Blanca Varela, hay que tener el don para entrar en la charca

Foto: AFP

Escrito por Revista Ideele N°263. Setiembre 2016

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Han pasado siete años desde que Blanca Varela (1926-2009) emprendió el hermoso viaje hacia el cielo de las grandes. En vida, fue desdeñosa con la fama, y, a pesar de eso, triunfó. La constatación de ese triunfo está en la difusión de su poesía, en la conmemoración de los 90 años del nacimiento de Blanca, porque hay que llamarla así, sin jerarquías ni respetos impostados. Hay que llamarla por su nombre, porque ahora es nuestra, forma parte de nuestra genealogía como escritoras, forma parte de nuestra filiación personal.

Mi lectura de su poesía ha cambiado con el paso del tiempo. Cuando empecé a escribir en los años noventa, me sentía desconocida en las voces de escritoras de la generación anterior: su escritura me parecía cursi y desbordada en relación con el cuerpo. Visto a la distancia, era lógico, eran mis predecesoras, y me correspondía confrontar mi escritura con la suya a través de una retórica más contenida: Blanca Varela estaba en mi altar. Con el paso del tiempo, mi escritura se ha vuelto densa, visceral, poco afecta a la contención, quizá no le hubiese gustado a Blanca. No, definitivamente, no. Aunque me queda de ella su impaciente y casi cruel interpelación de sí y de la confusa realidad. En este momento, podría decir que, estéticamente, estamos en las antípodas, así como lo estaban las jóvenes poetas de los años ochenta; no obstante, se vincularon con ella, que comenzaba a ser leída y rescatada por estas mujeres como parte de una historia literaria, de nuestra historia literaria.

Blanca Varela había permanecido en silencio desde la publicación de Canto villano (Lima, 1978), aunque con varias reediciones de su poesía, entre ellas: la publicación de Canto villano. Poesía reunida 1949-1983 (Fondo de Cultura Económica, 1986), que incluía algunos poemas de lo que sería posteriormente Ejercicios materiales (Campodónico, 1993); así, pues, comenzaba a ser leída por las jóvenes poetas peruanas. En ese sentido, la crítica literaria Susana Reisz escribió que “Blanca Varela […] pese a su vocación de soledad y a su tenaz atipismo, ha tenido un rol modelador en muchas de las poetas peruanas (y del resto del mundo hispanoamericano) posteriores a ella”. De la misma manera, Carmen Ollé entrevé en Canto villano “una oscuridad deliberada, distinta a la de sus primeros versos más elípticos y donde la realidad objetiva se criba cuidadosamente”, cuyas características se pueden observar en poemas como “Monsieur Monod no sabe cantar” o “Camino a Babel”, que la llevan a escapar de la mesura guardada como patrón de escritura. Y es justamente aquí donde las escritoras de aquella época han sentido la necesidad de proponer un nuevo referente dentro del canon nacional, un referente común, una genealogía menos alienante, quizá. Y, por supuesto, Blanca Varela no podía ser indiferente a ese gesto. Es por ella y por otras que nos precedieron, como Clorinda Matto de Turner , Mercedes Cabello, Magda Portal, entre otras, que las mujeres nos atrevemos a escribir hoy en el Perú, a hablar de otra manera –o, al menos, a intentarlo–.

Claro, es verdad, que la poeta quería ser como “ellos”, aquellos intelectuales que la rodearon, no podía ser menos: era orgullosa. En su lugar, nosotras hubiésemos hecho lo mismo. Se había educado alrededor de gente curiosa y brillante, como: Eielson, Salazar Bondy y Sologuren. Había hecho amistad con Westphalen y Arguedas, había conocido a Octavio Paz, quien prologó su primer libro: Ese puerto existe (1959), y a André Breton, por nombrar unos cuantos, pero también había conocido a Simone de Beauvoir, y, quién sabe, por allí un intento, el pequeño bicho de la revuelta. Ser la única mujer de esta generación le valió comportarse como un “verdadero poeta”; sin embargo, va mostrando un nuevo espacio de escritura luego de su largo silencio. Los años noventa serán su periodo más productivo: Ejercicios materiales (1993), El libro de barro (1993) y Concierto animal (1999), que nos muestran con impudicia el cuerpo y su decadencia.

Blanca Varela estaba en mi altar. Con el paso del tiempo, mi escritura se ha vuelto densa, visceral, poco afecta a la contención, quizá no le hubiese gustado a Blanca. No, definitivamente, no.

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A pesar de la tensión de su poética, o quizá por ello, no pudo eludir el tema de la maternidad, tanto la suya, como la de ser hija: El primer poema que abre Valses y otras falsas confesiones es el ejemplo más contundente de esto último: “no sé si te amo o te aborrezco”. La maternidad y la nación vistos desde su lado doloroso y tierno, esa constante tensión, son lo que supo transmitir en cada uno de sus versos: “No sé si te amo o te aborrezco/porque vuelvo/solo para nombrarte desde adentro/desde este mar sin olas/para llamarte madre sin lágrimas/impúdica amada a la distancia/remordimiento y caricia/leprosa desdentada mía”.

En ese sentido, permítaseme hacer una pequeña disgresión sobre un poema que siempre me ha atraído y cautivado a través del tiempo: “Casa de cuervos” , poema fundamental sobre el tema de la maternidad y el cuerpo, insertos dentro de la poesía peruana contemporánea.

Poema corporal, ajuste de cuentas con aquellos que querían ver en Blanca “nada más y nada menos que un poeta, un verdadero poeta” , apareció en Ejercicios Materiales (1978-1993), pero ya antes había sido publicado en la revista Hueso Húmero 4 (1980). El desgarramiento de aquello que se pierde, de aquello que se da desde dentro, es una experiencia que pone a la mujer frente a sí misma, a su propio cuerpo. En muchas de ellas, puede significar la puesta en cuestión o ruptura radical con el sentido de la vida, tanto si asumen su condición materna como si no. La maternidad siempre es una posibilidad inquietante, algo sobre lo que hay que decidir en el mundo moderno. Así como la imposibilidad de ser madre o la decisión de no serlo ponen en cuestionamiento una normativa sobre el cuerpo de la mujer.

La cuestión animal es un tema que bulle en la poesía de Blanca Varela: “soñé con un perro desollado”, “soy un animal que no se resiste a morir”, “el reptil se despoja de sus bragas de seda”, “y de pronto la vida/en mi plato de pobre/un magro trozo de celeste cerdo”. Y la maternidad tiene algo de instintivo y animal. Sentimiento aprendido de nuestras madres y abuelas desde la infancia. Varela quería quitarle el lado “rosa” a la maternidad, inquietarnos con una visión desnuda. Aquí la casa es de cuervos. La maternidad acechando el lenguaje, la poesía incitando a esa inquietud, a cierta justicia poética: si se hereda la náusea o la asfixia, entonces, no hay queja posible.

La maternidad, como lo dice ella misma, es el quiebre, el espacio fundacional de esa nueva identidad que va a significar para ella esa experiencia. En una entrevista con Roland Forgues confiesa:

¿Sabes cuándo mejor me comunico? Cuando tengo hijos. En el momento en que tuve hijos, supe que ya no estaba sola y que ya no podía confinarme dentro de mí misma. Ya había salido de mi mundo interior. Te diré que hasta aquel momento me sentí un poco angélica, me desesperaba de la realidad y de los otros… Cuando tuve mis hijos, ya no pude: comuniqué seguramente con los otros. La maternidad me hace aceptar mi feminismo, me hace aceptar que soy una mujer. Antes no lo había aceptado; yo quería ser una persona absolutamente asexuada. Con mi responsabilidad de madre, nace otra persona (Forgues 2004: 89).

Sin embargo, ya en una reseña suya aparecida en la revista Amaru, en 1968, sobre el libro de la narradora argentina Tutuna Mercado titulado Celebrar a la mujer como una pascua, Blanca Varela hace una reflexión sobre su condición de mujer y la expresión de esta dentro de la literatura; temas considerados, en ese momento, poco importantes y sin ninguna trascendencia, y que la poeta pone en cuestionamiento:

Más que el acierto de tal o cual relato lo que nos interesa especialmente en Celebrar a la mujer […] es la actitud de su autora frente a su propio mundo y cómo consigue convencernos, con medios tan honestos y personales, de que ese es el “mundo”. Su unidad de medida es el alma femenina, algo considerado desde siempre como frágil, pequeño y débil; algo que no se usa comúnmente para mensurar en términos de igualdad el mundo de las ideas ni el de los actos (Varela 1968: 95).

Quizá conceptos como el del “alma femenina” a la luz de la teoría de género actual podrían generar un debate acalorado entre las estudiosas del mismo. Se trata de términos vagos y ciertamente algo inocentes como para definir a una mujer (si es que cabe una definición de “ser mujer” en estos tiempos). En realidad, lo que me interesa subrayar en la reseña es que Blanca Varela intuye o sabe que hay algo injusto en este mundo, y es que lo “femenino” o el mundo de las mujeres ha sido subordinado siempre a una visión desde lo masculino como universal y válido, y como el lugar desde donde se mira y se piensa el mundo político, cultural y económico.

Si volvemos a la imagen del poema, “Casa de cuervos” es ese posicionamiento del sujeto que es capaz de convertir la experiencia materna en una manera de ver la vida desde lo “femenino” si se quiere, para poner en valor aquello que es considerado como “frágil, pequeño y débil”. Varela ha sabido imprimirle a ese acto único, particular e irrepetible, un valor universal vinculado a temas como el amor, la soledad y el abandono, temas profundamente humanos y de gran vulnerabilidad para el sujeto. La maternidad es algo que nos concierne a todos, en tanto somos hijas(os) de una mujer. Estamos en un lado o en otro de la vida, pero para el que sufre la pérdida, para el que se despoja de aquello que le ha dado sentido durante nueve meses (en mi caso durante siete: mi madre no pudo más), no queda sino el duelo que sigue a ella:

y tú mirándome
como si no me conocieras
marchándote
como se va la luz del mundo
sin promesas
y otra vez este prado
este prado de negro fuego abandonado
otra vez esta casa vacía
que es mi cuerpo
a donde no has de volver

El cuerpo es el recipiente, la materia que se transforma. La herencia corporal dada al hijo se plasma en carencias: “tu náusea es la mía/la heredaste como heredan los peces/la asfixia/y el color de tus ojos es también el color de mi ceguera”. La culpa por este mundo repleto de injusticias y fealdad atormenta al sujeto: “porque te alimenté con esta realidad/mal cocida/por tantas y tan pobres flores del mal”. La respuesta del hijo es dejarla sola, condenándola al vacío. Así, el cuerpo se convierte en esa casa vacía, abandonada; y el yo se expone a una situación de fragilidad y precariedad insoportables: “juegas con mis huesos” o “a lo que quieras por una mirada tuya que ilumine mis restos”. El poema es una vuelta de tuerca a una serie de mandatos con que las mujeres hemos sido educadas acerca de la maternidad: el sacrificio, la alegría, la incapacidad de sentirnos vulnerables ante este hecho; la posibilidad de sentir confusión.

En el poema, el rechazo del hijo se hace insostenible a la vez que se reconoce la imposibilidad del retorno, pero cierto deseo “utópico” recorre todos los versos. La tragedia del sujeto materno es ser plenamente consciente de que esa falta (ausencia) no tiene remedio. Y, sin embargo, como hijos añoramos el regreso al vientre materno: paraíso, bien perdido. Nuestra vida puede que sea el eterno simulacro de esa hermosa metáfora. La poesía sirve para algo entonces. Es una utopía a la que todavía se puede acceder.

Blanca Varela empezó su escritura siendo solo “un poeta”, como diría Octavio Paz, pero luego se dio cuenta de que no podía ser solo eso: era también mujer.

3. Final

Alguna poeta joven me dirá y tal vez con razón: “Victoria, pero somos simplemente escritores, no existe género en la poesía”, y yo le diré que sí, pero no, que todavía nos falta mucho en este país.

Blanca Varela empezó su escritura siendo solo “un poeta”, como diría Octavio Paz, pero luego se dio cuenta de que no podía ser solo eso: era también mujer. Si se acepta estar en el terreno de la poesía escrita por mujeres, se entra en un camino pedregoso de múltiples limitaciones, pero, si se es mujer y una se define como solo un escritor o un poeta, de alguna manera está desligándose y negando a muchas otras voces que han sido oprimidas y relegadas al silencio, que fueron humilladas y exiliadas. Y es por aquellas voces que hoy estamos aquí celebrando a Blanca Varela. Hay gestos políticos necesarios.

Es verdad que la poesía en el Perú tampoco es el espacio más visitado por la literatura últimamente. En realidad, cada vez va ocupando un espacio más reducido, pero, simbólicamente, sigue siendo un espacio poderoso de enunciación. Se es poeta en el Perú a pesar de las consecuencias. Desde un punto de vista político, podríamos decir que el sistema ha triunfado: los poetas siguen muriendo lejos, pobres y solos, desamparados del Estado (peruano). Después de todo, no debería extrañarnos: es casi el final que debe experimentar la gran mayoría de peruanos. Y, sin embargo, los poetas siguen allí, a pesar de la banalización y marginación que la ideología y la economía actuales pretenden imponer. Están allí: han vencido a su modo y están prestos a la escritura. En el caso de Blanca, esa escritura se ha hecho, la mayor parte del tiempo, desde la elucubración ardiente del silencio. Ya lo escribió en Concierto animal: “se necesita el don/para entrar en la charca”. También se necesita el don para salir de ella. Blanca lo tuvo.

Blanca Varela no fue una feminista. Fue una mujer que trabajó, escribió, rio y vivió según una ética y una estética propias, pero no invariables. Vivió en Paris, Washington, Nueva York y luego volvió su país natal; viaje real e introspectivo que le serviría para madurar personal y creativamente. El 12 de marzo de 2009, Blanca hizo otro viaje, quizá el más importante de todos: su regreso al vientre materno, madre, tierra, casa vacía. A nosotras, nos heredó su poesía.

Nadie nos dice

Nadie nos dice cómo
voltear la cara contra la pared
y
morirnos sencillamente
así como lo hicieron el gato
o el perro de la casa
o el elefante
que caminó en pos de su agonía
como quien va
a una impostergable ceremonia
batiendo orejas
al compás
del cadencioso resuello
de su trompa
sólo en el reino animal
hay ejemplares de tal
comportamiento
cambiar el paso
acercarse
y oler lo ya vivido
y dar la vuelta
sencillamente
dar la vuelta

De El falso teclado, 2000

Sobre el autor o autora

Victoria Guerrero Peirano
Escritora. Doctora en Literatura Hispanoamericana por la Universidad de Boston y magíster en Estudios de Género por la Pontificia Universidad Católica del Perú. Directora de la editorial Intermezzo Tropical. Autora de la novela "Un golpe de dados: Novelita sentimental pequeño burguesa", la no ficción "Y la muerte no tendrá dominio" y el poemario Berlín.

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