Escrito por
Revista Ideele N°281. Setiembre 2018Fernando Savater en su libro ‘Política para Amador’ se pregunta si los animales son ricos o pobres, y responde que considerarlos pobres difícilmente puede sostenerse. En otro capítulo, afirma que los pueblos llamados salvajes trabajaban un breve número de horas al día y poseían muy pocas cosas, pero disfrutaban de mucho tiempo libre, haciendo notar que el ocio es uno de los bienes más escasos.
He oído a alguien decir que la pobreza es el estado natural del hombre. Y me pregunto: ¿era pobre el hombre primitivo? El diccionario de la Real Academia de la Lengua Española (RAE) define pobre como “necesitado, que no tiene lo necesario para vivir” y considero que a partir de esa definición no puede decirse que los animales o los hombres primitivos fueran pobres. En todo caso podría aceptarse que pasaban períodos de pobreza (necesidad), pero por lo general podían agenciarse los medios para sobrevivir. Tanto en uno como en otro, los estados de necesidad muy prolongados resultaban en la muerte. La pobreza según la definición de la RAE requiere de dos elementos: 1. Necesidad, y 2. No poder satisfacerla. Y los primeros hombres casi siempre podían satisfacer sus necesidades, aunque tuvieran que trabajar, muchas veces bastante (cazar, pescar, recolectar, etc.) para hacerlo.
Me temo que el problema es el economicismo. Esa visión del mundo obnubilada por el ‘tener’ y el ‘consumir’ y que mira todo desde la economía. Desde un pedestre materialismo, los economicistas pretenden explicar todas las conductas, olvidándose que ese fue el error de Marx, uno de sus más odiados enemigos. Habría que recordarles que las tenencias esclavizan, que la libertad no es buena amiga de la propiedad. Una vez que se han satisfecho las necesidades básicas no puede afirmarse que la riqueza nos haga más felices o más humanos, en el sentido de más evolucionados alejados de lo que hay en nosotros de animales. A estos economicistas (pseudo-liberales) Vargas Llosa, un reconocido liberal, les recuerda que “el liberalismo ha generado en su seno una ‘enfermedad infantil’, el sectarismo, encarnada en ciertos economistas hechizados por el mercado libre como una panacea capaz de resolver todos los problemas sociales”[1] y contradiciéndolos sostiene que “la ‘igualdad de oportunidades’ es un principio profundamente liberal, aunque lo nieguen las pequeñas pandillas de economistas dogmáticos intolerantes y a menudo racistas que abusan de este título.”[2]
A quienes sostienen que el camino es la competencia y la creación de riqueza desde el individualismo, es necesario decirles que existen alternativas de ‘negocios’ de suma positiva donde todos pueden ganar, y esos son los cooperativos en los que intervienen pueden ganar con tal que cooperen adecuadamente. Además, hay una ganancia asegurada porque, cualquiera sea el resultado, los que intervienen generan confianza, armonía, vínculos de amistad y crédito mutuo, eso que se llama “capital social” y que les invita a seguir cooperando en ‘negocios’ posteriores. Considero más racional embarcarse en este tipo de ‘negocios’ que en los que reinan el conflicto y la enemistad[3]. Me imagino que desde la otra orilla me refutarán diciendo que mi propuesta no es realista porque olvida que el ‘hombre que es el lobo del hombre’[4], una concepción ontológica distinta a la mía que creo que el egoísmo no está en la naturaleza del ser humano y que puede aprender y percatarse que al mejorar todos también lo hace uno mismo y que es mejor tener amigos que enemigos.
“Soy malo porque soy desgraciado” decía el monstruo en ‘Frankestein’, la novela de Mary W. Shelley. La mayoría de los supuestos ‘malos’ que corren por el mundo se comportan de manera hostil y despiadada con sus semejantes, porque sienten miedo, o soledad, o porque carecen de cosas necesarias que otros muchos poseen o porque padecen la mayor de las desgracias la de verse tratados sin amor y sin respeto. No hay gente que sea mala de puro feliz ni que martirice al prójimo como señal de alegría. Más bien hay muchos que para estar contentos necesitan no enterarse de los padecimientos que abundan a su alrededor y de algunos de los cuales son cómplices. En consecuencia si cuando más feliz y alegre se siente alguien menos ganas tendrá de ser malo, ¿no convendría intentar fomentar todo lo posible la felicidad de los demás en lugar de hacerlos desgraciados y por tanto propensos al mal? El que colabora con la desdicha ajena o no hace nada para ponerle remedio no debería quejarse de que haya tantos malos sueltos A corto plazo, tratar a los semejantes como enemigos (o como víctimas) puede parecer ventajoso. El mundo está lleno de canallas que se consideran muy astutos cuando sacan provecho de los demás y hasta de sus desventuras. En realidad no son tan ‘listos’ como creen. La mayor ventaja que podemos obtener de nuestros semejantes no es la posesión de más cosas (o el dominio sobre más personas tratadas como instrumentos o cosas) sino la complicidad y afecto de más seres libres. Es decir la ampliación y refuerzo de mi humanidad.[5]
Tratar a las personas como personas, es decir humanamente, consiste en intentar ponerte en su lugar. Reconocer alguien como semejante implica sobre todo la posibilidad de comprenderle desde dentro, de adoptar por un momento su propio punto de vista. Si no admitiésemos que existe algo fundamentalmente igual entre nosotros (la posibilidad de ser para otro lo que otro es para mí) no podríamos cruzar ni palabra. Allí donde hay cruce, hay también reconocimiento de que en cierto modo pertenecemos a lo de enfrente y lo de enfrente nos pertenece… ‘Soy humano –dijo un antiguo poeta latino[6]– y nada de lo que es humano puede parecerme ajeno’. Es decir tener conciencia de que mi humanidad consiste en darme cuenta de que, pese a todas las muy reales diferencias entre los individuos, estoy también en cierto modo dentro de cada uno de mis semejantes. Y no sólo para poder hablar con ellos, claro está. Ponernos en el lugar de otro es algo más que el comienzo de toda comunicación simbólica con él: se trata de tomar en cuenta sus derechos. Y cuando los derechos faltan, hay que comprender sus razones. Pues eso es algo a lo que todo hombre tiene derecho –derecho humano– a que alguien intente ponerse en su lugar y comprender lo que hace y lo que siente.[7]
No hay nada malo en que tengamos nuestros propios intereses, ni tampoco debemos renunciar a estos siempre para dar prioridad a los del vecino. Los nuestros son tan respetables como los suyos. Empero la palabra misma ‘interés’: viene del latín inter ese, lo que está entre varios, lo que pone en relación a varios. Relativizar’ nuestro interés significa que ese interés no es algo exclusivamente nuestro, como si viviéramos solos en un mudo de fantasmas, sino que nos pone en contacto con otras realidades tan ‘de verdad’ como nosotros mismos. De modo que todos los intereses que podamos tener son relativos (según otros intereses, las circunstancias, según leyes y costumbres de la sociedad en que vivimos) salvo un interés, el único interés absoluto: el interés de ser humano entre los humanos, de dar y recibir el trato de humanidad sin el que no puede haber ‘buena vida’. Por mucho que pueda interesarnos algo, si miramos bien nada puede ser tan interesante para nosotros como la capacidad de ponernos en el lugar de aquellos con los que nuestro interés se relaciona. Y al ponernos en su lugar no sólo debemos ser capaces de atender a sus razones, sino de participar de algún modo en sus pasiones y sentimientos, en sus dolores anhelos y gozos. Se trata de sentir simpatía por el otro (o si preferimos compasión, pues ambas voces tienen etimologías semejantes, la uno derivada del griego y la otra del latín), es decir ser capaces de experimentar en cierta manera al unísono con el otro, no dejarle del todo solo ni en su pensar ni en su querer. Reconocer que estamos hechos de la misma pasta, a la vez idea, pasión y carne. O como lo dijo más bellamente Shakespeare: todos los humanos estamos hechos de la sustancia con la que se trenzan los sueños. Que se note que nos damos cuenta de ese parentesco.[8]
Gran parte del difícil arte de ponerse en el lugar del prójimo tiene que ver con eso que desde muy antiguo se llama justicia, entendida como la virtud de la justicia, es decir la habilidad y el esfuerzo que debemos hacer cada uno –si queremos vivir bien– por entender lo que nuestros semejantes pueden esperar de nosotros. Muchas veces, por legal que sea, nuestro comportamiento sigue siendo en el fondo injusto. Para entender del todo lo que el otro puede esperar de nosotros no hay más remedio que amarle un poco, aunque no sea más que amarle sólo porque también es humano; y ese pequeño pero importante amor ninguna ley puede imponerlo. Quien vive bien debe ser capaz de una justicia simpática, o de una compasión justa.[9]
En ‘La vida del espíritu’ Hannah Arendt nos recuerda: “No el Hombre, sino los hombres habitan este planeta. La pluralidad es la ley de la Tierra”, pero muchos lo han olvidado. En el mismo sentido, Montesquieu recordaba que somos hombres por encima de todas nuestras otras pertenencias (familia, patria o continente).
“En la vida, sentimientos como el de justicia forman parte esencial incluso del quehacer económico, no digamos ya del quehacer ético”
Es lamentable que los pueblos separados por un ligero espacio, solamente por una colina o por un río, no recuerden que estamos unidos por lazos sociales fundados en la propia naturaleza pues esta práctica hace creer a los hombres que han nacido para ser adversarios o enemigos, y que tienen el deber de trabajar en su perdición recíproca, a menos que se lo impidan los tratados. Por el contrario, nadie debería ser tenido por enemigo, si no hubiese causado un daño real. La comunidad de naturaleza es el mejor de los tratados y los hombres están más íntima y fuertemente unidos por la voluntad de hacerse recíprocamente el bien que por los pactos, más vinculados por el corazón que por las palabras.[10]
Algunos economistas consideran la actividad económica como si sus actores fueran hombres dotados de una racionalidad maximizadora, que trata de sacar la máxima ganancia a toda costa; y como durante mucho tiempo la racionalidad económica se ha considerado como el modelo de la racionalidad humana, hemos terminado por creer que actuar racionalmente es tratar de maximizar los beneficios propios a cualquier precio. Empero las cosas en la realidad no necesariamente son así ni en el mundo en general, ni tampoco en la economía, porque una parte de los ‘negocios’ de los seres humanos en la vida real son los cooperativos, y en ellos los actores no aspiran a obtener el máximo, caiga quien caiga, sino que están dispuestos a contentarse con la segunda o la tercera opción más deseable para todos. Uniendo fuerzas se consigue algo bueno y además se crea algo tan deseable para el futuro como los vínculos de cooperación, que son sumamente rentables a medio y largo plazo. El homo oeconomicus, maximizador de su ganancia, no sirve para explicar este tipo de ‘negocios’, debe ser sustituido incluso en la economía, por el “homo reciprocans”, por un hombre capaz de dar y recibir, capaz de reciprocar, capaz de cooperar, que además se mueve también por instintos y emociones, y no sólo por el cálculo de la máxima utilidad.[11]
En la vida, sentimientos como el de justicia forman parte esencial incluso del quehacer económico, no digamos ya del quehacer ético. Los seres humanos necesitamos el reconocimiento de los demás para realizarnos en la vida, porque el individualismo es falso: ya que el núcleo de la vida social y personal no es el de individuos aislados, que un día deciden asociarse, sino el de personas que nacen ya en relación, que nacemos ya vinculados.[12]
Quizá la respuesta puede estar en la frase de Séneca que dice “no es pobre el que tiene poco, sino el que necesita mucho”. ¿Se puede decir que es pobre un asceta que decide vivir austeramente alejado del mundanal ruido como en algún momento lo hizo el Siddhartha (Buda) de Herman Hesse?
Así como no creo que pueda afirmarse que la causa de la pobreza es la riqueza, tampoco considero puede decirse que la riqueza nunca la causa. La historia demuestra que con frecuencia algunos pocos han explotado a los más débiles para enriquecerse… Me imagino que alguien podrá cuestionarlo preguntando: ‘¿Y para qué se dejaron explotar?’, como si hubieran tenido otra alternativa. Es verdad que hay personas (pocas) que han construido sus fortunas aportando a la sociedad y a la humanidad, pero me temo que en la mayoría de los casos es verdad la frase de Balzac que reza ‘detrás de toda gran fortuna hay un crimen’.
Martin Luther King aseveraba que “somos propensos a juzgar el éxito por el índice de nuestros salarios o el tamaño de nuestros automóviles en lugar de por la calidad de nuestro servicio y la relación con la humanidad”. De otro lado, en su novela‘El lobo estepario’, Herman Hesse señalaba que “a los verdaderos hombres no les pertenece nada. El tiempo y el dinero pertenecen a los mediocres y superficiales.” Agregaré que Lín Yǔtāng afirmaba que “el hombre superior ama su alma, el hombre inferior ama su prosperidad”. Me ha llamado en especial la atención la frase de Pericles: “Entre nosotros, no es motivo de vergüenza para un hombre reconocer su pobreza, pero lo que sí es causa de una gran vergüenza es no hacer todos sus mejores esfuerzos para evitarla”. Y no me cabe duda que se refería a la vergüenza de los otros, del resto de ciudadanos, que no hacían lo posible porque no existiera. Por desgracia se ha perdido esa empatía hacia el otro, en especial al que sufre y tiene necesidad. No suelo citar a economistas, pero me gusta la frase de James Tobin (Premio Nobel de Economía en 1981), porque va en el mismo sentido de la de Pericles: “Aun cuando una sola familia esté por debajo de la línea oficial de pobreza, ningún político (y yo lo cambiaría por ‘ningún ser humano’) podrá reclamar la victoria en la lucha contra la pobreza o ignorar el repetido y solemne reconocimiento de las obligaciones de la sociedad para con sus miembros más pobres”.
Para terminar, conviene hacer notar que el ser humano es mucho más que un consumidor de recursos y su conducta no puede ser explicada sólo a partir de la economía. Las dimensiones cultural y espiritual juegan un rol primordial. Los grandes exponentes de nuestra humanidad –Gandhi y Nelson Mandela, entre los más recientes– han sido, justamente, los que la relegaron y se concentraron en hacer mejores las condiciones para sus congéneres. Aunque los valores imperantes en el mundo actual no correspondan a los suyos, no podemos negar que tenían razón cuando criticaban al ramplón materialismo.
San Isidro, 11 de julio de 2018
[1] Vargas Llosa. ‘La llamada de la tribu’. Alfaguara, Lima, 2018. Pág. 25.
[2] Ibidem. Págs. 26-27
[3] Cifrado Adela Cortina. ‘¿Para qué sirve realmente la ética?’ Paidós. Barcelona 2014. Pág. 78.
[4] “Homo homine lupus” es la frase de Thomas Hobbes en latín.
[5] Cifrado Fernando Zavater. ‘Ética para Amador’. Pág.
[6] “Homo sum; humani nihil a me alienum puto.” Traducción: “Hombre soy; nada humano me es ajeno.” Notas: En la comedia Heautontimorumenus (El enemigo de sí mismo), del año 165 a. C. de Publio Terencio Africano, esta frase es pronunciada por Cremes para justificar su intromisión. Sin embargo, la cita ha quedado para la posteridad como una justificación de lo que ha de ser el comportamiento humano. https://es.wikipedia.org/wiki/Homo_sum,_humani_nihil_a_me_alienum_puto
[7] Cifrado Fernando Savater. Ética para Amador. Págs. 94-95
[8] Ibidem. Págs. 96-97
[9] Ibidem. Págs. 97-98
[10] Cifrado. Tomás Moro. ‘Utopía’. Citado por Fernando Savater. Págs. 99-100.
[11]Cifrado Adela Cortina. Obra citada. Págs. 78-79
[12] Ibidem
Deja el primer comentario sobre "¿Pobres?"