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Revista Ideele N°258. Marzo 2016Jacobo Rodríguez, Luis Grippa y Segundo Nico eligieron vivir en la naturaleza: los manglares de Amotape en Tumbes, los ríos de Pacaya Samiria en Loreto y el canto de las aves de Tambopata en Madre de Dios componen el cuadro de sus rutinas de trabajo. Son guardaparques de Sernanp y deben defender esas tierras de cazadores, taladores y mineros ilegales. La clave, reconocen los tres, radica en entender a la naturaleza. Parajes de fauna y flora únicos en el planeta dependen de ellos.
Si uno se adentra en la Reserva Nacional Pacaya Samiria por las aguas de uno de sus tres ríos es posible que, tras un determinado lapso de tiempo, lo aborde una sensación de suave aturdimiento: la vastedad del paisaje, el cauce aparentemente infinito del río y el cotilleo de los animales, puede dejar al visitante esa sensación.
Pero el guardaparques Jacobo Rodríguez es capaz de observar aquel paisaje, entregarse a la sana costumbre de la contemplación y no perder de vista el lugar por donde navega. Una curvatura en el río es información suficiente para él. “Si me dejaran en cualquier punto de la reserva, yo sabría cómo ubicarme. La conozco bien”, dice Jacobo.
Su vínculo con Pacaya Samiria, uno de los últimos rincones donde sobreviven especies como el lagarto negro y el lobo de río, es anterior a su más viejo recuerdo. La historia es imborrable: su padre gana en su juventud una plaza para vigilar la reserva, en ese entonces bajo la jurisdicción del ex Ministerio de Pesquería, y viaja desde Pucallpa junto a su esposa. Se instalan en el distrito de Bretaña, en el margen del río Pacaya opuesto a la reserva, y allí nacen Jacobo y su hermano. La vida transcurría con ese vago y agradable ritmo que prodigan los distritos pequeños y alejados de la Amazonía. “Nunca olvidé el cariño que mi padre le dio a este lugar. Creo que por eso mi hermano y yo nos hicimos guardaparques”, reflexiona.
Luego de la escuela, Jacobo y sus compañeros solían pescar en las orillas del río Pacaya. Algunas veces su padre lo llevaba a los puestos de vigilancia o le pedía que lo acompañe en los patrullajes. En aquella época, la caza y la tala eran actividades extendidas en la reserva, pues las comunidades indígenas participaban de ellas. Allí forjó Jacobo su primer aprendizaje. “Eran tiempos duros. Las mismas comunidades hacían tala o guiaban a los cazadores y pensaban que los guardaparques eran sus enemigos”.
Eso cambió en los últimos años y las comunidades se unieron a la lucha por la conservación. Hoy la vigilancia en la reserva está compuesta por once puestos de control, pero a ello hay que añadir un segundo nivel de vigilancia: los perímetros que ocupan las comunidades. Solo en las zonas de San Quilco y Manco Mori, territorio ubicado en los límites de la reserva, hay aún una fuerte presencia de taladores y cazadores.
Pacaya Samiria, a 220 kilómetros al sur de la ciudad de Iquitos, es la segunda Reserva Natural más grande del país con una extensión de más de 2 millones de hectáreas. Está formada por las cuencas de los ríos Pacaya, Samiria y Yanayacu-Pucate y contiene plantas, animales y ecosistemas distintivos de la selva baja.
El método que poseen los guardaparques para cuidar estas tierras es el patrullaje. La rutina de estos es similar a la de una carrera de postas: en el primer punto de la reserva dos inician la expedición en un bote deslizador a través del río. Pasadas cuatro horas, llegan al segundo puesto de vigilancia y allí se suman otros guardaparques al equipo. Ese proceso se repite en cada uno de los once puestos de vigilancia. El patrullaje regular dura dos o tres días y los patrullajes especiales, de los que suele participar la Policía, unos diez.
Jacobo ha participado de tantas intervenciones que le resulta imposible estimar un número. Pero recuerda claramente lo que ocurrió el 15 de agosto de 2007. Aquel día no presagiaba nada fuera de lo común. Jacobo se alistaba para cumplir con su rutina cuando lo sobresaltó una llamada: sus compañeros le dijeron que unos cazadores se habían infiltrado en la reserva. Hacía horas que una patrulla intentaba hallarlos sin éxito. Jacobo se sumó a la patrulla y siguieron río abajo. Tras una larga búsqueda, los encontraron extrayendo huevos de taricaya en una laguna. No eran más de ocho cazadores, pero estaban armados con machetes y no dudaron en atacarlos. Pasado el enfrentamiento lograron detenerlos, pero Jacobo recibió unos golpes en el brazo derecho. Nueve años más tarde, el recuerdo de aquel incidente ya no lo perturba, sino más bien fortalece su compromiso.
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En el último paraje de la costa norte del país, su labor se asemeja a la de detectives: vestigios y leves cambios en la fisonomía del terreno les indican dónde hallar a los taladores.
Más de 650 kilómetros al noroeste, en el Parque Nacional Cerros de Amotape (Tumbes), el guardaparques Luis Grippa se prepara para iniciar un patrullaje rutinario: ocho horas en las que atravesará a pie los bosques tropicales y bosques secos de manglares que componen ese territorio, en busca de los taladores ilegales.
Las jornadas en el Parque Nacional son largas y extenuantes, pues el clima desértico y el sol de aquella región próxima a la línea ecuatorial, son agresivos. Luis, ex estudiante de administración y funcionario de distintas dependencias en el gobierno regional de Tumbes, tardó en acostumbrarse a esas condiciones, pero 20 años en el cargo lo han convertido en uno de los mayores conocedores del oficio.
La estrategia en Cerros de Amotape es muy distinta a la empleada en Pacaya Samiria. Los guardaparques de este territorio deben rastrear, avistar y hacer las intervenciones solos. En el último paraje de la costa norte del país, su labor se asemeja a la de detectives: vestigios y leves cambios en la fisonomía del terreno les indican dónde hallar a los taladores. Cada patrullaje es una exploración en profundidad en donde la naturaleza les ofrece las pistas que necesitan. Luis puede decir que ha recorrido en su totalidad las más de 150 mil hectáreas que componen Amotape y sabe cómo encontrar esas pistas.
Los taladores, explica Luis, ingresan a la reserva por las trochas de Puerto Azul y Pitufo, abiertas durante un periodo en el que no había jurisdicción del Servicio Nacional de Áreas Protegidas por el Estado (Sernanp). Permanecen uno o dos días en un campamento y luego lo trasladan a otro punto. En los últimos años los taladores se han profesionalizado: pasaron de ser pequeños equipos de dos o tres a convertirse en grupos de ocho taladores. Van armados y en vehículos de tracción pesada. La especie más codiciada es el Huayacán, un árbol de madera sólida usado para hacer parqué que hoy ha desaparecido de las zonas limítrofes del Parque Nacional y lleva a los taladores a ingresar ilegalmente.
Antes de junio de 2015, las zonas limítrofes del Parque Nacional estaban bajo el cuidado del gobierno regional, pero este no hacía nada por impedir la expansión de la tala. “Era muy penoso ver que de acuerdo a la normatividad nosotros no podíamos intervenir. Felizmente esto cambió y ahora estamos recuperando las tierras”, lamenta.
La precaución en las intervenciones en Amotape es extrema. Cuando descubren campamentos numerosos, los guardaparques se limitan a vigilar y avisar a sus compañeros y a la policía. Una intervención apresurada podría ser muy peligrosa e inútil. “Estamos hablando de algo bien delicado. Antes eran solo pobladores que sí aceptaban su culpabilidad. Ahora son bandas organizadas”.
Luis nació en Tumbes pero durante gran parte de su vida solo conocía una pequeña porción del Parque Nacional. No sospechaba, cuando decidió sumarse al equipo de guardaparques, que llegaría a asimilar tanto este oficio que a sus 49 años la idea de ejercer algún otro le resultaría bastante lejana. Y es que, según dice, esa es una de las particularidades de ser guardaparques: las condiciones extremas, el alejamiento de la familia y el ritmo de vida te forjan una capa de experiencia única. “El trabajo del guardaparques es muy sacrificado. A veces perdemos fechas importantes como los cumpleaños de nuestros hijos”.
¿Cómo lidió con ello? Un recuerdo puede ser esclarecedor: un grupo de niños rodean a una maestra de escuela que señala dos fotos en la pizarra. En una de las fotos hay un mapa y en otra está el bosque de manglares. La maestra les explica que Cerros de Amotape es conocido mundialmente como un ecosistema único de aves y plantas de la costa norte del pacífico. Les explica que en todo el país no hay bosques como aquellos y, finalmente, les cuenta que unos hombres vienen de la ciudad de Tumbes a erradicar esas plantas tan valiosas. Los niños escuchan con atención y no tardan en lanzar la pregunta instintiva: ¿cómo se cuida este lugar? Es allí cuando la maestra, la hija mayor de Luis Grippa, piensa en su padre. Algunas veces el mismo Luis es quien da las charlas.
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Estamos ingresando a una guerra sin armas con los mineros ilegales. No podemos intervenir sin el apoyo de la policía o del ejército. Si no se hace algo lo más probable es que este año logren entrar a la reserva.
Mientras se adentraba en la selva de Tambopata (Madre de Dios) en busca de huevos de Taricaya junto a sus compañeros durante un taller de ciencia de la escuela, Segundo Nico ya barajaba la posibilidad de ser guardaparques. Se imaginaba bordeando las playas de arena blanca de los ríos y observando la caída de la niebla que corona algunas montañas. Se imaginaba contando a los turistas los récords de diversidad biológica que concentra Tambopata y aguardando con ellos la aparición de animales exótico. Se imaginaba defendiendo junto a las comunidades indígenas aquel paraje por donde discurre la cuenca del río Tambopata, un lugar único donde habitan caimanes, nutrias gigantes y guacamayos. “Uno nace con ese gusto por la naturaleza. Yo me formé en turismo, pero siempre me interesó todo lo relacionado a la conservación”, comenta.
De todas las posibilidades que Segundo imaginaba en aquel entonces, una que jamás cruzó por su mente fue que algún día presenciaría el asedio de estas tierras por la minería ilegal. Los mineros llegaron, recuerda Segundo, a fines del año pasado. Encallaron sus embarcaciones en las riberas del río Malinowski en los puntos A4 y A8 de la reserva y allí levantaron grandes campamentos. “Por la cantidad de embarcaciones calculo que deben ser más o menos tres mil personas”, estima.
Los mineros aún están en la zona limítrofe de la reserva, pero la contaminación ya comenzó a filtrarse. “Estar en el límite ya es afectar la reserva. De un momento a otro pueden entrar. El río ya está siendo contaminado”.
Segundo tiene razón: estar en el límite ya es estar dentro. Según un reciente reporte de Monitoring of the Andean Amazon Project, entre diciembre del año pasado y enero de este año la minería ilegal deforestó aproximadamente 20 hectáreas al interior de la reserva, más o menos el equivalente a 27 campos de futbol. La situación es crítica pues los guardaparques no tienen cómo enfrentar un problema de esta magnitud. No cuentan con el personal ni con el equipo necesario. “Estamos ingresando a una guerra sin armas. No podemos intervenir. Necesitamos el apoyo de la policía o del ejército”.
En estas circunstancias, explica Segundo, a ellos solo les quedan dos alternativas: observar desde la ribera opuesta el desarrollo de la minería ilegal en el río Malinowski y reportar el estado. Es decir, mantener un informe actualizado de cuánto han penetrado los mineros. La otra tarea que les toca es patrullar diariamente la reserva y tratar de evitar nuevas incursiones de los mineros.
Esta, confirma Segundo, es la primera vez desde su creación que la Reserva enfrenta un problema de tal magnitud. El ejecutivo, por medio del jefe del gabinete ministerial Pedro Cateriano, anunció a inicios de enero que se construiría una base militar en la zona conocida como “La Pampa” pero hasta ahora no se tienen noticias de ella. Este año la situación puede volverse más crítica. “Yo creo que para este año ya van a entrar a la reserva. No apoyarnos significa dejar la reserva a su suerte”.
La amenaza es latente en la Reserva de Tambopata. Cada día los guardaparques de esta zona aceleran sus funciones: concientizar, patrullar e intervenir. Eso es lo que pueden hacer, mientras esperan que en el gobierno tome la decisión de enfrentar este problema y salvar la reserva. Es una espera paciente y a la vez un poco resignada, pues la conservación parece estar lejos de ser una de las prioridades. Pero es lo que a Segundo le toca por ahora: describir el avance de la minería y ver con impotencia cómo peligra el lugar donde decidió construir su vida. Lamentar la indiferencia de quienes no oyeron el llamado de la naturaleza.
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