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Revista Ideele N°276. Diciembre 2017Julio Ramón Ribeyro nos narra en su conocido cuento “Alienación” la historia de Roberto López, un zambo que años después se conoció por Bobby y en sus últimos documentos aparecía como Bob, que “quería parecerse cada vez menos a un zaguero de Alianza Lima y cada vez más a un rubio de Filadelfia.” El cómico Julio Benavides realiza el camino inverso al disfrazarse de la Paisana Jacinta, lo más grotesca y caricatural posible, no para identificarse o asemejarse a ella sino para estigmatizarla y degradarla como personaje y lo que pretende representar. En ambos casos la alienación expresa una pérdida de identidad de naturaleza racial y social, en el primer caso de tipo desesperadamente “aspiracional” , como dirían los publicistas y marketeros justificadores de lo injustificable; y en el segundo para la ridiculización más grosera y ruin de uno de los sectores más históricamente vulnerables y discriminados del país: la mujer rural andina.
El racismo es el odio, desprecio, burla o negación del otro o de sí mismo por el color de piel o rasgos étnicos, y es uno de los factores más disolventes y destructivos en la construcción de ese proyecto de comunidad imaginaria que llamamos nación. Luego de atroces genocidios y barbaries en su nombre, la comunidad moderna internacional proclama que todos somos iguales, condenando su práctica y justificación en todo el mundo, pero eso no quiere decir que haya desaparecidoo invisibilizado pues su origen es muy complejo, y se nutre de prejuicios interiorizados desde la familia y muchas veces alimentados por las costumbres y los medios de comunicación, sea en Norteamérica, Europa, Asia, África, Oceanía o América Latina. Por eso cada vez más los gobiernos de los países que se dicen desarrollados se ven obligados a dictar leyes y normas que impidan y castiguen cualquier tipo de discriminación o segregación por esta u otra causa.
Incluso el Perú, algo retrasado en temas de derechos sociales por el predominio conservador y católico en el poder, y con un largo historial de abuso racista, abierto y solapado, ha avanzado en los últimos años con disposiciones que sancionan el actuar racista en espacios públicos o lugares de trabajo, aunque –cosas de la ortodoxia neoliberal- lo han convertido más que un tema de derechos humanos, en uno de defensa del consumidor y acceso comercial[1]. Pero si en ese campo se han dado algunas sanciones ejemplares a discotecas, restaurantes y salas de cine, no existe una correspondencia en el caso de los medios de comunicación, donde se puede insultar y denigrar de manera impune bajo el manto de la libertad de expresión, al punto que hemos llegado a tener hace 8 años, para nuestra vergüenza, el premio al periodista más racista del año concedido por la organización británica Survival.
No debe extrañar entonces la supervivencia en la pantalla chica de un personaje como la Paisana Jacinta de Jorge Benavides, creador también de otro burdo engendro racista como el Negro Mama. Son hijos de la lumpenización de la televisión durante los años del fujimontecinismo, donde la corrupción la llevó a su mayor degradación, no solo política sino cultural, aunado a la renuncia total del Estado a un mínimo rol fiscalizador de los contenidos emitidos por los medios de comunicación que usufructúan las ondas electromagnéticas de naturaleza pública, con la excusa de no intervenir contra la sacrosanta libertad de expresión.
Recién en los últimos años, gracias a las campañas de los colectivos y más aún desde las redes sociales, comenzó a concientizarse en un sector de la población, predominantemente joven, un fuerte sentimiento de rechazo a la llamada televisión basura, aunque el cuestionamiento a los personajes de Benavides tardara en tomar cuerpo frente por ejemplo el rechazo a los “reality show”, tal vez porque el humor servía para enmascarar su mensaje o, lo que es más grave, que el racismo está tan internalizado en el país que a muchos les parecía casi natural y hasta gracioso su interpretación. Con todo, fue significativo que la Asociación Afroperuana Lundu consiguiera retirar de la pantalla luego de una fuerte campaña y denuncia al “Negro Mama”, y la propia paisana se vio obligada a reducir las expresiones más violentamente racistas de su programa en varios intervalos, aunque el personaje se mantuviera incólume en sus características básicas y más ofensivas.
Pantalla grande
Todo este debate se ha reactualizado con el anuncio de la producción y posterior estreno de “La paisana Jacinta en búsqueda de Wasaberto”, la -al parecer- primera incursión en la pantalla cinematográfica del personaje de Benavides, dirigida por Adolfo Aguilar. Lo primero que me ha llamado la atención fue observar la gran cantidad de artículos, post y comentarios sobre la película o alrededor de ella, y en la que participaron muchos intelectuales y editorialistas que sin embargo, en muy pocos casos se pronunciaron durante la larga permanencia de LPJ en televisión. Tal vez cierto sentido un poco aristocrático todavía persistente en el ambiente cultural y académico hizo saltar las alarmas ante su incursión fílmica y el abandono de un medio menor y desprestigiado como el televisivo, a pesar que el impacto de la cinta se calcula que alcanzó a cerca de 800 mil espectadores en todo el país, lo que es un número muy menor y casi insignificante frente a los millones que la han visto en más de diez años por la pantalla chica. Incluso el hecho de la carta del Ministerio de Cultura exhortando a los dueños y administradores de las salas de cine sobre la exhibición de LPJ, siendo un gesto encomiable, no se condice con el hecho que la misma vara no se aplicara en todos estos años con los gerentes y propietarios de Frecuencia Latina, y ahora Latina, el canal que prohijó a Benavides y sus mamotetros racistas.
Aquí se plantea un tema interesante y de mucho mayor alcance que considero no fue bien planteado en este intercambio. ¿Es admisible una censura a la película? Ciertamente no porque la Constitución cautela la libertad y el derecho de expresión de todos que debe ser defendido en toda ocasión. Pero, ¿esta expresión debe estar regulada? Por supuesto, como sucede en la gran mayoría de países, incluyendo muchos que se precian de su libertades, y sin embargo no admiten la difusión de mensajes de odios, en especial contra poblaciones vulnerables, sea por motivos raciales, religiosos, económico, sexuales o de cualquier otra índole. El problema, como decíamos líneas arriba, es que en el Perú se ha legislado un poco a presión para castigar algunas acciones abiertamente racistas y discriminatorias, pero no para eliminar el racismo ni sus expresiones verbales o audiovisuales[2]. Por eso campea sin problemas y desafiante personajes como los de Benavides, porque pese a las denuncias beligerantes de algunos grupos y personas, se sabe respaldado por una mayoría silenciosa que la acepta y hasta la celebra, a pesar de que signifique en algunos casos su propia humillación. Es la alienación de la que hablaba Ribeyro.
“El problema, como decíamos líneas arriba, es que en el Perú se ha legislado un poco a presión para castigar algunas acciones abiertamente racistas y discriminatorias, pero no para eliminar el racismo ni sus expresiones verbales o audiovisuales”.
¿Existe precedente de límites a las expresiones en el país? Sí, aunque es un tema polémico está el caso de las leyes que condenan la llamada apología del terrorismo, y que puede castigar a quienes se considere que promuevan o celebren las acciones e ideología de los grupos alzados en arma en ese sentido. Pero claro, para eso debería empezar por entenderse que el racismo es un asunto tan dañino y peligroso para el país como el terrorismo. Eso no debe significar impedir el abordamiento del tema, como sucede también en lo referente a la guerra interna que vivió el país, lo que sería inaceptable, sino su apología, la exaltación más cruda y grosera del discurso denigratorio bajo el ropaje del humor como es el caso de los personajes de Benavides. Este es un asunto siempre espinoso y minado porque se podría calificar también de racista –como se hizo en su momento a películas como “Madeinusa” de Claudia Llosa o la biografía de Tondero sobre Paolo Guerrero con actores oscurecidos con betún-. Son propuestas discutibles y que pueden revelar un talante racista en sus creadores, pero que sin embargo no llegan a configurar abierta apología y justificación del discurso racista como sí lo hace la Paisana Jacinta.
Con esto refutamos las expresiones de Federico Salazar y otros liberales que han querido aludir a un supuesto atentado a la libertad de expresión o a la decisión del consumidor por las expresiones críticas del Ministro de Cultura y la campaña de boicot a la película de algunas organizaciones civiles, convirtiendo a Benavides casi en un mártir, con mayor resonancia mediática. Porque ser racista y denigrar a los más débiles no es una opinión, es una ofensa y un delito de odio, sea aquí, en Suecia, Texas o Brasil. Pero también hay que tener cuidado con planteamientos que apelando a lo políticamente correcto y la lucha contra la lacra racista, puede caer en proposiciones que peligrosamente justifican la censura como la de Marco Avilés cuando sugiere que los dueños de las salas de cine den similar trato a LPJ que el que brindan a tantas películas peruanas que sacan de cartelera antes de la primera semana para estrenar a los blockbusters de Hollywood. Es decir, que en vez de condenar esta práctica monopólica y abusiva contra el cine peruano, debíamos reivindicarla para impedir la exhibición de la película de marras.
En realidad todo esto es consecuencia de la desregulación general en el campo de las comunicaciones que impera desde los años 90. En el caso de la televisión,CONCORTV ha diagnosticado el fracaso de la autorregulación establecida en la ley de radiodifusión, porque a los gatos del despensero de los canales solo les interesa lo que da rating en el horario estelar, sin otras consideraciones de por medio (como el respeto al horario de protección al menor). Y en las salas de cine, desaparecida la clasificación de películas en el festín neoliberal, los exhibidores y distribuidores son los otros gatos del despensero que a su libre criterio pueden dictaminar si una película peruana o extranjera que no les agrada sea solo para mayores, mientras, por ejemplo, LPJ es apta para todos. Tal vez hubiese sido más relevante y efectivo que los discursos y declaraciones del Ministro Del Solar, que su cartera impulsará en la nueva ley de cine un artículo que restituyera la potestad del Estado para calificar las películas a estrenarse en el país, lo que hubiera permitido restringir su visión a los niños por su mensaje denigratorio, obligando a colocar en la publicidad de la cinta, de ser el caso, y como sucede en otros países, avisos preventivos para el público sobre contenidos que se consideren ofensivos y peligrosos como el racismo, la xenofobia, misoginia, homofobia; entre otros (como se propone en el caso de los alimentos y bebidas procesadas).
Todo eso no va a impedir que sigan existiendo manifestaciones racistas en los medios, ni que nuestra sociedad supere en el corto plazo prejuicios tan acendrados en la población de todos los niveles sociales, porque todo ello responde a procesos más amplios y complejos que lo que hemos analizado en esta nota. Pero cuando menos ayudará a ser más firmes y prácticos frente a casos tan flagrantes como los personajes de Benavides, junto a las campañas de boicot ciudadano que aunque no falten los que se sientan molestas por ellas, son también necesarias para visibilizar el repudio de la ciudadaníafrente aun público alienado en su propia autoconciencia (se dice que en la segunda semana de exhibición las mayores recaudaciones fueron en salas de Puno, Arequipa y Cusco). A lo que habría que agregar la labor de discusión que debiera promoverse en las aulas escolares y universitariassobre los mensajes racistas y sus consecuencias[3]. Eso sí, no caer en la tentación censora, así trate de justificarse como bienhechora y necesaria, porque cuando empiezas a ceder frente a ello, sea por la razón que sea, nunca sabes dónde puede terminar ni a quienes les puede afectar.
Roberto, luego Booby y finalmente Bob quiso ser otro para impresionar a la limeña Queca, que finalmente termino casada con un norteamericano. En el colofón de su cuento, Ribeyro nos describe el avatar último de su vida, también alienada: “¿Y Queca? Si Bob hubiera conocido su historia tal vez su vida habría cambiado o tal vez no, eso nadie lo sabe. Billy Mulligan la llevó a su país, como estaba convenido, a un pueblo de Kentucky donde su padre había montado un negocio de carnes de cerdo enlatada. Pasaron unos meses de infinita felicidad, en esa linda casa con amplia calzada, verja, jardín y todos los aparatos eléctricos inventados por la industria humana, una casa en suma como las que había en cien mil pueblos de ese país-continente. Hasta que a Billy le fue saliendo el irlandés que disimulaba su educación puritana, al mismo tiempo que los ojos de Queca se agrandaron y adquirieron una tristeza limeña. Billy fue llegando cada vez más tarde, se aficionó a las máquinas tragamonedas y a las carreras de auto, sus pies le crecieron más y se llenaron de callos, le salió un lunar maligno en el pescuezo, los sábados se inflaba de bourbon en el club Amigos de Kentucky, se enredó con una empleada de la fábrica, chocó dos veces el carro, su mirada se volvió fija y aguachenta y terminó por darle de puñetazos a su mujer, a la linda, inolvidable Queca, en las madrugadas de los domingos, mientras sonreía estúpidamente y la llamaba chola de mierda.”
(REVISTA N° 276, DICIEMBRE DEL 2017)
[1] El artículo 323 del Código Penal sobre Discriminación dice: “El que, por sí o mediante terceros, discrimina a una o más personas o grupo de personas, o incita o promueve en forma pública actos discriminatorios, por motivo racial, religioso, sexual, de factor genético, filiación, edad, discapacidad, idioma, identidad étnica y cultural, indumentaria, opinión política o de cualquier índole, o condición económica, con el objeto de anular o menoscabar el reconocimiento, goce o ejercicio de los derechos de la persona, será reprimido con pena privativa de libertad no menor de dos años, ni mayor de tres o con prestación de servicios a la comunidad de sesenta a ciento veinte jornadas.”
[2] Por eso dudamos de la efectividad de acciones judiciales como la emprendida por el Alcalde del Cusco, que para poder impactar real y no solo mediáticamente debería incluir una acción de amparo sobre la exhibición de la película
[3] Una excelente introducción al respecto es el documental “Choleando” de Roberto de la Puente, disponible en YouTube.
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