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Revista Ideele N°278. Mayo 2018Hace un tiempo circulaba una adivinanza en las redes sociales, que si recuerdas cuando las funciones de cine se dividían en matinée, vermouth y noche, es que bordeas o estás por encima de los cuarenta años.
A los jóvenes millennials que solo han conocido el cine en las multisalas de los Malls, con sus funciones múltiples que permiten ver los llamados blockbusters que cada cierto tiempo ocupan gran parte de la cartelera, en diferentes horarios y salas distintas del mismo complejo; los horarios más o menos rígidos y estables de las funciones de antaño que se anunciaban en los listines cinematográficos de los diarios les deben parecer algo anacrónico (o vintage para los más cool), impensable en estos tiempos donde el concepto de negocio es aprovechar la rentabilidad instalada al máximo.
Para entender todo el barullo armado por la resolución de INDECOPI al permitir el ingreso de alimentos de los espectadores y no verse limitados a la oferta de la sala, que para algunos de nuestros comentaristas neoliberales se ha convertido casi en una cruzada por el santo grial del libre mercado en la forma de canchita salada, es necesario e importante remontarse a la historia de este espectáculo en el país, y sus cambios en el tiempo hasta la actualidad, donde parece que más importante que lo ves en un cine, resulta lo que comes.
La fábrica de sueños
En enero de 1897 se realiza la primera función de cine en el Perú con el sistema Vitascope de Edison y en presencia del Presidente de la Republica, Nicolás de Piérola, y altos dignatarios de la época. Poco tiempo después se presenta por primera vez el Cinematógrafo de los hermanos Lumiére, que al final termina imponiéndose frente a la tecnología del norteamericano.
Basadre llamo a esos años los de la república aristocrática, lo que explica que el novel espectáculo de las imágenes en movimiento estuviera dirigido en el Perú principalmente a las elites oligárquicas, a diferencia de Europa y Estados Unidos, donde los grandes consumidores fueron los obreros y migrantes. Años después, y conforme el negocio de la exhibición cinematográfica fue asentándose de las carpas portátiles a las salas construidas para ese fin, se instala el negocio cinematográfico en Lima en 1908, con la creación de Cinemas Teatros como el Colón o el Excélsior, que pretendían emular a las grandes salas europeas, y pequeñas salas en los barrios para un público más mesocrático, que los encargados del negocio de la distribución y exhibición rápidamente supieron ubicar. División clasista que va a perdurar durante todo el siglo XX entre los cines de estreno y de barrio, y que se va a acentuar con la llegada del sonido en los años treinta.
En estos primeros años del espectáculo cinematográfico no hubo una clara hegemonía de la producción de algún país en la cartelera limeña, aunque tal vez por la cercanía tuvo siempre más acceso el norteamericano que los europeos.Es recién luego de la primera guerra mundial que los estudios hollywoodenses Universal, Paramount y Fox se asientan en el país, instalando casas filiales que permitían la rápida llegada y predominio de sus productos por sobre los franceses, alemanes y de algunos países sudamericanos. La consolidación de estos últimos va a llegar con el sonido, lo que permitirá el florecimiento de la industria argentina y mexicana en todo el continente, en especial en los sectores más populares. Los intentos del cine peruano, del que tal vez el más destacado fue la producción de Amauta Films entre los años 1937 a 1940, se adscribía claramente a esa corriente de melodramas, comedias costumbristas y secuencias musicales con sabor local pensando en el público de barrio y callejones, los mismos que impulsaban la música criolla. Con todo, cerca del 70% de las películas estrenadas a nivel nacional en esa década eran en idioma inglés, con una concurrencia de espectadores anuales superior a los 8 millones, lo que era más que relevante de su importancia si tomamos en cuenta que según el censo de 1940 la población total del país era de 7’023,111 personas, y con solo un 35% de la misma asentada en las ciudades.
El apogeo del espectáculo cinematográfico en el país es en los años 50 con la llegada de los formatos de exhibición espectaculares en Cinemascope y tercera dimensión que seimpulsaron en los Estados Unidos para recuperar al público que desertaba por la competencia televisiva (la que en el Perú solo va a ser significativa desde la década siguiente). Salas de cabecera en la programación como el Metro, Tacna o Central pertenecían a los grandes estudios hollywoodenses, así como los cines San Martín y México era administrado por el distribuidor de cine mexicano Eduardo Ibarra. Datos de UNESCO registran 253 salas de cine en todo el país en 1953, lo que siguió creciendo en los años siguientes, alcanzando más de 26 millones de boletos vendidos al año en 1960 (el censo de 1961 arrojaba una población de 10’420,357 habitantes, con un 47% asentado en áreas urbanas).
La influencia del cine modifica costumbres y sensibilidades en una sociedad pacata y cortesana como la peruana, convirtiéndose en el primer gran producto globalizado, lo que no pasó inadvertido para el Estado y los poderes facticos, que desde 1926 promovieron organismos de censura y supervisión para impedir la circulación de películas de contenido político peligroso o que afectaran la moral y las buenas costumbres. Así por ejemplo, no fue hasta el gobierno de Velasco en 1969 que se pudo ver en el cine el clásico mudo de Eisenstein, ‘El acorazado Potemkin’ o el documental sobre la guerra civil en España, ‘Morir en Madrid’; pero este mismo régimen autorizará la suspensión de la función y secuestro de ‘Decamerón’ de Pasolini, en 1972 por presiones de la jerarquía católica.
A lo largo de todo este proceso se impone la rutina cinematográfica de tres funciones principales, que salvo en los casos de películas de más larga duración, permitía a los espectadores anticipar los horarios de las mismas. Los encargados de supervisar el espectáculo cinematográfico en cuanto a los horarios, calidad de las proyecciones y estado de las mismas son los municipios, que reciben a cambio el impuesto de la taquilla. Por los años 60 se empezó a considerar la entrada de cine como parte de la canasta básica familiar, lo que motivó el control de precios desde el Estado. Las salas contaban, de acuerdo a su tamaño y calidad, servicios de confitería en el hall de entrada donde se vendían dulces, cancha y gaseosas, pero de manera absolutamente accesitaria, no impidiéndose el ingreso de alimentos externos a las salas, cuyo consumo en todo caso era muy discreto, porque el cine podía ser antesala o culminación de una salida y cena, nunca su reemplazo.
Lo que la crisis se llevó
En los años 60 y 70 el espectáculo cinematográfico comienza a declinar de manera casi imperceptible, ya que el promedio de espectadores tuvo un ligero descenso pese al crecimiento de la población, no obstante lo cual seguía siendo un negocio muy rentable. Aquí aparece la televisión como una primera competencia, aunque todavía limitada por su imagen precaria y en blanco y negro, y su limitado consumo en las ciudades. En esas circunstancias, el gobierno de Velasco promulga la Ley de Fomento de la Industria Cinematográfica peruana (19327) que propone como puntos centrales el acceso de las películas nacionales de corto y largometraje a la cartelera vía la exhibición obligatoria, percibiendo un porcentaje del impuesto municipal. La norma fue resistida por los exhibidores y distribuidores, y según se cuenta, el propio mandamás de la MPAA, -que es la corporación que agrupa a los distribuidores hollywoodenses- Jack Valenti, vino al Perú en su jet privado para presionar en contra pero no fue recibido por el Presidente. Lo cierto es que el cortometraje peruano empezó a formar parte de la función cinematográfica, lo que no evitó el boicot en su exhibición por las salas reacias a exhibirlo, proyectándolos en no pocas ocasiones con las luces encendidas, reduciendo la iluminación de sus lámparas o bajando el volumen, hasta cortándolo cuando lo consideraban muy extenso (según la Ley era hasta 20 minutos). Con los largometrajes la situación no fue mejor, escondiendo la publicidad, desaconsejando sus boleteros a los espectadores y presentándolos en condiciones deficientes que hacían creer a muchos que eran fallas técnicas de la producción cuando en verdad se debía más a la exhibición.

“El crecimiento del sector en este milenio es impresionante, primero en los sectores más pudientes, extendiéndose luego a los mesocráticos y los conos de la Lima actual, para finalmente expandirse a las principales ciudades del interior del país”.
Con el inicio de los ochenta llega el fin de la censura, luego que la Constitución del año pasado la eliminara, La Junta de Supervigilancia se convierte en Clasificación, cuya única potestad es determinar por edades las películas a exhibirse, lo que va a originar una breve eclosión de los filmes censurados, que luego deviene en el porno softcore y harcore que termina dominando las funciones nocturnas de las cada vez más decadentes salas del centro de Lima. Pese a ello, el negocio cinematográfico vive en esta década una crisis imparable que se traduce en una caída del número de butacas disponibles de más del 50%, llegando en 1993 a poco menos de 43,000[1]. Diversos factores contribuyen a esta situación: de un lado la competencia de la televisión en color y el crecimiento acelerado de su mercado en una Lima cada vez más macrocefalica, la aparición del video, que minoritario como la televisión por cable a partir de los 90, también van a significar nuevas pantallas. Mayor efecto tuvo sin duda la pavorosa crisis económica que terminó evaporando los ingresos de las clases media y sectores populares, a lo que se añade el clima de inseguridad con los apagones y atentados producto de la guerra interna que asola al país. Finalmente, y no menos importante, fue el abandono y falta de inversión de los empresarios de las salas, con equipos deteriorados, salas sin limpieza y una cartelera paupérrima, sin que las autoridades correspondientes se dieran por enteradas. Algunos arguyeron que el control de los precios de las entradas no les permitía reinvertir, pero cuando se liberaron en 1985 no hubo mayor cambio de la situación.
El cierre de salas cada vez más acelerado, empezando por las de barrio, y su transformación en Iglesias evangélicas, casinos o cocheras fue la expresión más visible de esta crisis, que se hizo más aguda en provincias, donde la oferta era más reducida. Lo que afectó también al cine peruano, que a pesar de lograr sus mayores éxitos; vieron también sus ingresos licuados por la hiperinflación. El golpe de gracia lo dio Fujimori en la navidad de 1992 cuando deja sin efecto la ley vigente durante veinte años, y el acceso de las películas peruanas a su mercado.
El imperio contraataca
La crisis del espectáculo cinematográfico tradicional no se dio solo en el Perú. Años antes ya se había producido en Estados Unidos, Europa y Asia, y también en América Latina, siendo el proceso en nuestro país algo más tardío, lo que sumado a los factores antes mencionados, explicaría sus particularidades. Eso no quiere decir que la gente había dejado de consumir imágenes en movimiento, más aun con la llegada de nuevos horizontes comunicativos como la computadora y el Internet. Lo que sucedía es que las salas de cine habituales dejaron de tener el monopolio de su consumo, y si se quería recuperar al público, era necesario replantear el negocio, e incluso a quienes se dirigía. Es así que frente al modelo de las monosalas y unipantallasde gran extensión y distanciadas entre sí, se propone el de los multicines y megaplex, que permite en un solo lugar brindar una oferta mayor y simultanea de películas en horarios diferenciados. Esto fue acompañado con una mejora notoria de la calidad en los equipos de proyección y sonido, y el alojamiento de los emprendimientos más exitosos al interior de los nuevos centros comerciales en diferentes puntos de la capital y otras grandes ciudades, incorporándose el cine a los servicios de consumo de una población de sectores medios y populares migrantes, con un progresivo aumento de sus niveles de ingreso.
El cambio implica también una reconversión radical del empresariado de la exhibición, que luego de agrupar a más de un centenar de asociados de diferente tamaño y poder, se redujo a menos de diez consorcios que operan actualmente en la Asociación Nacional de Salas de Cine (ANASACI), entre los que se encuentra Cineplanet del grupo Intercorp y con sucursales en Chile, Cinemark que es un holding de origen norteamericano con la segunda mayor presencia en la región, así como Cinépolis, que es la cadena de cines más grande de México y América Latina, y la cuarta a nivel internacional. Otras empresas son de inversores indios (Cine Star, Cinerama) y asociados con peruanos (UVK). Alguna de ellas participan también del negocio de la distribución, aunque las principales empresas en este rubro, y que dominan el mercado, siguen siendo las representantes de las Major’s hollywoodenses.
Para consolidar este nuevo modelo, el Estado de los noventa contribuyó de una manera sinuosa. Primero derogando los artículos centrales de la ley de cine que permitían la exhibición de las películas peruanas. Cuando los cineastas insistieron en recuperar este espacio en el entonces Congreso Constituyente Democrático, se conocióuna carta del Encargado de Negocios y Embajador interino de los Estados Unidos en el Perú, Charles Brayshaw, manifestando que la promulgación de alguna norma en este sentido podría “poner en riesgo la inversión norteamericana en el país”.[2]Esto se daba, valga recalcarlo, en momentos en que en Europa se debatía la excepción cultural reclamada por los franceses frente a los norteamericanos para su producción audiovisual. Por esa razón la ley de cinematografía que termino aprobando Fujimori al año siguiente se enfocó en la dación de recursos públicos para impulsar la producción de cortos y largometrajes, pero sin “afectar el mercado”; es decir no imponer la exhibición de la producción nacional en las salas de cine. Argumento repetido todas las veces que los cineastas y críticos plantearon en los años siguientes la cuota de pantalla o algún otro mecanismo para garantizar el estreno del cine peruano en sus salas, pese a estar contemplado en el propio TLC con los Estados Unidos firmado el 2006.
Menos visible pero igualmente relevante fue la desactivación informal de la Junta de Clasificación de películas a mediados de los años noventa, que significó que esta actividad fuera asumida de facto por los distribuidores y exhibidores, lo que era positivo en cuanto reducía la intervención burocrática y el criterio discrecional de las autoridades, pero dejaba todo en manos del gato del despensero, lo que no evito conflictos y censuras encubiertas[3], que llegaron a afectar el estreno de películas peruanas no muy del gusto de ellos (‘Las malas intenciones’, ‘Sin vagina, me marginan’) y, lo que es peor, de alguna manera legitimar la censura comercial, la que pueden ejercer impunemente los dueños del negocio al decidir que películas se estrenan y cuales no en nuestro país. A ello se agrega que se consideró el ingreso de copias de las cintas del extranjero como “internación temporal” –que es lo que estila para festivales y muestras itinerantes- con lo que entraban liberadas de todo arancel, constituyendo en la practica un dumping contra la producción nacional que tenía que competir al generoso subsidio. Posteriormente, con la llegada de la exhibición digital y la necesidad de renovación de los equipos a proyectores de DCP, los exhibidores imponen el Virtual Print Fee (VPF) que es un pago acordado con los grandes distribuidores trasnacionales para costear la migración tecnológica de las salas, lo que afecta sobre todo a los productores independientes. A cambio de eso se les redujo el monto del impuesto a los espectáculos públicos no deportivos para las arcas municipales, gravándolos adicionalmente con el IGV desde 1994.
El crecimiento del sector en este milenio es impresionante, primero en los sectores más pudientes, extendiéndose luego a los mesocráticos y los conos de la Lima actual, para finalmente expandirse a las principales ciudades del interior del país. Según datos del Ministerio de Cultura[4] del 2007 al 2015 las pantallas en los multicines aumentaron de 291 a 554; y los números de boletos vendidos se dispararon de los 16 y medio millones a más de 46; lo que ubica a nuestro país por debajo de México, Brasil, Argentina y Colombia, pero por encima de Chile, Venezuela, Ecuador y Bolivia. Esto permite una mayor cantidad de estrenos al año, bordeando los cuatrocientos, ampliándose la oferta de películas que en el 2015 fue poco más de 70% de procedencia norteamericana, 17% de Europa, Asia y otras zonas, 2.8% latinoamericanas y 7.6% peruanas. Todo ello a pesar, o tal vez estimulado, por la piratería en DVD y Blu-ray, que es todavía significativa en el mercado informal (un acuerdo con los productores peruanos permite a ellos recuperar parte de sus costos).
“Pero ya sabemos que nuestros liberales criollos están más cerca de Rockefeller que de Adam Smith, y que los monopolios en los negocios farmacéuticos o en el manejo de la prensa no les quitan el sueño, como sí todo lo que venga del Estado (salvo sus lobbies y exoneraciones)”.
Con mi canchita no te metas
Pero tan importante como los cambios tecnológicos y en la estrategia de negocios fueron los de sensibilidad y características que aportaron los multicines y el modelo hollywoodense que lo sostiene. Es indesligable de la experiencia de shopping en los Mall donde se encuentran, adaptándose al feeling fugaz, novelero y consumista de sus usuarios. Como señala Bedoya “en este nuevo modelo de explotación cinematográfica, los títulos de las películas ya no son factores de distinción; mucho menos la designación de sus directores, sus méritos, recompensas o singularidades. Son factores intercambiables, similares entre sí, que reproducen pautas prefijadas, al modo de secuelas o prolongaciones de historias o personajes exitosos. Títulos que algunos espectadores eligen ver en el momento, mientras hacen fila ante la taquilla”[5] La palabra mágica que decide el consumo ahora es el marketing, que se ha convertido más decisivo que las películas mismas.
No es que el público peruano fuera mayoritariamente aficionado al cine de autor o de mayor exigencia crítica, salvo una minoría forjada en cineclubes, la crítica de cine o los archivos de videos piratas culturales de un pasaje del centro comercial Polvos Azules. El resto, según una clasificación de la revista Variety en los ochenta, tenían predilección por el cine de acción y de género, con predominancia masculina. La oferta actual de los multicines no difiere mucho, con mayores efectos especiales y espectacularidad, lo que explica el éxito de las películas de superhéroes o la interminable saga hiperquinética de ‘Rápidos y furiosos’, y en la producción nacional, de las comedias costumbristas tipo ‘Asu Mare’, que apelan al chiste fácil y la mirada complaciente y light de nuestro pasado reciente. La productora Tondero ha logrado varios sucesos de taquilla en los últimos cinco años, incluso desplazando a blockbusters gringos; repitiendo las fórmulas de éxitos con comediantes y situaciones locales que se ha presentado también en Argentina, Chile, Colombia y México.Agregase a lo anterior, la rebaja de exigencias para los espectadores, especialmente de sectores populares, como por ejemplo la exhibición de películas dobladas y no subtituladas como fue durante muchos años la costumbre en el país.
Los apologistas de este nuevo modelo plantean que en los multicines más que ver una película estaríamos asistiendo a una “experiencia”, la misma que seconforma además de la película por el consumo masivo de cancha salada (también conocido en otros países como pop corn, palomitas de maíz, crispetas, pochoclo o pipoca), sándwiches, gaseosas y golosinas adquiridos en sus establecimientos de manera exclusiva. Esto es incentivado como parte del combo importado, convirtiendo a la sala de cine en un espacio de consumo gastronómico masivo más que en una experiencia óptica y auditiva; lo que se hace más ostensible en las funciones dirigidas a los niños. ¿Cuánto contribuyen los cines actuales a la obesidad y acostumbramiento a la comida chatarra? Difícil determinarlo, pero sin duda no es ajeno este consumo dispendioso a otros síntomas de placer mórbido propios de nuestra modernidad líquida, como diría Bauman.
El problema sin embargo no surge por motivos de salubridad sino económicos, debido a que los precios de lossnacks y bebidas que se expenden en las salas triplican y hasta quintuplican los que se pueden comprar fuera, que no te permiten ingresar. Esta práctica restrictiva fue sancionada antes en países como Brasil, Bolivia, Chile y Venezuela, y es motivo de debate todavía en Argentina, Ecuador y México. En el caso peruano la demanda partió de la Asociación Peruana de Consumidores y Usuarios (ASPEC) ante INDECOPI, quienes resolvieron que la prohibición de las salas “constituye una cláusula abusiva que va en contra de las exigencias de la buena fe, restringiendo el derecho de los consumidores de poder adquirir los productos que mejor le parezcan en el lugar que determine libremente.”
Los talibanes del neoliberalismo arremetieron contra lo que denunciaban como un intervencionismo del Estado en contra de la sacrosanta libertad de comercio y las reglas de las salas cinematográficas. Hay que señalar que no es la primera vez que las comisiones de protección al consumidor de INDECOPI intervienen en quejas del negocio cinematográfico[6]. Los dueños y representantes de la exhibición fílmica también cuestionaron la resolución y anunciaron que la apelarían, porque sin querer queriendo nos hemos podido enterar por todo el barullo levantado que la venta de alimentos era algo esencial del negocio y no complementario o accesorio como nos lo habían querido presentar. En un comunicado de protesta manifiestan “Este paso a la modernidad ha sido posible, fundamentalmente, por un modelo de negocio que combina la entrada al cine con la oferta de las dulcerías, respetando la libertad de nuestros clientes de optar, si lo desean, por solo una de las opciones”[7]. Habría que preguntarse si los municipios y la SUNAT están al tanto que el giro de estos negocios no es solo cinematográfico sino de dulcería, y declaran como tal. Lo cierto es que la medida los golpeó fuerte, confesando los representantes de Cineplanet y Cinemark que las ganancias por este concepto bordean entre el 35 y 40% de sus ingresos totales, lo que significaría según un estudio de Apoyo y Asociados internacionales alrededor de 431 millones de soles anuales.
La amenaza inmediata fue el aumento de precios en las entradas, que en promedio se ubica en la media latinoamericana, entre las salas Prime y las más populares (alrededor de 6 dólares). Pero esta medida parece poco viable en medio de competencias tan fuertes como la piratería, el cable y la plataformas de películas por demanda tipo Netflix. Y resulta cuando menos irónico que empresarios y economistas que satanizaron desde siempre a los subsidios, apelen ahora a esta figura para justificar la rentabilidad del negocio, con la apariencia que se preocupan por la economía de su público usuario. Lo cierto es que la resolución de INDECOPI en ningún momento prohíbe que las salas de cine sigan vendiendo cancha, dulces y gaseosas como lo quieren presentar, solo que no sea de manera restrictiva y monopólica, que es por lo demás a lo que debería propiciar todo verdadero liberalismo.
Pero ya sabemos que nuestros liberales criollos están más cerca de Rockefeller que de Adam Smith, y que los monopolios en los negocios farmacéuticos o en el manejo de la prensa no les quitan el sueño, como sí todo lo que venga del Estado (salvo sus lobbies y exoneraciones). La canchita salada al final es lo de menos, lo que importa es mantener incólume el sistema rentista donde el cliente solo es cortejado y bienvenido cuando no reclama sus derechos. Mientras tanto, a quienes nos interesa en verdad el cine como hecho cultural, nos debiera preocupar más que ampliar la libertad de la comida chatarra, disminuir las películas chatarras, y que podamos por fin acceder a más y mejor menú de obras de calidad de todo el mundo, que cada vez menos se ve en el país, incluido las peruanas.
(REVISTA IDEELE N° 278, ABRIL DEL 2018)
[1]PROTZEL, Javier (1995) Grandeza y decadencia del espectáculo cinematográfico. En Revista Contratextos # 9. Universidad de Lima.
[2]WIENER FRESCO, Christian (1993) La Ficción del Mercado Global. En: https://textoselchw.wordpress.com/2018/02/28/la-ficcion-del-mercado-global/
[3]WIENER FRESCO,Christian (2007) ¿Quién le pone el cascabel al león de la Metro?En: http://porlanuevaleydecine.blogspot.pe/2007/11/censura-quin-le-pone-el-cascabel-al-len.html
[4]– BOLETIN INFOARTES – (2016) Especial Cine y Audiovisual Ministerio de Cultura. En: http://www.infoartes.pe/boletin-infoartes-n2-especial-del-sector-audiovisual/
[5]BEDOYA, Ricardo (2015) El cine peruano en tiempos digitales. Pág. 28. Universidad de Lima.
[6]PERLA ANAYA, José (2016) Ética de la comunicación cinematográfica. Universidad de Lima.
[7] Cadenas de cine se pronuncian: “No matemos a una industria que solo ha traído bienestar”(8 de marzo del 2018)En:https://altavoz.pe/2018/03/09/98397/cadenas-de-cine-se-pronuncian-no-matemos-a-una-industria-que-solo-ha-traido-bienestar/?utm_term=Autofeed&utm_campaign=Echobox&utm_medium=Social&utm_source=Facebook#link_time=1520604282
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