El universo en el hombre

Escrito por Revista Ideele N°257. Febrero 2016

La ciencia moderna propone una visión del hombre y el universo mucho más armónica que la de muchas religiones o filosofías. Esta acaba con el mito de que el hombre fue simplemente dejado a su suerte en el mundo, y más bien propone una relación íntima, en su composición y desarrollo, de su existencia y la del universo. “Somos una manera en que el cosmos se conoce a sí mismo”, solía decir el astrónomo estadounidense Carl Sagan. Un recorrido por los últimos descubrimientos de la ciencia nos permite atisbar, siguiendo la posta de Sagan, una respuesta a la pregunta esencial por excelencia: ¿De dónde venimos?

Uno de los principales pecados que hemos cometido a lo largo de los cuatro siglos de desarrollo de la ciencia ha sido creer que esta podría resolver todos los problemas de la humanidad a través únicamente de desarrollo tecnológico. A lo largo de los años, las reflexiones acerca de la naturaleza del hombre y de su lugar en el universo han quedado confinadas a círculos intelectuales reducidos, mientras que la tecnología, también producto de esas investigaciones, sí ganó un lugar preponderante en la sociedad.

El hombre moderno apuesta por la innovación tecnológica, pero es incapaz de advertir que en ella no radican las respuestas a sus frustraciones más esenciales: la tecnología, por sí misma, nunca será capaz de saciarnos. Nuestras necesidades biológicas, sí; las sociales, tal vez. Pero el ser humano es mucho más que un animal que lucha por sobrevivir: el hombre es, por naturaleza, un ser que busca no solo adaptar su entorno a él, sino también conocer su mundo interior.

Nuestra imposibilidad por responder a ciertas preguntas fundamentales nos ha llevado a percibir lo sobrenatural como una fuente poderosa de desarrollo espiritual. Gran parte de las religiones y doctrinas filosóficas son intentos por configurar la vida material como un medio para acceder a un plano elevado. Estas ideologías han logrado satisfacer espiritualmente a millones de personas y probablemente lo seguirán haciendo durante miles de años debido a la dificultad que existe en debatir acerca de aquello que, por definición, se encuentra fuera de la experiencia. En cualquier caso, nunca ha sido asunto de la ciencia el estudio de lo sobrenatural o del mundo interior del hombre y es tal vez por este motivo que la sociedad moderna suele verla como una construcción intelectual rígida y sin lugar para el desarrollo personal del ser humano.

Se trata, sin embargo, de una idea bastante alejada de la realidad. La física, en su afán por comprender las leyes del mundo natural, poco a poco ha ido revelando la historia del universo y, por extensión, la historia del hombre y de su lugar en este. La historia que ofrece no es una historia de cómo el hombre llegó al universo, sino una historia de cómo el universo llegó a transformarse en el hombre.

El origen de la realidad
La historia del universo inicia hace aproximadamente trece mil ochocientos veinte millones de años, en un fenómeno que hoy conocemos como el Big Bang. Cuando uno escucha la palabra universo, lo primero que nos viene a la mente son objetos brillantes que existen fuera de la Tierra y que hemos visto alguna vez en una imagen o un documental. Pero el universo es mucho más que eso: las luces filtrándose por la ventana en el último momento de la tarde, el apoyo incondicional de una madre a sus hijos y todo cuanto se llegue a vivir y soñar en este mundo lo conforma y debe su existencia a un solo fenómeno que ocurrió hace miles de millones de años. Esta distinción es importante por dos motivos: el primero es que nos permite entender que el origen del universo fue el origen no solo de los astros, sino también del mundo que nos rodea, de cada uno de los detalles de nuestras vidas e incluso de nuestras experiencias más humanas. El segundo motivo, tal vez aún más importante, es que nos hace ser conscientes de que todo, absolutamente todo lo que es parte de nuestras vidas, comparte el mismo origen.

La cosmología moderna nos ha enseñado que el universo comenzó con un tamaño millones de veces más pequeño que el de un átomo y desde entonces no ha detenido su expansión. Eso significa que en algún instante justo después del Big Bang el universo necesariamente estuvo contenido en un volumen no más grande que el de una ciruela: el universo entero cabía en la palma de una mano. Del contenido de ese diminuto volumen eventualmente nacerían no solo el sol y sus planetas, sino incluso aquellas galaxias que se encuentran a miles de millones de kilómetros de nosotros, en algún otro rincón oscuro del espacio. De aquella pequeña esfera también nacería el hombre: todos los seres humanos provenimos de ese diminuto volumen incandescente que existió hace millones de años instantes después del Big Bang.

El fin de la simetría
La primera etapa de la evolución del universo es conocida como la época de Planck, en honor al físico alemán Max Plack, uno de los padres de la mecánica cuántica. Por desgracia, haría falta una teoría cuántica de la gravedad, inexistente por ahora, para entender al detalle la complejidad del universo durante este periodo. En la actualidad existen varias teorías que buscan resolver este problema, entre las cuales se encuentran la teoría cuántica de lazos y la famosa teoría de cuerdas, pero nada está dicho aún y tal vez la nueva revolución científica venga de manos de una teoría nunca antes vista y tan revolucionaria que nos hará redefinir no solo las leyes actuales de la física, sino nuestra comprensión misma de la realidad.

 La sustancia fundamental de la que está compuesto todo nuestro cuerpo ha sido parte del universo por miles de millones de años y aún después de nuestra muerte seguirá siéndolo, tal vez, por toda la eternidad.

Aun así, ciertas especulaciones se pueden hacer con respecto a la época de Planck y actualmente se cree que durante este periodo las interacciones de la naturaleza se encontraban unificadas. Hoy, por ejemplo, sabemos que la fuerza electromagnética puede ser de atracción o de repulsión, como sucede en los imanes, mientras que la gravedad siempre es atractiva, lo cual indica que existe una diferencia fundamental entre ambas y que por lo tanto existe más de una forma en que la naturaleza puede interactuar. Hasta la actualidad se han descubierto cuatro interacciones fundamentales: la interacción fuerte, responsable de la atracción entre quarks y de la existencia de partículas complejas como los protones; la interacción débil, responsable del decaimiento radioactivo; la interacción electromagnética, responsable de los fenómenos eléctricos y magnéticos; y la interacción gravitatoria, responsable de la fuerza de gravedad y de la estructura del universo a gran escala; absolutamente todas las fuerzas en el universo se pueden expresar en función de estas cuatro interacciones fundamentales.

En la época de Planck no existían estas distinciones, el universo tenía tal grado de homogeneidad que todas las interacciones se comportaban como una sola y habrían estado gobernadas por una única teoría, conocida por los científicos como teoría del campo unificado y popularizada por los medios con el nombre de “teoría del todo”. Las distintas fuerzas que observamos hoy serían simplemente la forma en que esa única interacción fundamental se manifiesta bajo las condiciones actuales del universo.

La simetría que existió en los principios del universo rápidamente comenzó a romperse y las interacciones fundamentales comenzaron a diferenciarse a medida que el universo se enfriaba al expandirse: la primera en separarse del resto fue la gravitatoria al finalizar la época de Planck, seguida rápidamente por la interacción fuerte. Los cosmólogos creen que en este punto la energía del vacío del universo, hoy llamada constante cosmológica, llegó a ser tan intensa que dio inicio a un fenómeno conocido como inflación cósmica. Durante este periodo, el universo se expandió de forma colosal, aumentando su volumen en un factor de aproximadamente diez a la ochenta, es decir, un uno seguido de ochenta ceros, en un tiempo menor a una trillonésima de trillonésima de segundo. Finalizado el periodo inflacionario la fuerza electromagnética y la fuerza débil comenzaron a diferenciarse rompiendo así la llamada simetría electrodébil, la última que restaba entre las interacciones fundamentales; desde entonces, las cuatro interacciones tomarían las formas independientes que tienen hoy en día.

La sustancia fundamental de la materia
Finalizada la era electrodébil, el universo se enfrió lo suficiente para que las partículas fundamentales adquieran la propiedad que hoy llamamos “masa” a través de sus interacciones con el famoso campo de Higgs y en particular para que los quarks, constituyentes fundamentales de la materia, se puedan comenzar a enlazar por medio de la interacción fuerte y así formar partículas más complejas. Existen seis distintos tipos o “sabores” de quarks, cada uno con su respectiva antipartícula: up (arriba), down (abajo), charm (encanto), strange (extraño), top (cima) y bottom (fondo). Los quarks se pueden unir en grupos de dos o de tres para formar nuevas partículas llamadas hadrones, cuyas propiedades dependerán de los sabores de los quarks involucrados. Por ejemplo, los quarks up y down son los menos masivos y son los constituyentes de los protones y neutrones: el protón está formado por dos quarks up y un quark down, mientras que el neutrón por un quark up y dos quarks down. Además de los quarks, existen otras partículas fundamentales como los leptones, entre los cuales se encuentra el electrón, y los bosones, que incluyen a las partículas responsables de transmitir las cuatro interacciones fundamentales y al bosón de Higgs. Por increíble que parezca, desde el origen del universo hasta la formación de los protones, solo transcurrió un segundo.

Toda la materia ordinaria con la que interactuamos en nuestra vida diaria está formada fundamentalmente por átomos, por quarks y electrones: el sistema solar, las formas de vida sobre la tierra, la superficie sobre la que se escribe este artículo y hasta nosotros mismos somos distintas formas en que estas partículas se agrupan e interactúan. Los seres humanos somos, en esencia, un conjunto de quarks y electrones que comenzaron a existir en los primeros instantes del universo y que, debido únicamente a las fuerzas de la naturaleza, por un corto periodo de tiempo convergieron en esta región del espacio-tiempo para dar origen a nuestro cuerpo físico e incluso a nuestra conciencia.

Se cree que la ciencia moderna, al reducir al hombre a un sistema de partículas materiales inertes, lo transforma en un ser autómata, frío, privado de toda espiritualidad. Pero la base fundamental de la perspectiva científica es que los seres humanos no tenemos ningún privilegio con respecto al resto del universo. Aferrarse a la idea de que el hombre se encuentra por encima de las leyes de la naturaleza, si bien es cierto lo hace sentir elevado, al mismo tiempo lo arranca de la realidad y lo aísla del resto del mundo, dando lugar a preguntas innecesarias acerca del origen y significado de su existencia que casi siempre son respondidas recurriendo a algún evento sobrenatural.

Para la ciencia moderna, nosotros no fuimos colocados en este universo, nosotros somos una consecuencia natural de la existencia del universo. Somos el universo en sí. Las partículas de las que estamos hechos son las mismas que hacen brillar al sol. Las leyes físicas a las que estamos sujetos son las mismas que permiten volar a las gaviotas. Los procesos biológicos que dieron origen a nuestra especie son los mismos que dieron origen a las orquídeas. Incluso la historia misma del universo está impresa en cada uno de nosotros: como seres vivos probablemente existamos desde hace solo unas cuantas décadas, pero la sustancia fundamental de la que está compuesto todo nuestro cuerpo ha sido parte del universo por miles de millones de años y aún después de nuestra muerte seguirá siéndolo, tal vez, por toda la eternidad.

Ser conscientes de que los átomos de nuestro cuerpo alguna vez fueron parte de una estrella inevitablemente nos hace reformular nuestro lugar en el universo y lo extraordinario de la naturaleza humana: no solo existimos en este universo, el universo también existe en nosotros.

Un viaje desde las estrellas
Los átomos de los que está compuesto el ser humano y toda la materia del universo están formados por un núcleo muy denso, compuesto de protones y neutrones, y por cierta cantidad de electrones que se mantienen ligados al núcleo por medio de fuerzas electromagnéticas, de forma similar a como la Luna está ligada a la Tierra por la fuerza de gravedad. Cada elemento químico está caracterizado por la cantidad de protones en su núcleo, independientemente del número de neutrones presentes; por ejemplo, los más sencillos de todos, el hidrógeno y el helio, poseen uno y dos protones, respectivamente. Debido a su simplicidad, luego de que los quarks reaccionaron para formar protones y neutrones, aquellos dos elementos fueron los más abundantes en el universo y a lo largo de millones de años comenzaron a formar nubes gigantescas de gas en todo el espacio.

A medida que el universo continuaba expandiéndose y enfriándose, las nubes de hidrógeno y helio que se habían formado en las etapas más tempranas comenzaron a aglomerarse debido a la fuerza de gravedad, formando esferas gigantescas, miles de veces más grandes que la tierra, que se comprimían más y más a medida que pasaba el tiempo. Así como nuestras manos se calientan al frotarse, estas esferas gaseosas comenzaron a calentarse debido al rozamiento entre los átomos de hidrógeno y helio presentes y sus centros comenzaron a arder, alcanzando temperaturas de millones de grados centígrados.

Las altas temperaturas en los núcleos de estas nubes de gas provocaron que los átomos de hidrógeno y helio comenzaran a fusionarse entre sí para formar núcleos cada vez más pesados, un proceso que lleva el nombre de nucleosíntesis. En la actualidad existe una gran variedad de elementos químicos, cada uno con una cantidad distinta de protones: el carbono posee seis protones; el nitrógeno, siete; el oxígeno, ocho; y el número de protones de los elementos sigue aumentando a medida que el átomo se hace más pesado como es el caso del oro, que posee setenta y nueve protones. Ninguno de estos elementos químicos se formaron directamente por el Big Bang, todos ellos fueron fabricados en los centros de nubes incandescentes de hidrógeno y helio a medida que los átomos más ligeros se fusionaban entre ellos. Estas reacciones de fusión nuclear elevaron aún más la temperatura de las nubes gaseosas, las cuales poco a poco comenzaron a brillar y eventualmente se transformaron en aquellos astros luminosos que hoy llamamos estrellas. Las etapas tempranas del universo dieron origen a los protones y neutrones, pero fue en las primeras estrellas en donde se formaron los núcleos de todos los átomos que encontramos actualmente en la naturaleza y en donde se siguen formando aún en la actualidad.

A medida que las reacciones de fusión nuclear producen elementos cada vez más y más espesados, como el cobre o el hierro, el equilibrio entre las explosiones nucleares, que tienden a expandir las estrellas, y la fuerza gravitatoria, que tiende a comprimirlas, se hace cada vez más delicado y las estrellas comienzan a volverse inestables. Si la masa de la estrella es lo suficientemente grande, en un determinando instante esa inestabilidad provocará que la estrella colapse y se transforme en una supernova, liberando todo su contenido al espacio exterior en una explosión tan intensa que su resplandor puede incluso llegar a superar al de toda una galaxia. Es de esta forma en que los átomos más pesados que el hidrógeno y el helio son creados y dispersados en el universo: son cocinados a lo largo de millones de años a millones de grados centígrados y luego segregados al espacio en los últimos segundos de vida de sus estrellas progenitoras.

Los elementos químicos presentes en la Tierra no son la excepción; todos los seres humanos que habitamos en ella estamos compuestos mayormente por átomos que alguna vez, hace millones de años, fueron creados en el núcleo de una estrella ahora ya extinta: los seres humanos estamos hechos, literalmente, de polvo de estrellas. La naturaleza estelar de la humanidad es la conexión más directa entre el hombre y el cosmos y es probablemente uno de los más maravillosos descubrimientos de la astrofísica. Ser conscientes de que los átomos de nuestro cuerpo alguna vez fueron parte de una estrella inevitablemente nos hace reformular nuestro lugar en el universo y lo extraordinario de la naturaleza humana: no solo existimos en este universo, el universo también existe en nosotros.

Sobre el autor o autora

Saneli Carbajal Vigo
Físico teórico por la UNMSM. Magíster por la Universidad de Edinburgo. Doctor por la PUCP.

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