No naturalicemos la corrupción, enfrentémosla con solvencia moral y reformas en el sistema

Foto: El Comercio.

Escrito por Revista Ideele N°268. Marzo 2017

“Las redes de corrupción enlazaban a ministros, parlamentarios, jueces y hombres de negocios(…). Los sobornos y favores políticos desplazaban a la competencia abierta en la puja por los contratos oficiales e inyectaban un serio sesgo a la toma de decisiones transcendentales para el desarrollo económico e institucional del país”.

La cita anterior, de la pluma del historiador Alfonso Quiroz, podría describir perfectamente la situación actual de los escándalos Odebrecht y Lava Jato. No se refiere, sin embargo, al presente, sino que se vivió en la década de 1860 en pleno auge de la llamada Era del Guano. Era un país incipiente en muchos sentidos que, por primera vez, recibía ingentes ingresos fiscales, lo que le permitió empezar un largo proceso de construcción estatal. Y, conjuntamente, esta inusitada riqueza posibilitó que un grupo de funcionarios públicos, tentados por conseguir un fácil e ilícito enriquecimiento, creasen todo un sistema de sobornos, desviando así una parte importante de esos recursos, lo que explica la pérdida de una oportunidad histórica, como habría dicho Jorge Basadre, para que el Perú se desarrollase.

La excelente investigación de Quiroz, y varias otras que la precedieron, nos muestran que la corrupción en el Estado, en la política y en el sector privado, ha estado presente entre nosotros desde el inicio de la historia republicana, e incluso desde antes. La etapa virreinal no estuvo exenta de este tipo de escándalos, época en la que se hizo común aquello de la “ley se acata, pero no se cumple”, gracias a lo cual no solo se burlaba la legislación (aunque es verdad que a veces resultaba imposible cumplirla), sino que los privados (en gran parte la élite) terminaban beneficiándose indebidamente con esta tan especial interpretación del “imperio de la ley”, que se dio en el Perú y en la América hispánica en general.

La corrupción, pues, nos ha acompañado a lo largo de nuestra historia, tanto que hay algunas voces que quieren verla como consustancial. Es cierto que está presente desde el nacimiento del Estado, bien virreinal bien republicano, pero quedarnos en este nivel de análisis entraña el riesgo de “naturalizarla”. Entonces, tal vez sirva enfocarse en los períodos donde ha tenido el mayor impacto para encontrar allí las razones que explican su presencia.

Según Quiroz, el costo que ha tenido la corrupción en el Perú es, en promedio, del 30 % al 40% del presupuesto, y entre el 3 % y 4% del PBI. Tomando en cuenta estos indicadores, es posible afirmar que los más grandes momentos de corrupción en la historia republicana han sido: las dos décadas posteriores a la Independencia, donde la institucionalidad era casi inexistente; la ya mencionada Era del Guano; la Guerra con Chile y los años posteriores, cuando las divisiones políticas explotaron del modo más doloroso y mostraron que no habíamos ganado mucho en estabilidad institucional pese a los 50 años transcurridos; los autoritarismos de Leguía y Odría, donde se eliminaron los contrapesos y la corrupción del aparato estatal alcanzó niveles nunca vistos hasta ese momento; la llamada Revolución Militar, de 1968 a 1980, régimen que borró la democracia, hizo crecer enormemente el Estado y ejecutó sin mucho control compras millonarias de armamento. Y, finalmente, la década de 1990, durante el cogobierno de Fujimori y Montesinos. Por lo que se ve, en los períodos de menor institucionalidad es cuando el flagelo de la corrupción ha campeado, especialmente cuando hemos estado bajo gobiernos dictatoriales o autoritarios. En democracia, al menos, se la puede denunciar, lo que permite algún margen para combatirla.

Y, en este sentido, de todos los momentos históricos mencionados, incluyendo el que estamos viviendo ahora, creo sin duda que la década fujimontesinista ha sido el peor. Si hablamos de consecuencias económicas, el costo de la corrupción en aquella década ascendió al 50% del Gasto Público. Recordar un ejemplo bastará para graficar la dimensión: de los 7 mil millones producidos por las privatizaciones, se realizaron obras públicas por 1,000 millones; es decir, solo en este rubro desaparecieron del erario nacional 6 mil millones de dólares. Fue una corrupción sistémica pues una red criminal impregnó las estructuras del Estado, tal como José Ugaz y la Iniciativa Nacional Anticorrupción han descrito el período. Y junto con esto, el régimen se coludió con el narcotráfico y violó impunemente los derechos humanos.

“Por lo que se ve, en los períodos de menor institucionalidad es cuando el flagelo de la corrupción ha campeado, especialmente cuando hemos estado bajo gobiernos dictatoriales o autoritarios. En democracia, al menos, se la puede denunciar, lo que permite algún margen para combatirla”.

No pretendo minimizar lo que hoy nos corroe, pero las actuales urgencias no pueden hacernos olvidar que hace no mucho padecimos un régimen podrido en el que una mafia cooptó al Estado. Poner aquellos escándalos con los actuales en el mismo saco, o decir que todos los políticos son igualmente corruptos, lo único que logra es invisibilizar los devastadores efectos que ha tenido el fujimontesinismo, que van mucho más allá de lo que materialmente se puede medir. La corrupción no es una desventaja de la democracia; muy al contrario, un régimen democrático permite que pueda saberse aquello que ha ocurrido, o que está ocurriendo, y que no debe ocurrir, claro está. Creo que, de algún modo, como sociedad, aún no hemos logrado procesar adecuadamente en lo que se convirtió el Estado en aquellos años. Quizás no queremos realmente mirar por lo doloroso.

Y, sin embargo, es posible sacar de aquel momento histórico lecciones para el hoy. Me refiero al tan importante esfuerzo de anticorrupción que se llevó a cabo en el gobierno de transición, en el que se logró establecer una constitucional y eficiente maquinaria basada en la estricta separación de poderes, que logró procesar a más de 1200 personas y castigar a los malos funcionarios, incluyendo el encarcelamiento de líderes principales, verdaderos peces gordos del momento. Si bien el Poder Ejecutivo respetó las jurisdicciones de los otros, no se puso de costado, sino que el presidente Valentín Paniagua, el premier Javier Pérez de Cuéllar, y cada uno de los ministros, lideraron con gran convicción y solidez la lucha. Paniagua encabezó con energía esa necesidad de renacimiento moral.

“[…] de algún modo, como sociedad, aún no hemos logrado procesar adecuadamente en lo que se convirtió el Estado en aquellos años. Quizás no queremos realmente mirar por lo doloroso”.

Pese a ello, otra vez la corrupción extendió sus tentáculos en todos los gobiernos posteriores. ¿Qué hacer? La verdad es que mucho. Debemos asumir que la corrupción es un problema en el Perú, y debemos buscarle solución. Nada de lo que al respecto se pueda proponer tendrá consecuencias inmediatas, pero tenemos que empezar. Mejoremos la educación, sin duda; enseñemos más historia, también. Formemos en ciudadanía desde el colegio, no solo a través de cursos como educación cívica, sino en actividades que procuren que los chicos se vayan haciendo responsables de su entorno. Acudamos a las universidades para que no solo saquen al mercado a buenos profesionales, sino a ciudadanos comprometidos con la política en el sentido más amplio del término, quienes, más allá de sus carreras universitarias específicas, hayan absorbido plenamente las enseñanzas de las humanidades y ciencias sociales que, según Ley, deben integrar sus planes de estudios. Enseñemos, cada vez más, la importancia de los valores democráticos, del respeto a los fueros, de las elecciones, del diálogo y la discusión alturada, y, por cierto, la necesidad de los consensos. Pongámoslos en práctica allí donde podamos: en el colegio, en el barrio, en la universidad, en el trabajo. De lo que se trata es de interiorizar, de tanto practicarlo, que la cuota de poder que ejerzo, grande o pequeña, en cada uno de los más distinto ámbitos, no es solo gracias a mí ni a mi esfuerzo individual, sino que también la debo a otros. Aprovechemos que estamos atravesando un período de reforma escolar y universitaria para incluir este tema con prioridad uno.

Claro que lo mencionado en el párrafo anterior excede lo que puede hacer un gobierno, por ello, debe ser una política de Estado, un objetivo nacional. Y el presidente Kuczynski tiene la responsabilidad histórica de dar los primeros pasos para que desde el Estado se vaya construyendo en ese sentido. Tiene otra, más coyuntural, pero quizás no menos importante: debe liderar, como lo hizo Paniagua, la lucha contra la corrupción. Yo creo que tiene la estatura moral para hacerlo, y creo que (además quiero creer) nada de lo ocurrido lo mancha. Ya nos dio un mensaje a la Nación, pues debe seguir en ese camino. La población necesita ver a su gobernante comprometido en acabar con la lacra. Poco a poco, la población irá recuperando la capacidad de creer en el sistema. Y esa confianza revertirá en su mismo gobierno, que ha perdido casi dramáticamente aprobación popular. Así una crisis (que en nada se debe a este gobierno) puede convertirse en una fructífera oportunidad.

Sobre el autor o autora

Joseph Elías Dager Alva
Profesor en la Escuela de Ciencia Política de la Universidad Antonio Ruiz de Montoya.

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