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Revista Ideele N°286. Julio 2019El neoliberalismo nació, en el pensamiento económico occidental, después de la Segunda Guerra Mundial. Fue una suerte de reacción contra el intervencionismo estatal y la construcción del Estado del bienestar en la Europa de la posguerra. Su partida de nacimiento sería la publicación del libro del economista austríaco Friedrich August Hayek, The Road to Serfdom (1944), en el que se atacó frontalmente toda limitación impuesta por el Estado al libre funcionamiento del mercado. Era una amenaza mortal a la libertad, no solo económica sino también política, del individuo. El texto de Hayek apareció en pleno proceso electoral inglés, en el momento en el que el Partido Laborista triunfaba en las elecciones y conquistaba el poder de la mano de Clement Attle. Hayek atacaba con vehemencia las buenas intenciones de la socialdemocracia que, a su criterio, conduciría al mismo desastre que el nazismo alemán, es decir, a una servidumbre moderna.
Sin embargo, la recuperación de Europa, el “milagro económico” que vivió el mundo occidental industrializado, incluido el Japón, hasta la crisis del petróleo de 1973, que permitió la construcción de una aparente sólida sociedad del bienestar, muchas veces bajo el modelo político de la socialdemocracia, hizo que las ideas del grupo de Hayek no tuvieran mucha proyección. Eso no impidió que siguieran trabajando en criticar aquel Estado protector, un socialismo “disfrazado”, que, teóricamente, destruía la libertad de los individuos y las bondades de la libre competencia, base de la prosperidad general. En otras palabras, desafiando el consenso de los años cincuenta y sesenta, señalaban que la desigualdad era un valor positivo, imprescindible, que necesitaban las sociedades occidentales.
Dentro de esta perspectiva, el antecedente más remoto que ubicamos en el Perú sobre la aplicación de un programa neoliberal en la política económica fue la llegada de Pedro Beltrán Espantoso (Lima, 1897-Nueva York, 1979) al entonces Ministerio de Hacienda, en julio de 1959, durante el gobierno conservador de Manuel Prado y Ugarteche. Formado en el London School of Economics, una suerte de “templo” del liberalismo británico, el nuevo ministro emprendió una política de ajuste para ordenar las finanzas y estabilizar la moneda luego del populismo económico, clientelista, que había desatado la dictadura militar del general Manuel A. Odría (1948-1956) y que no habían podido corregir los tres primeros ministros de Hacienda de Prado (Juan Pardo Heeren, Augusto Thorndike y Luis Gallo Porras): el alza del costo de vida producto del populismo y los controles de precios.
En arriesgada maniobra, Beltrán recurrió a un “préstamo” del Banco Central de Reserva (BCR) para inyectar circulante y logró, por sus contactos en Estados Unidos, un préstamo del Fondo Monetario Internacional (FMI) para restablecer las reservas internacionales. Asimismo, recortó el gasto público, eliminó los subsidios a los productos de primera necesidad (combustibles, transporte y carne), elevó el precio de la gasolina, congeló los salarios y desapareció el control de cambios. En un primer momento, su política benefició sustancialmente al sector exportador, con la devaluación de la moneda nacional.
El shok aplicado por Beltrán tuvo sus costos sociales y políticos. La recesión que desató hizo que aumentara el número de huelgas y desatara la crítica de los sectores “nacionalistas”, pues la subida del precio de la gasolina se interpretaba como una concesión a las presiones de la empresa norteamericana International Petroleum Company, que operaba los yacimientos de La Brea y Pariñas y la refinería de Talara. Pero a Beltrán también se le recuerda por la promulgación de la “Ley de Promoción Industrial”, que ofrecía incentivos a la inversión a través de la eliminación de aranceles a la importación de equipos y a la posibilidad de reinvertir las utilidades libres de impuestos. De esta manera, se sentaban las bases para introducir el modelo de la “industrialización por sustitución de importaciones” (ISI), tan recomendado entonces por la Comisión Económica para América Latina (CEPAL).
El shock aplicado por Beltrán tuvo sus costos sociales y políticos. La recesión que desató hizo que aumentara el número de huelgas y desatara la crítica de los sectores “nacionalistas”, pues la subida del precio de la gasolina se interpretaba como una concesión a las presiones de la empresa norteamericana International Petroleum Company.
Pero las medidas de Beltrán, próspero hacendado en Cañete, ex presidente del Banco Central de Reserva y dueño del diario La Prensa, el más moderno de la época, que llegó a desplazar en ventas al conservador El Comercio, eran para favorecer, finalmente, al sector exportador, al que pertenecía, y a cuadrar las cuentas nacionales luego del paternalismo populista, cargado de corrupción, del odriísmo. La apuesta ortodoxa de Beltrán dio sus frutos porque se dinamizó el mercado externo hacia 1960-1961: aumentó la exportación minera y pesquera, lo que permitió un crecimiento promedio del PBI por encima del 5%.
¿Era viable el liberalismo en el Perú de 1960? En términos económicos, solo para la oligarquía exportadora y las empresas norteamericanas que operaban en el país, también vinculadas al mercado externo. No era viable, por ejemplo, para los empresarios que tenían al mercado interno como prioridad, ilusionados con la “industrialización”, demandantes del proteccionismo, del patronazgo estatal y de las recomendaciones “desarrollistas” de la CEPAL, a quienes Beltrán también tuvo que sonreír, seguramente muy a su pesar. El liberalismo también era ajeno a la masa de migrantes que ya agobiaba a las ciudades de la Costa, especialmente Lima, que reclamaban empleo, vivienda, educación y otros servicios, proclive al populismo paternalista, al que no pudieron escapar el segundo pradismo ni el primer belaudismo. Un país, además, secuestrado en el pasado por la misma oligarquía terrateniente, con una visión patriarcal y vertical de la sociedad, a pesar de estar conectada al mundo exterior y de dar apariencia de cosmopolita por sus viajes y cierto estilo aburguesado. Y ni qué decir de la otra oligarquía, la del gamonalismo andino, explotadora del campesinado indígena, que mantenía haciendas poco productivas, sin tecnología y con cero interés por la inversión y la liberalización de la mano de obra en el mundo rural.
La ortodoxia liberal, acariciada por Beltrán mientras fue premier y ministro de Hacienda, quedó postergada al menos veinte años más en el Perú, debido al desarrollismo de los sesenta y el estatismo de los setenta. Todo el gasto público, el déficit y el endeudamiento que representó aquel modelo, acompañado por el crecimiento de la burocracia estatal, y que atentaba contra el libre comercio, el libre cambio y la iniciativa privada debieron agobiar a Beltrán, que vio además, cómo el gobierno militar expropió su hacienda de Cañete, su periódico y su elegante casona del jirón Cuzco, que exhibía uno de los balcones de cajón más imponentes del centro de Lima. Si hasta los años sesenta Beltrán detestaba la política criolla, en 1979, cuando falleció, ya la odiaba. El Perú que se imaginó cuando estudió en Londres o recibía honores en las universidades de Harvard, California y Yale era imposible, no tenía remedio.
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