Mentes saludables en familias y sociedades protectoras

Foto: Crónica Viva

Escrito por Revista Ideele N°277. Marzo 2018

En medio del clamor popular por la pena de muerte, la ministra de la Mujer y Poblaciones Vulnerables sale a la prensa y declara que el Perú por sus “compromisos internacionales” no puede retirarse de la Convención Americana de Derechos Humanos (Pacto de San José, 1969). Más grave aún, el actual ministro de Justicia Enrique Mendoza dijo: “Hemos suscrito un convenio de abolición de pena de muerte. Personalmente, yo sí creo en la pena de muerte (…) la pena de muerte sí es disuasiva. Sí la apoyaría siempre y cuando tenga una salida de los cauces jurídicos”. Ambas son declaraciones desafortunadas que añaden una mayor confusión al natural impulso ciudadano de querer pena de muerte para violadores de menores.

Estos dos ministros que supuestamente deben clarificar el sentido de por qué no se puede linchar a los delincuentes o violadores sexuales, terminan por plantear un argumento vacío, en el primero de los casos, o abiertamente plegarse a su deseo de contar con la pena de muerte, en el caso del Ministro Mendoza. Explicaciones tipo “por compromisos internacionales” o porque “hemos suscrito un convenio de abolición de pena de muerte” no aportan un mayor sentido al debate de por qué tenemos una ley que prohíbe la pena de muerte. Son varios los argumentos éticos, jurídicos, estadísticos y pragmáticos. Yo quisiera recordar uno que tiene que ver con un enfoque psicológico de desarrollo humano. ¿Nos hemos preguntado por qué las sociedades nórdicas, holandesa, islandesa, etc., tienen una clara tendencia a disminuir su población penal al punto que muchas de sus cárceles han sido cerradas? ¿Será porque por esos lares la gente tiene un grupo de genes especiales que los peruanos y varios países latinoamericanos carecemos? Nada de eso, no es una cuestión genética, es una cuestión de cómo las sociedades mencionadas han ido neutralizando, integrando y canalizando los fuertes impulsos destructivos que alberga la condición humana. Asimismo, implica contar con una organización social que rehabilita e reintegra a estas personas. Habría que preguntarse, ¿cómo las familias de estos países –y aquí no estoy hablando de la familia modelo “papá-mamá-hijitos”– se convierten en lugares de seguridad, protección y cariño en el que los niños y niñas desarrollan plenamente su potencial?

No son justificables las conductas de pedófilos o asesinos psicopáticos, pero acaso sus monstruosas conductas ¿no reflejarían experiencias traumáticas (cuántas de ellas también fueron víctimas de abuso y violencia) en el desarrollo de estas personas para que haya causado gruesas fracturas psicológicas y alteraciones a su personalidad? Pedófilos y asesinos psicopáticos, también maridos feminicidas, no son inimputables, tienen consciencia de lo que está bien y mal, lo que es legal e ilegal y deben ser juzgados con todo el peso de la justicia. Pero, digo, ¿sus crueles y, no pocas veces, atormentadas formas de existencia acaso no son un llamado a mirar qué esta ocurriendo en nuestras familias peruanas donde la violencia contra la mujer y la violación sexual a niñas y niños es epidémica? La solución inmediatista de muerto el perro se acabó la rabia (pena de muerte) debe pasar a ser un trabajo preventivo de mediano y largo plazo. Evitemos que haya personas con fracturas mentales tan profundas y malignas. El Estado y cada uno de nosotros debemos ser parte de un ecosistema sociocultural que promueva una ética que, como bien dice nuestra Constitución, tenga como “fin supremo” proteger la integridad física y mental de las personas, así como su dignidad inherente.

12 de febrero de 2018

Sobre el autor o autora

Carlos Jibaja Zárate
Psicólogo clínico y Magíster en Estudios en Psicoanálisis de la Universidad Católica del Perú. Psicoterapeuta por el Centro de Psicoterapia Psicoanalítica de Lima. Ex supervisor en el Portage-Cragin Counseling Center, Chicago. Director de Salud Mental del Centro de Atención Psicosocial (CAPS).

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