S.O.S. Nicaragua

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Revista Ideele N°282. Octubre 2018

Es muy incierto aún cómo y cuándo se “solucionará” la crisis humanitaria y política que vive Nicaragua desde abril. Dos narrativas sobre el origen de la crisis, la del régimen y la de la rebelión cívica, han polarizado al país y parecen irreconciliables. En agosto, la Oficina del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos avaló la narrativa de la rebelión cívica en un informe que le costó su expulsión del país.

La lucha cívica y pacífica contra una dictadura, que en abril se reveló no sólo autoritaria sino criminal, ha dejado ya entre 300 y 400 muertes violentas, más de 2 000 heridos, decenas de jóvenes líderes capturados, encarcelados, torturados y juzgados como terroristas y unas 25 mil personas refugiadas en la vecina Costa Rica, buscando salvar sus vidas de la represión.  

La pareja gobernante, los Ortega-Murillo, proclaman que el país ya está “normalizado” y Ortega afirma que se quedará gobernando hasta 2021. La población que se insurreccionó en abril está determinada a impedirlo. El enfrentamiento es muy desigual. Y sin una pronta salida política, la crisis humanitaria y los graves problemas económicos y financieros que el conflicto ha provocado tienen a Nicaragua al borde del abismo.

En abril, y aún en mayo, se veía más cercana la solución de la crisis. El desproporcionado uso de la fuerza que el régimen empleó contra las primeras protestas de los estudiantes, segando la vida de tantos, crímenes que no se detuvieron ni un solo día desde el 20 de abril, alimentaron exponencialmente la indignación popular. Esas primeras muertes de jóvenes explican cómo empezó esto, cuál fue la chispa, el origen de la rebelión: crímenes que aún hoy el gobierno ni siquiera reconoce que sucedieron. Esa primera chispa se convirtió en un incendio, “resultado de agravios con profundas raíces”, como se lee en el informe de Naciones Unidas de agosto.

El gobierno respondió al incendio “disparando a matar” como denunció Amnistía Internacional en su primer informe de mayo. Resultado: la mayor matanza jamás vista en Nicaragua en tiempos de paz. “La gran mayoría de víctimas fallecieron como resultado de la acción estatal o de fuerzas parapoliciales al servicio del Estado”, reiteró en agosto la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). La gran mayoría perdió la vida ejerciendo el derecho de reclamar justicia y democracia, libertad, otro gobierno. También del otro lado algunos perdieron la vida impidiendo esos derechos. Van a la cuenta del régimen, que los mandó a matar o a morir.

Esta es la narrativa de quienes se oponen al régimen. La comparten el máximo organismo regional y el máximo organismo internacional de derechos humanos. 

La narrativa del régimen niega que hubiera protestas ciudadanas reprimidas con armas de fuego, niega que se haya violentado el derecho a la protesta. Y afirma que lo que hubo fue la respuesta del gobierno a un golpe de Estado planificado, organizado y financiado desde Estados Unidos. No hay duda de que en este momento tan convulso sería extraño, por decir lo menos, que Estados Unidos no se interesara en participar en la crisis, sacando alguna ganancia. Las excelentes relaciones que Ortega mantuvo durante más de una década con Washington, garantizando “estabilidad” en Nicaragua les obliga a interesarse en el país.

Que lo ocurrido fuera un golpe de Estado fue una idea plantada por la delegación gubernamental en una de las primeras sesiones del diálogo nacional, cuando la Alianza Cívica, con la mediación de los obispos, propuso como salida a la crisis anticipar las elecciones. El régimen se negó y organizó “operaciones limpieza” para recuperar, a sangre y fuego, el control territorial que centenares de tranques y barricadas le habían quitado. Fue la etapa de mayores muertes.

Concluida la “limpieza”, el régimen concluyó su narrativa. Es ésta: en abril hubo un intento de golpe de Estado. Nunca hubo una lucha cívica. Los golpistas emplearon la violencia para imponerse, pero fueron derrotados y están siendo juzgados como lo que son: terroristas y vendepatrias. Y tras haber estado presentando cifras dispares sobre las muertes ocurridas desde abril, fijó un número definitivo y una nueva consigna: “Fueron 198. ¡Ellos los mataron! ¡Que paguen por sus crímenes!” Significa que todas las muertes las causaron los golpistas. Esta narrativa pretende cohesionar a las bases del partido de gobierno, cada vez más reducidas y también convencer a la “izquierda” internacional, asemejándola a la narrativa de los años 80, cuando el gobierno “revolucionario” fue víctima de una agresión armada financiada desde Estados Unidos.

No ha habido en cinco meses variante alguna sobre esta versión de lo ocurrido. Lo que vemos a diario es una persistente “huida hacia delante” que parece no tener vuelta atrás. Durante más de una década la pareja gobernante avanzó, sin mayores obstáculos, en un proyecto dinástico para perpetuarse en el poder. Ahora se resisten a aceptar que un plan tan cuidadosamente acariciado se les haya hecho trizas.

Ha sido el tema de los derechos humanos el que ha abierto los ojos del mundo a lo que pasa en Nicaragua. Y el logro político más significativo arrancado a Ortega por la rebelión cívica y por el diálogo ha sido la presencia en Nicaragua de organismos regionales e internacionales de derechos humanos.

El informe sobre derechos humanos que la CIDH presentó a la OEA en junio, decidió a la OEA a involucrarse decididamente en la crisis. Después, el régimen tuvo que aceptar que la CIDH instalara de forma permanente en nuestro país un Mecanismo de Seguimiento (MESENI) y que vinieran a Nicaragua, por seis meses prorrogables, cuatro profesionales del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI), con el mandato de investigar todas las muertes ocurridas entre el 18 de abril y el 30 de mayo. También tuvo el régimen que aceptar en nuestro país al equipo de la OACNUDH.

Sin embargo, informe tras informe, comunicado tras comunicado, el régimen no ha colaborado con ningún organismo internacional. A los funcionarios de esos organismos no se les ha permitido entrar en las cárceles ni asistir a los tribunales donde se desarrollan juicios que violentan todas las garantías del debido proceso. Tampoco se les permite salir de la capital. Y a los expertos independientes no se les da acceso a los expedientes forenses, judiciales y policiales de los casos que deben investigar.

El régimen sabe que el instrumento más eficaz para colocar a Nicaragua en el radar internacional ha sido el tema de los derechos humanos. Por eso, para sostener su narrativa no tuvo más remedio que invitarlos y no tiene más remedio que levantar una muralla ante quienes señalan su responsabilidad en los crímenes.

“A partir de agosto y para demostrar que todo ‘está normal’ el régimen pretende recuperar el control de las calles. Organiza contramarchas con sus simpatizantes y con empleados estatales a quienes obliga a asistir”

A cinco meses de la rebelión de abril se ha reducido el número de asesinatos. Sin embargo, policías, parapolicías enmascarados o civiles siguen capturando tanto a líderes territoriales de las protestas como a cualquier otra persona que consideren sospechosa. Las llevan a las mazmorras de El Chipote, donde son vejadas, amenazadas, torturadas y, de forma arbitraria, a veces liberadas en horas o en días, a veces retenidas por más tiempo, a veces trasladadas a la Cárcel Modelo, donde son sometidas a juicios viciados de ilegalidades. Más de 300 personas enfrentan juicios amañados en donde los acusan de “terroristas”. 

Aunque arrestos y detenciones ocurrieron desde los primeros días de la crisis, como reconoce el informe de la ONU, en la fase actual, caracterizada por la “criminalización de las protestas”, las capturas y las detenciones han aumentado La ola represiva incluye también despidos arbitrarios. La Asociación Médica Nicaragüense informa de al menos 300 profesionales de la salud despedidos por haber atendido a heridos durante las protestas o haber expresado críticas a la política oficial.

A partir de agosto y para demostrar que todo “está normal” el régimen pretende recuperar el control de las calles. Organiza contramarchas con sus simpatizantes y con empleados estatales a quienes obliga a asistir. Asedia e intimida las movilizaciones cívicas para que no se realicen y las infiltra con agentes que provocan violencia para acusar de esa violencia a los manifestantes. “El comandante se queda” es la consigna que repiten los que todavía siguen a Ortega. “Plomo” es otra consigna. El objetivo es aterrorizar y que la población indignada sienta que “ya pasó todo” y que ellos “ya ganaron”.

Tres sondeos han mostrado hasta ahora el sentir de la gente sobre cuál debe ser la salida al conflicto. El primero lo realizó CID Gallup entre el 5 y el 14 de mayo, cuando no había pasado ni un mes de la insurrección de abril. El 69% de las personas dijo en esas fechas que quería que Ortega y Murillo “renunciaran” al gobierno. De ese porcentaje un 30% se declaró sandinista. 

Dos meses después, el 17 de julio, en marcha la sangrienta “operación limpieza”, el Grupo Cívico Ética y Transparencia realizó otro sondeo. Para esa fecha, la “renuncia” se veía imposible. El 79 % respondió afirmativamente a la aseveración: “Es conveniente realizar elecciones generales prontamente”. En septiembre, EyT volvió a hacer la misma pregunta y encontró que el 81 % respaldaba el adelanto de las elecciones.

A cinco meses de abril, el consenso mayoritario entre la población, tanto la que se moviliza en las calles exigiendo justicia y democracia y enfrentando balas, intimidación y capturas, como la que no lo hace, pero repudia al régimen y desea que esto tenga un final, es un pronto cambio de gobierno y de forma cívica: “Que se vayan y que sea sin guerra”. 

El consenso internacional, encabezado por la OEA es que la solución debe ser electoral y cuanto antes, una salida que el régimen deberá negociar en un diálogo nacional “de buena fe”, como le exige la OEA.

Esa salida, lo sabemos en Nicaragua y lo sabe desde hace años la OEA, no sólo significa acordar una fecha concreta para elecciones anticipadas. El calendario debe incluir otras fechas en las que realizar cambios indispensables para que el colapsado sistema electoral, que ha estado preñado de fraudes durante una década, brinde garantías a toda la población y asegure unos comicios transparentes, competitivos y con observadores nacionales e internacionales. Esos cambios requieren de tiempo y hacerlos requiere de la voluntad política de Ortega. Hasta el momento, en sus discursos ante sus seguidores Daniel Ortega no da ninguna muestra de flexibilidad.

Aunque no es tiempo aún de hacer balances, Ortega ha “ganado” en el corto plazo por contar con la brutalidad represiva de la Policía y los parapolicías y con la complicidad del Ejército. Y el movimiento insurreccional va “ganando” estratégicamente al mantener e insistir en el carácter cívico y pacífico de la lucha. El precio que ha pagado por esa decisión ha sido altísimo.

Es ese precio pagado en sangre y en dolor el que ha abierto finalmente los ojos de la comunidad internacional a lo que está pasando en Nicaragua. Eso ha aislado a Ortega, lo ha desenmascarado y lo mantiene acorralado. Y por la ilegitimidad con la que hoy mira el mundo a Ortega y a Murillo la rebelión cívica va ganando.

Sin embargo, sin una presión decidida y constante de la comunidad internacional sobre la pareja gobernante y sus cómplices el pueblo de Nicaragua no podrá salir de una dictadura tan sanguinaria. Sin una pronta ayuda internacional este país quedará en escombros y en manos de paramilitares armados e impunes.

La persistencia de la indignación social y la determinación de continuar reclamando una nación mejor, diferente a la que tenemos hoy, diferente a la que quiso construir Ortega, diferente a la que ha conocido Nicaragua a lo largo de su historia, es la mayor esperanza en este horizonte plagado de incertidumbres.

(REVISTA IDEELE N° 282, OCTUBRE DEL 2018)

Sobre el autor o autora

José Alberto Idiáquez Guevara
Padre jesuita nicaragüense. Ex Rector de la Universidad Centroamericana (UCA) en Managua.

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