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Revista Ideele N°277. Marzo 2018El país con más reservas de petróleo de América del Sur está agonizando. Las avenidas modernas y los edificios al estilo de Estados Unidos se han convertido en cárceles para las personas que ya no saben con qué comprar su comida, cómo conseguir efectivo o protegerse de asaltos. La revolución bolivariana que tantas ilusiones despertó es hoy en día una pesadilla en alguna escala entre Cuba y Corea del Norte.
Es el país a que he viajado a finales de noviembre del 2017.
25 de noviembre del 2017, Maiquetía
Es un milagro poder hacer este viaje. Ya no es posible viajar en Venezuela. Y con esto no me refiero a la delincuencia que está, y que siempre ha estado, entre las más altas en el mundo. Me refiero a cosas de la vida cotidiana: cómo lograr cambiar dinero, cómo conseguir efectivo, comida, o un taxi con todos los repuestos para rodar. Todas estas cosas hace tiempo en Venezuela han dejado de ser cosas que se dan por sentadas. Aunque con 100 dólares me convierto en millonaria, soy una millonaria a secas, sin poder usar mi repentina riqueza. No hay billete en efectivo para cambiar. La inflación es tan alta que el papel sobre el cual se imprimen los billetes vale más que la cifra que llevan. Dicen que contrabandean los billetes de bolívares en Colombia para falsificar dinero.
Dependía totalmente de mis amigos en Venezuela: que me llevaran en su auto, que cambiaran mis dólares, que pagaran por mí en algún “punto” con su tarjeta de débito venezolana y que me consiguieran, por milagro, algunos fajos de billetes que me parecían un dineral, hasta que pagué mi primer “guayoyo”, el tan rico café venezolano, y mi fajo se redujo en una cuarta parte.
27 de noviembre 2017, Caracas
Caracas puede parecer una ciudad moderna con sus anchas autopistas y sus edificios imponentes; en cuanto a su ritmo de vida parece ya un pueblo andino sin luz: la gente se levanta con el sol, a las 7 am ya hacen sus llamadas telefónicas de trabajo (quiero ver alguien en Lima que salga de la cama para una cita periodística), las reuniones empiezan a las 8 am, y la última reunión a las 6 pm a más tardar. A las 8 pm los centros comerciales empiezan a cerrar, ya no hay personas caminando en las calles, las pocas tiendas están cerradas, la iluminación no funciona y las calles se convierten en tierra de nadie, solo habitadas por los “malandros”, de los cuales los venezolanos se resguardan en sus torres bajo tres llaves.
En los diarios ya solo resaltan los crímenes más horrorosos y más absurdos: un hombre de 33 años, abaleado por su suegro porque había querido defender a la suegra del maltrato; un joven abaleado delante de una discoteca por querer defender a su novia de un acoso de otro; un señor humilde evangélico apuñalado por malandros en su camino a la iglesia. El papel del diario no alcanza para una nota para cada asesinato. Bajo un titular subsuman varios asesinatos. Venezuela lidera la tasa de homicidios en América Latina, 89 por 100 mil habitantes. En comparación, en el Perú mueren por homicidio 7,7 personas por cada 100 mil. (Fuente: Insightcrime.org)
28 de noviembre, Caracas
Hoy acompaño a un amigo profesor a sus clases en la Universidad Católica. Igual que la PUCP, es una universidad privada para chicos de clase media hacia arriba. Asisto a una clase de periodismo de alumnos del último ciclo y aprovecho para preguntarles sobre su vida. De 12 alumnos 11 dicen que van a migrar. No lo dicen como uno podría enunciar un deseo, lo dicen sabiendo exactamente hacia qué país van y cuándo. Varios ya tienen familiares emigrados, varios provienen de familias colombianas, argentinas, italianas, españolas; todos ellos alguna vez migraron hacia Venezuela y ahora vuelven al país de sus ancestros. Los estudiantes solo esperan hasta graduarse porque saben que tendrán mejor chance afuera con un cartón universitario bajo el brazo.
“Todos estamos enguayabados”, dice Daniela, la asistenta de la cátedra. Ella resiste, aún no se resigna a irse, tiene un primo preso político por haber emitido demasiados tuits en contra del régimen y lo visita cada fin de semana. “Estamos enguayabados” (expresión venezolana para designar una desilusión amorosa), “porque ya no tenemos esperanza en la oposición, no vemos luz de que la situación política pueda cambiar. Y estamos tristes porque nuestros seres querido se nos van”.
En la tarde visito un terminal de buses. Llego minutos antes de que un bus lleno de venezolanos parta para Ecuador y Perú. Los familiares se reúnen para dar el adiós, varios niños lloran porque su mamá o su papá se va. “Esto tiene que parar, esto es peor que con los judíos en la segunda guerra mundial”, dice con rabia contenida una mujer de unos 60 años y lágrimas en los ojos. Se le acaba de ir su tercer hijo.

“‘Estirar la comida’ es una de las palabras que más escucho: el nuevo arte venezolano”.
28 de noviembre del 2017, Caracas
“Llevo 30 años como pastor en los barrios de Venezuela, pero por primera vez escucho a mujeres que se han resignado, que están en una fuerte depresión”, dice el jesuita Alfredo Infante, párroco de una comunidad cristiana en La Vega. La Vega es un barrio -lo que en Perú sería una barriada- habitado por personas de clase baja y media baja, pegado a un cerro y rodeado de vegetación. Desde ahí se tiene una vista preciosa hacia el valle de Caracas. Lamentablemente una vista preciosa no llena un estómago vacío. Hoy en día toda la energía del P. Infante se dirige a conseguir suficiente comida para que los niños en sus colegios Fe y Alegría no se desmayen en clase y por otro lado conseguir unos dólares para retener a sus profesores para que no se enfilan en las colas de los que se van.
Judith Arcia, una afrovenezolana de 57 años, cocina en un comedor improvisado al aire libre. “Nunca he vivido una crisis como esta”, dice. Hay sopa de menestras que unos 20 niños comen ávidamente. Una madre flaca con un bebé mamando su pecho mira a su hijo de 5 años comiendo su sopa. “Por lo menos él tiene almuerzo. En la casa estiramos la comida para que haya desayuno y cena”. Sobra decir que ella, la madre, no almuerza.
Carolina, madre tres niños, tiene una barriga de 7 meses. “No fue planificado, pero no se consiguen anticonceptivos”, dice. Deberían dar preservativos en las bolsas CLAP, las bolsas con alimentos subvencionados que reparte el Gobierno, pero lo hace de forma irregular y por eso nunca alcanza. “No contiene preservativos y si tuviera, sería solo uno, no alcanzaría”. Carolina ríe. En medio de todo, no ha perdido su humor ni las ganas de hacer el amor. Ni su alegría por la nueva criatura. “Qué vamos a hacer, cómo ya está en la barriga, lo acogeremos”.
“Estirar la comida” es una de las palabras que más escucho: el nuevo arte venezolano. La otra palabra es “enchufados”. Los “enchufados” son las personas con un canal directo al gobierno venezolano y que se aprovechan de este contacto para su beneficio personal. La Vega, como muchos barrios, era un bastión del chavismo. Hoy en día es difícil decir cuántas personas aún apoyan al Gobierno explícitamente. Tengo la impresión que hay una buena parte de personas con nostalgia por Chávez, pero con poca simpatía por Maduro y aún menos simpatía por algún partido de la oposición; hay mucho miedo a la represión del Gobierno o simplemente a perder los beneficios como las bolsas CLAP. La energía se va en sobrevivir cada día o en escaparse del país, no queda nada para un activismo político del lado que sea.
Salvo los enchufados. “La gente sabe quiénes son. Me temo que el día que caiga el régimen, la gente se va a agarrar a los enchufados con todo. Para esa situación les digo que también les tenemos un resguardo en la iglesia”, dice el Padre Alfredo Infante.
29 de noviembre, Barquisimeto
Estoy en Barquisimeto, la cuarta ciudad más grande de Venezuela, a unas cinco horas en auto de Caracas. He podido ir en el auto de un amigo, porque cada vez más dificil conseguir bus o boleto de avión; por falta de repuestos, y también por falta de gasolina. Para convertir el petróleo pesado de la faja del Orinoco en gasolina se necesita un insumo traído de afuera.
En Barquisimeto escucho la historia más triste de mi viaje y a la vez la historia más esperanzadora que he escuchado en tiempos.
Primero la triste: M., una religiosa en uno de los barrios más violentos de Barquisimeto me cuenta que acaba de estar en el velorio de un niño de 12 años. Un niño alegre que participaba en la parroquia, Alejandro. Su madre, con su sueldo de empleada doméstica, había logrado comprar dos salchichas que guardó en la refrigeradora para hacer en la noche arroz para sus 6 hijos. Cuando regresó de su trabajo vio que Alejandro se había comido las dos salchichas. Le regañó y Alejandro se fue a su habitación. Cuando abrieron la puerta de su habitación horas más tarde, porque Alejandro no salía, lo encontraron muerto. Se había ahorcado.
La esperanzadora: mi visita a la central de cooperativas Cecosesola. Maneja varias grandes ferias de hortalizas y de víveres en toda Barquisimeto; un cuarto de la población, es decir unas 250 mil personas, compran aquí. Un galpón industrial que nada tiene de supermercado. Las verduras y frutas están en rústicos estantes de metal, los precios anunciados en papeles y escritos a mano. No hay nada de publicidad, nada que quiera animar a comprar; y tampoco es necesario, la gente hace cola para entrar, porque en Cecosesola consiguen verduras y algunos víveres a precios más cómodos que en otros lugares. Cecosesola todavía consigue hortalizas porque tiene algunas cooperativas asociadas de productores agrícolas. Para comprar víveres compite con las grandes cadenas de supermercados por los escasos alimentos importados.
Cecosesola funciona sin estructura jearárquica y sin ninguno de los instrumentos que uno atribuye a una empresa de este tamaño. “No tenemos misión, visión y todas estas cosas”, dice Gustavo Salas, que pertenece a la generación de los fundadores de Cecosesola. La historia es fascinante: fundada en 1967 (¡hace 50 años!) por jesuitas, fue “tomada” unos años más tarde por jóvenes asesores que querían reducir la brecha entre asesores y socios de cooperativa y se compraron el pleito, integrándose como socios. Pensaron a lo grande, montaron una empresa de transporte público con 127 buses, y fracasaron igualmente a lo grande. “Estuvimos quebrados 60 veces”, dice Gustavo Salas, un hombre joven de 76 años con pelo blanco, jeans y polo azul. Volvieron a surgir de las cenizas sacando las sillas de uno de los autobuses ya en desuso, llenándolo con verduras y ofreciéndolas en uno de los nuevos barrios emergentes de Barquisimeto. Hoy Cecosesola puede competir en volumen con los grandes supermercados, pero ha mantenido su estructura cooperativista radical: no hay jerarquía, los 1400 socios trabajadores rotan en los trabajos y reciben el mismo sueldo sin importar si tienen un diploma universitario o si solo han terminado la primaria. Pasan tres días de la semana conversando, fijando precios con los productores, decidiendo y revisando el negocio entre todos. Y cuatro días de venta. Sin Cecosesola, los barquisimetanos tendrían menos aún que comer. La crisis es brutal, también para la cooperativa. Veinte socios ya anunciaron que dejarán el país. La inflación no alcanza para su comida, los productores producen menos por falta de semillas. Gustavo Salas, quien ha sobrevivido el debacle de los buses, es sin embargo optimista: “podemos aprender de esta crisis, es una oportunidad para nosotros”. Por cierto, Cecosesola nunca ha recibido dinero del gobierno chavista. “Nunca he creído en el paternalismo de Chávez”, dice Gustavo Salas.
De noche, reunión con amigas de antaño en una base militar. Una de ella está casada con un militar y vive allí. Debe ser el lugar más seguro y próspero en toda Bqto, nos sentamos afuera bajo bajo el jacaranda, oliendo los olores del Caribe. No sé como alguien consiguió una botella de ron y una gaseosa, hasta la Cuba Libre es difícil a conseguir. El tema de conversación es dónde conseguir comida barata y si es recomendable inscribirse en el carnet de la patria, un segundo DNI con el cual el gobierno controla quiénes reciben algún subsidio estatal.

“La falta de unidad es el dato que el oficialismo ventila sin cesar”.
2 de diciembre del 2017, Mérida
Estoy en Mérida, una ciudad conocida por su universidad y ubicada en los Andes venezolanos. El abastecimiento con comida es mejor aquí porque hay mucha producción agrícola alrededor de Mérida.
He preguntado a varios amigos peruanos si lo que vivieron ellos en los años ochenta durante el gobierno de Alan García era lo mismo o peor de lo que veo hoy en día en Venezuela. Casi todos me dicen: hacíamos cola por alimentos básicos y el dinero no alcanzaba, pero no pasábamos tanta hambre. Una de las razones es que el Perú se alimenta de la producción de millones de pequeños productores agrícolas en los Andes. “Nuestros familiares nos enviaban paquetes de comida desde la sierra”, se acuerda un amigo peruano.
En Venezuela la gente ha dejado de sembrar. Primero porque el petróleo daba tanto dinero que era más cómodo importar alimentos. Después, ya con el gobierno chavista, expropiaron y colectivizaron fundos agrícolas que bajo el nuevo régimen nunca volvieron a prosperar. El resultado: Venezuela depende totalmente de alimentos importados. Y si no tiene devisas para comprarlos, la gente pasa hambre.
En Venezuela entiendo la importancia de la soberanía alimentaria: que es importante que un país pueda abastecerse de sus propios alimentos.
El Gobierno se resiste a declarar la emergencia humanitaria y dejar que entren los programas de alimentos de la ONU y de otras organizaciones internacionales. “No apoyo el gobierno de Maduro, pero estoy en contra de que llegue ayuda humanitaria. Es abrir la puerta a una invasión, mira lo que han hecho en Libia, en Irak, en Siria”, me comenta un taxista que tiene considerablemente más años que su auto que data de los años 60.
Mérida es conocido por la Universidad de los Andes. Aquí se creó la primera cátedra de ciencias ambientales en Venezuela. Venezuela alguna vez estuvo entre los páises con más producción científica en toda América Latina. Hoy en día los investigadores de la universidad luchan por mantener las cosas más básicas, como las computadores o el internet. “Cada semana dedicamos dos días a rehacer los cables de internet, porque roban el cobre”, cuenta una informática de la universidad. Su esposo, un investigador biólogo, hace tiempo que ya no puede hacer conferencias vía skype con colegas de otros países, porque la línea de internet no da.
En la noche pasé a saludar a G., a quien no había visto en 30 años. Es profesora, madre de tres hijos y abuela ya; la conocí cuando las dos teníamos un trabajo misionero en un barrio pobre de Barquisimeto. Ella sigue siendo “revolucionaria”: “He sido comunista toda mi vida, no voy a dejar de serlo solo porque la situación es algo difícil”. Me recuerda mi visita del año pasado en una parroquia en otro barrio. Las que más fervecientemente defendieron al Gobierno entonces eran las señoras cincuentonas del círculo de lectura popular de la Biblia.
4 de diciembre del 2017, Caracas
Camino de regreso a Caracas. Cerca de Valencia se yerguen las construcciones de lo que iba a ser el tren de Caracas a Barquisimeto. Un elefante blanco que nunca se terminó, uno de los tantos cadáveres que Odebrecht y otras empresas extranjeras han dejado en el país caribeño.
Llegamos a las 8 pm. Las calles de Caracas estaban vacías y oscuras. En la urbanización Paraíso logré visitar a D., que es médica, y me contó de los malabares que tienen que hacer sus pacientes para conseguir medicamentos. Prácticamente solo los consiguen si tienen un familiar fuera que les envía.
Muchos pacientes se han organizado en asociaciones, probablemente son los que más activismo político visible aún tienen hoy.
El Paraíso es la urbanización donde más resistencia hubo durante las protestas de abril y mayo contra el Gobierno. Escenas de guerrilla urbana, con muertes de los dos lados y destrozos. Imágenes que uno conoce de la Franja deGaza. Fueron protestas y muertos en vano. Una vez que el Gobierno estableció autoritariamente la Asamblea Constituyente por encima del Parlamento elegido, la oposición se dividió. Una parte se alió con el Gobierno para ocupar unas sillas de gobernación. Hoy en día la oposición, todavía agrupada en la Mesa de Unidad Democrática, MUD, ya no levanta esperanzas.
La falta de unidad es el dato que el oficialismo ventila sin cesar. Diosdado Cabello, vicepresidente del PSUV y hombre fuerte del chavismo-madurismo, ha tomado la posta de Chávez como presentador del programa de televisión . “Con el mazo dando”, se llama el programa, y es una versión chavista de la Paisana Jacinta: el agraviado es la oposición. Durante media hora Diosdado Cabello se burla de la oposición desunida, repitiendo hasta la saciedad y en cámara lenta una imagen de tres segundos donde Henrique Capriles se rasca el trasero. La audicencia en vivo del programa consiste en personas con camisetas rojas o uniformes militares, obligados a asistir.
5 de diciembre, 3 am
Salgo para el aeropuerto bajando en un taxi de confianza hacia La Guaira y Maiquetía. El taxista es valiente, nadie sale voluntariamente de noche a la calle. Dicen que la tripulación de Copa se niega a pasar la noche en Venezuela, por esto el avión sale a las 5 am, y en lugar de la tripulación, todos los pasajeros tienen que arriesgar su vida bajando al aeropuerto a esta hora. Un puñado de pasajeros ocupamos el aeropuerto fantasmal de Maiquetía.
Tres horas más tarde piso el aeropuerto de Panamá. Un bullicio de gente llegando y saliendo. Busco una puerta donde hay pasajeros esperando un avión que sale para Venezuela, me acerco a la primera chica en la fila que se asusta cuando le entrego mi fajo de billetes de Bolívares restantes. “Toma, ni siquiera es un dólar, pero te servirá mucho porque no hay efectivo”, le digo.
Después, con el equivalente de dos sueldos mínimos venezolanos, compro una taza de café y me pregunto si lo que acabo de ver durante los 10 días pasados fue la versión caribeña de Corea del Norte o solamente una ficción de horror mal copiada de una novela del realismo mágico.
(REVISTA IDEELE N° 277, FEBRERO DEL 2018)
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