solía decir que la ficción que anida en otra ayuda a imitar la realidad. La ópera de Lurie vuelve su tragedia un poco más digerible.

Salvo por un hecho violento, su vida no se aleja de lo usual. Podría, si fuera contada por una mano inexperta, ser apenas una anécdota un tanto trágica. Pero Coetzee nos lleva a ocupar vicariamente el papel de su personaje. ¿Cómo lo logra? Hay que destacar la construcción de personajes y de atmósferas. En ambos casos su función está estrictamente orientada a encauzar la trama. Los detalles que aparecen son guiados con mano de hierro por el narrador. No hay extravagancias de la escritura. No es, sin embargo, una narración alejada del todo de las costuras que distinguen a la novela moderna. El narrador, desde la primera página, parece estar a unos palmos de los principios morales del personaje y los hace suyos en varias momentos.

Hacia el final, ya aceptada la nueva vida en el campo, Lurie es otro. Encamina una relación con su hija, traza amistad con los amigos de esta y se siente cómodo en su nuevo trabajo: preparar perros que serán sacrificados. Su ópera, una comedia en realidad, no resulta del todo satisfactoria. Pero eso no lo frustra. Su confrontación muestra que ha sabido mirar el fracaso con otros ojos. Toca el banjo para los perros que pronto recibirán la inyección letal. En él ha obrado un cambio. ¿Qué vendrá luego? No lo sabemos. Queda la inminencia, esa sensación de vida que fluye que dejan las grandes novelas al concluir.

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