Crónica de un no voto

(Foto: Cecilia Mendez)

Escrito por Revista Ideele N°260. Mayo 2016

En las elecciones presidenciales peruanas del pasado 10 de abril, más de cinco millones de ciudadanos, es decir, el 22 % de electores hábiles, no votaron. Se trata de una cifra excesiva, que supera el ausentismo en primera vuelta en las elecciones del 2011 (16,29%) y duplica el del 2006 (11,29%). Soy una de esas cinco millones de personas. Pero no por voluntad propia. Lo que sigue es la historia de mi intento, frustrado, de votar en la ciudad de Los Ángeles, California. Sé que, como yo, miles y tal vez ciento de miles de peruanos y peruanas, dentro y fuera del Perú, regresaron a sus casas frustrados, después de haber pasado un domingo electoral haciendo colas en vano. Esta experiencia no debe repetirse.

En el barrio coreano de Los Ángeles se habla predominantemente el castellano. Allí los restaurantes coreanos se confunden bulliciosamente con otros mexicanos y salvadoreños, y la actividad comercial es grande. Entre la Octava Avenida y la calle Santa Catalina, se ubica el edificio de Robert F. Kennedy Community Schools, donde me tocó votar, en lo que terminó siendo la primera vuelta electoral de las elecciones presidenciales peruanas. Recorrí ciento sesenta kilómetros y dos horas para llegar hasta allí. Pero, después de otras dos horas y media haciendo colas, no pude depositar mi voto. Mi mesa, como tantas otras, nunca fue habilitada. Un ciudadanoa quien le tocaba votar en la misma mesa se tomaba selfies. Otros se angustiaban pensando en las multas, mientras yo, sin ocultar mi fastidio, preguntaba al personal del Consulado General dónde estaban los padrones con nuestros nombres y qué había pasado con nuestra mesa.

La organización fue caótica. Cuando llegué al local de votación, cerca de las diez de la mañana, había una cola de varias cuadras que no avanzaba. El despliegue policial era impresionante, pero adentro el colegio se veía vacío. Empecé a sospechar algo extraño al no ver casi nadie adentro mientras afuera multitudes no podían entrar. Entonces, mientras mis acompañantes me guardaban sitio en la cola, me acerqué a las puertas del local, que estaban cerradas con una reja y expresé a los custodios mi preocupación porque la cola no avanzaba. Un señora se acercó a la reja desde dentro y me explicó que estaban dejando entrar sólo a las personas con discapacidad, y preguntó, sin ocultar su molestia, si yo tenía una enfermedad. Me resultaba difícil entender esa lógica de no dejar entrar a nadie mientras no se presentara alguna persona con discapacidad. Otros ciudadanos también empezaron a preguntar qué pasaba y la respuesta de los celadores fue acusarnos de querer romper la fila. La indignación me llevó a simular una llamada telefónica de denuncia. Sólo entonces empezaron a dejar entrar a la gente, la cola comenzó a moverse.

Cuando por fin logré ingresar al local tuve que hacer otra cola, junto con otras personas que hacían colas paralelas formando una suerte de embudo hacia otra sección del colegio resguardada con una reja. Cuando después de unos cuarenta minutos logré pasar esa reja, me esperaba otra cola más larga en un patio donde habían dividido las colas por letras, según la mesa en que nos tocara votar. Se trataba de otro embudo innecesario porque todas las colas conducían finalmente a la misma zona del colegio donde estaban las mesas de votación, con lo que las múltiples colas no hacía sino detener innecesariamente el flujo de gente. Cuando por fin llegué a mi zona de votación, encontré varias mesas casi sin gente (confirmando lo absurdo de tanta cola) y otras clausuradas; entre ellas, la mía. Al recordarlo me vienen a la mente imágenes de la película de Tomás Guitérrez Alea, “La muerte de un burócrata”: no importa que sigas al pie de la letra las instrucciones, igual nada funciona y debes regresar al día siguiente. Sólo que para mí no habría día siguiente.

Luego de recibir explicaciones poco convincentes de un joven agente consular, me quejé con la misma Cónsul General, que se encontraba en el local. Ella me repitió lo que me acababa de decir aquel agente: que varias mesas no se habilitaron porque no se presentaron los miembros de mesa y nadie se ofreció de voluntario. Cuando le dije (eran aproximadamente las 12:30 p.m.) que me ofrecía, reafirmando lo que le había dicho a ese otro representante consular un poco antes, replicó que tenía disposiciones de la ONPE para no habilitar mesas después del mediodía. Además, agregó, al ver que una persona que ya había votado también se ofrecía de voluntaria, que igual no se podría hacer nada porque los voluntarios sólo podían servir en las mesas en donde les tocaba votar. Entonces le pregunté por qué no se juntaban varias mesas cuando no había voluntarios suficientes, como se hizo hace cinco años, y replicó que sólo podían juntarse mesas de números consecutivos.

Estas razones o quizá, más bien, sinrazones, nos dejaron a muchos sin poder ejercer nuestro derecho al voto. Algunos quedaron preocupados por las posibles multas. Otros, como yo, porque no pudimos votar por nuestros candidatos. En una elección con un segundo puesto tan reñido la sensación fue de impotencia. Camino hacia la salida del local, le sugerí a otra representante consular informar a los ciudadanos que hacían cola afuera sobre las mesas inhabilitadas. Ella asintió que se trataba de una buena idea, pero eso fue todo. Afuera no vi ningún aviso ni a nadie alertando a los votantes sobre las mesas no habilitadas. Lo que vi fue una cola de varias cuadras, mucho más larga que la que yo hice al entrar, con gente de todas las edades, muchos de quienes, con seguridad, se quedarían sin votar. Otros seguían llegando, sin saber lo que a muchos les esperaba.

En la Octava Avenida se habían apostado vendedores improvisados que ofrecían desde quepís con logo de Marca Perú hasta chocolates Sublime, Inca Kola, causa, papa rellena, cebiche y otras comidas típicas. Pero no tuve ganas de probar nada ni de hablar con la gente, como me gusta hacer.

Volví a casa pensando que si esto pasa en una de las ciudades más grandes de Estados Unidos, en donde vive una enorme cantidad de peruanos ¿cómo habrá sido la votación en otros lugares?

Comparando esta experiencia con la votación de hace cinco años en esta misma ciudad, las diferencias eran evidentes. Entonces, la votación se realizó en otro colegio, y de manera bien organizada. Las puertas del edificio permanecieron abiertas todo el tiempo, siendo las únicas colas las que se formaban adentro del colegio, en cada salón de clase, donde estaban las mesas de votación. Si tardé media hora en votar fue mucho. Y pese a que entonces fui personera, no escuché a nadie quejarse de no poder votar a causa de una mesa inhabilitada.

Estas razones o quizá, más bien, sin razones, nos dejaron a muchos sin poder ejercer nuestro derecho al voto. Algunos quedaron preocupados por las posibles multas. Otros, como yo, porque no pudimos votar por nuestros candidatos.

Por ello, cabe preguntarse, ¿qué está pasando con los organismos electorales este año? ¿Por qué el Consulado General del Perú en Los Ángeles no pudo organizar una votación más eficiente? ¿Por qué no se permite abrir una mesa después del mediodía cuando hay voluntarios y harta gente haciendo cola? ¿Cuál es la lógica de prohibir que se junten mesas de números no consecutivos cuando no se presentan suficientes voluntarios para miembros de mesa? ¿Es necesario terminar el proceso exactamente a las 4 p.m. cuando hay tanta gente que todavía hace cola para votar?

El Consulado General del Perú en Los Ángeles y la ONPE nos deben las explicaciones del caso. Es también urgente que se tomen las medidas necesarias para que esta situación no se repita el 5 de junio, en que se definirá la presidencia de la república. Por su parte, los analistas no deberían sobreestimar el ausentismo de la primera vuelta electoral. Pero admito que no es fácil saber qué tanto de ese “ausentismo” fue real, y que tanto fue provocado por la ineficiencia del proceso de votación. Esa información tendría que estar desagregada y ser pública, además, para no penalizar a quienes fueron a votar y se toparon con una mesa inhabilitada.

Los Ángeles fue sólo una de muchas ciudades fuera del Perú en donde los ciudadanos se quedaron sin votar por no encontrar sus mesas habilitadas. He sabido de al menos ocho ciudadanas peruanas que fueron a votar en California y otros estados como Florida y Carolina del Norte y, de esas ocho, sólo dos lograron votar. Lo(a)s otro(a)s tienen una historia parecida a la mía que contar.

Es imperativo que esta situación se corrija para el 5 de junio, en que lo que está en juego no es poca cosa, y la lucha será voto a voto.

Sobre el autor o autora

Cecilia Méndez Gastelumendi
Historiadora y profesora principal en la Univ. de California. Doctora en Historia por la Universidad del Estado de Nueva York. Profesora invitada en la Escuela de Altos Estudios de París y profesora asociada en la UNSCH.

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