Escrito por
Revista Ideele N°263. Setiembre 2016En un mundo que cambia de manera acelerada y en el que la formación en educación superior es un asunto fundamental para el desarrollo de un país, es justo reconocer que la ley 30220 del año 2014 fue, en términos generales, una mejora en relación con la situación previa en la que coexistían varias normas legales superpuestas sobre la anterior ley 23733, del año 1983.
Las dos principales virtudes de la nueva ley han sido, a mi entender, el ordenamiento legal en un solo cuerpo y la creación de una superintendencia que tenga la función de velar por buena la calidad de las instituciones universitarias. Una tercera virtud de consideración, podría ser la puesta en marcha del sistema de votación universal para la elección de rectores y decanos, instrumento que permite romper con grupos de poder que, en base al clientelismo, se apoderan del control de las universidades per saecula saeculorum. Sin embargo, este sistema ha quedado limitado al aplicarse únicamente en las universidades públicas. Además, aún es pronto para ver si se presentan posibles efectos perniciosos manchados por el populismo u otros intereses extracadémicos.
El reconocer la conveniencia de la dación de la ley 30220 no impide señalar una serie de gruesos errores que considero necesario corregir y que presentaré en las siguientes líneas.
La primera falla a destacar es que con la ley se propone un supuesto modelo ideal de universidad y más bien es producto de una diversidad de creencias, visiones particulares y desconocimiento en la materia por parte de los legisladores, los cuales llegaron a una solución de compromiso, urgidos por aprobarla antes de que se cerrara la primera legislatura ordinaria del 2014.
En la nueva ley se observan trazas de visiones medievales, modernas y contemporáneas; de influencias de la universidad francesa y alemana del siglo XIX y de la norteamericana del siglo XX, así como interferencias contaminadas por intereses comerciales. No se observa que se hayan evaluado cuáles son las tendencias de la educación universitaria en el mundo y que en base a ello se plantee un modelo que nos conduzca la transformación para mejor de las universidades en el Perú.
Se observa una vocación reglamentarista excesiva y nociva para el desarrollo del sistema. Llama la atención que se dediquen 3 páginas de las 16 del texto principal a la creación de la Superintendencia Universitaria (SUNEDU) y a la definición de sus funciones. Destinar el 18% de la ley a determinar el modo de actuar de una entidad que recién se crea y que necesita de un tiempo para adaptarse a la realidad es un exceso dañino, tanto para el sistema universitario como para la propia superintendencia, la cual puede terminar ahogada por la obligación de cumplir con lo fijado por la ley.
Los Capítulos II y III de la ley, que tratan sobre la creación de la SUNEDU y establecen cómo ésta se organiza; las funciones que debe cumplir; sus procedimientos y luego establecen las exigencias para la creación y licenciamiento de las universidades, son tan minuciosos, que, para cumplirlos a cabalidad con las más de 140 universidades existentes en el país, la SUNEDU precisaría de un ejército de cientos y posiblemente miles de funcionarios, situación que estemos seguros, jamás será financiada por el Presupuesto Nacional.
Un grave error cometido al crear la SUNEDU fue la eliminación de la Asamblea Nacional de Rectores (ANR) como si fueran instituciones incompatible. Es necesaria la existencia de una entidad que reúna regularmente a las instituciones universitarias y facilite el intercambio de información, la difusión de buenas prácticas y los acuerdos bilaterales o multilaterales. Bastaba con limitar las funciones de la ANR y crear la SUNEDU con objetivos claros y precisos como una organización neutra, independiente del poder político y de los intereses académicos orientada por la calidad basada en la mejora continua.
Los artículos 3, 5, 6 y 7 que definen supuestamente definen los que es la universidad, sus principios, fines y funciones son excesivamente detallistas y líricos. Hubiera bastado revisar el Diccionario (RAE) para encontrar que la universidad es una “Institución de enseñanza superior que comprende diversas facultades, y que confiere los grados académicos correspondientes. Según las épocas y países puede comprender colegios, institutos, departamentos, centros de investigación, escuelas profesionales, etc.”. El propio diccionario describe la etimología de la palabra universidad la cual proviene del latín Universĭtas, que tiene relación con ‘universalidad, totalidad’, ‘colectividad’, ‘gremio, corporación’. En el medioevo, la palabra universidad era utilizada para denominar a los gremios. La Universidad era un gremio de docentes y alumnos que se reunían para enseñar y aprender. Con el tiempo este gremio tan particular se apropió del término Universidad.
De acuerdo con las necesidades de la sociedad actual, la principal función de las universidades, debería ser la de formar personas con conocimientos y competencias suficientes como para que al término de sus estudios puedan dedicarse, con libertad de elección, a las actividades que sean de su principal interés y gusto.
Cada universidad debería poder decidir con mayor flexibilidad, sus principios, fines y funciones y los alumnos podrían escoger a las universidades que mejor se ajusten a sus intereses. Es válido que haya universidades enfocadas en la formación y universidades enfocadas por la investigación y la innovación y cada una debe evolucionar con libertad y ajustándose a los cambios en la sociedad y en el mundo. Regular en exceso genera distorsiones y coloca camisas de fuerza perjudiciales para todo el sistema.
Las definiciones de lo que son las Facultades, los Departamentos, las Escuelas, la duración de los Estudios Generales y los estudios de especialidad; los requisitos para determinar cómo obtener el grado de Doctor (Art. 32 al 45), se establecen con una precisión discutible, innecesaria y que merece ser reducida y flexibilizada.
A pesar de haber sido cuestionado desde hace varias décadas, se insiste en que las universidades, en nombre de la nación, otorgan los grados académicos de Bachiller, Maestro, Doctor y los títulos profesionales que correspondan (Art. 44). Cada universidad debe hacerse responsable de los grados y licencias que ofrece y no ampararse en una ley para otorgarlos “a nombre de la nación”. En el mismo sentido, las licencias para el ejercicio de la profesión, ¿por qué las da la Universidad? El estado debe tener otros mecanismos para el otorgamiento de licencias y la universidad debe dedicarse a su función y por ello encargarse de dar certificaciones y grados académicos.
Cada universidad debería poder decidir con mayor flexibilidad, sus principios, fines y funciones y los alumnos podrían escoger a las universidades que mejor se ajusten a sus intereses.
Abundan las declaraciones líricas y poco realistas, como en el caso de la creación de fondos para el financiamiento de investigación sin especificar la fuente de estos fondos (Art. 49); la coordinación permanente con los sectores público y privado, sin explicar cómo se logrará la coordinación (Art. 51); la creación de incubadoras de empresas, sin aclarar cómo se podrán sustentar y sostener (Art. 52); la creación de la categoría de docente investigador (Art. 86), que debería ser potestad de cada universidad según sus fines y objetivos; la abundante e innecesaria descripción de lo que son los docentes y los estudiantes, sus derechos y obligaciones y mecanismos de ingreso (Art.79, 87, 88, 97, 98, 99 y 100).
Un tema poco debatido pero que roza la inconstitucionalidad por ser discriminatorio, es el que establece como requisito para ser representante estudiantil en los diversos órganos de gobierno, el alumno debe ser parte del tercio universitario superior (Art. 103.). Si bien se entiende la intención de impedir la existencia de dirigentes eternos, esta medida no tiene un sustento democrático y si fuera correcta debería dar pie a que en el Congreso de la República, para ser elegido parlamentario, se pusiera como requisito haber pertenecido al tercio superior a lo largo de su vida estudiantil.
Al indicar cuáles son los requisitos para ser Decano de una Facultad (Art. 69), se establece que uno de ellos es que este debe tener grado de Doctor o Maestro en “su especialidad” (Inciso 69.3). En una Facultad cuya función sea formar bachilleres y licenciados, más no maestros ni doctores, ¿cuál es la necesidad del grado solicitado en la ley? En una Facultad que ofrece varias especialidades, ¿cuál de esas especialidades es la que debe tener el decano? ¿Y si el Decano ha sido formado y graduado con otra denominación de las que se ofrece en la Facultad, pero que es totalmente compatible con los estudios que se ofrecen? Para colmo, como no es posible hacer distinciones sobre el origen de los grados y los títulos, un Doctor formado en una universidad de categoría poco reconocida, puede deshacerse de adversarios de menor grado académico, formados en una excelente universidad o mejor calificados para el cargo, pero que no sean reconocidos como “de la especialidad”. Estos requisitos limitan notablemente la posibilidad de que los electores puedan tener una amplia gama de posibilidades de elección y así puedan buscar a la persona más competente para ocupar el cargo y no al candidato más cargado de honores académicos.
Un tema crítico y que merece una pronta corrección es el relativo a los requisitos para el ejercicio de la docencia (Art. 82), que señalan que es obligatorio para enseñar en el pregrado, el tener el grado de Maestro y que para enseñar en las maestrías o programas de especialización se debe poseer el grado de Maestro o Doctor.
Al legislar de esta manera se muestra un desconocimiento supino de la realidad universitaria, de las necesidades de formación de las personas y de las tendencias en la educación. Con este artículo se aleja de las aulas universitarias a excelentes licenciados; a personas expertas en su materia, con experiencia de trabajo real fuera del mundo universitario (lugar en el que van a laborar la gran mayoría de egresados) y se aleja a la universidad del entorno. ¿Con esas condiciones se le otorga a las universidad para licenciar a los que van a ejercer una profesión?
En el Capítulo XII, aparecen dos perlas sorprendentes. La primera es la creación de un nuevo concepto contradictorio, el de las universidades privadas de “forma societaria” (Art. 115)
El término inventado de “universidad societaria” es una contradicción. Los legisladores han creado un oxímoron. Una universidad, en esencia es una comunidad de maestros y graduados. La propia ley indica que es “una comunidad académica orientada a la investigación y a la docencia…” (Art. 3) y por tanto no debería existir la universidad empresa Pero claro, la realidad es que de acuerdo al D.L.882 de 1996 se permitió la creación de instituciones universitarias con propietarios y sería un absurdo pretender eliminarlas. La solución en esta nueva ley pasaba por permitir la existencia de instituciones privadas societarias, supervisadas por la SUNEDU, que recibieran otra denominación diferente, como las de Colegio o Escuela de Estudios Superiores y que pudieran ofrecer estudios superiores a nivel de posgrado y maestrías de corte profesional, pero no maestrías académicas ni doctorados.
La intención de provocar un cambio radical que impidiera la creación de “universidades de garaje”, como se las llamó durante el debate previo a la dación de la ley, se derrumbó notablemente con la segunda perla, artículo 122 de la ley, según el cual “Las instancias de gobierno de las universidades privadas asociativas o societarias se sujetan a lo dispuesto por su Estatuto. El Estatuto de cada universidad define la modalidad de elección o designación de las autoridades, de conformidad con su naturaleza jurídica”. Este artículo resultó una burla congresal. Se da una ley con un sinnúmero de precisiones que luego, en buena parte, se eliminan para las universidades privadas y se deja hacer como les convenga a los grupos de poder de las mismas (sean de corte asociativo o “societario”).
Finalmente y para no perder la costumbre de aprobar declaraciones gratas pero poco útiles y sin mecanismos vinculantes, en el capítulo XIV se trata sobre el bienestar universitario (Art. 126) sin indicar cómo se sostendría e incluso promoviendo políticas específicas contra el cáncer como si esa fuera la única o la más importante enfermedad a cubrir. Se habla de las becas y programas de asistencia (Art. 127) sin especificar sus sustento; se propone el establecimiento en cada universidad de un “Programa de Servicio Social Universitario”, sin indicar resultados concretos esperados y se cree promover el deporte (Art. 131) a imponiendo mecanismos como los “Programas Deportivos de Alta Competencia (PRODAC), con no menos de tres (3) disciplinas deportivas”, programas que por obligación serán cumplidos por las universidades en lo formal pero no en lo fundamental y sin que pase nada.
¿Qué hacer en adelante para mejorar la ley? En el corto plazo creo que deben corregirse asuntos muy dañinos como el impedimento total a que sean profesores expertos que no poseen grados académicos. Deben revisarse si es discriminatorio el que sólo puedan ser elegidos como representantes estudiantiles los alumnos pertenecientes al tercio superior.
En el mediano y largo plazo y a partir de la propia ley, en base a la estructura planteada, debe simplificarse y eliminarse rigideces que en su mayor parte perjudican a las universidades públicas. Este trabajo debería encargarse a personas expertas y actualizadas en el tema, sin las premuras con las que se aprobó la ley 30220 y pensando en una universidad del siglo XXI, que realmente esté al servicio de los peruanos.
Deja el primer comentario sobre "Sobre la Ley Universitaria en el Perú"