Las pequeñas batallas que la paz le está ganando a la guerra en Colombia

Créditos: Agencia Prensa Rural

Escrito por

Revista Ideele N°287. Agosto 2019

La reciente noticia del rearme de Iván Márquez avivó los vientos de guerra en el país. La sorpresiva aparición televisiva llamando a sus seguidores a volver a la confrontación armada provocó temores ya conocidos: la muerte y la desolación. Las figuras de la extrema derecha aprovecharon para intentar distorsionar la implementación del acuerdo de paz. Sin duda, la mejor respuesta fue la de  cientos de excombatientes apoyando el camino ya escogido, la travesía por la paz.

Mi historia con el más reciente proceso de paz en Colombia ha sido tormentosa. Todavía recuerdo el 26 de septiembre de 2016, hace casi ya 3 años. La imagen es nítida: anochecía en Bogotá mientras en Cartagena de Indias se firmaba el “Acuerdo General para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera” entre el Gobierno colombiano y las FARC-EP. Seguía paso a paso la transmisión, me consumía la ansiedad y de repente una fuerza inesperada detonó en mí una tristeza profunda por el sufrimiento inquebrantable de cientos de víctimas a quienes había conocido y quienes me habían narrado su historia de dolor. Y estallé en llanto, y brotaron las lágrimas que nunca había derramado durante años de escucha y de trabajo con los sobrevivientes del conflicto armado. Y estaba desconsolada, a pesar de lo histórico de la firma del acuerdo, mi cerebro no reaccionaba y en mi cabeza pasaban imágenes y voces a toda velocidad: la de la señora Nancy contándome con angustia como en el Chocó desde que se levantaba veía “puros muñecos pegados a la pared”[1]; la de la señora Eneida contando cómo una noche habían masacrado a 17 personas en El Carmen de Bolívar, incluyendo a varios de sus familiares; la de la señora Tomasa de Mampuján, que después de la masacre no sabía a ciencia cierta si su marido estaba muerto o vivo; la del señor Humberto contando cómo se despobló La Bonga, huyendo de los actores armados “de uno en uno, de dos en dos, una familia hoy y otra mañana, hasta que no quedó nadie en el pueblo”; y así muchas más. Estaba llorando por el dolor que causa la violencia y por tantas muertes que se pudieron evitar en esta guerra fratricida.

Luego vendría el fatídico 2 de octubre, el día que los colombianos le dijeron no a la paz. Con un país dividido entre los que creíamos en que era posible construir un nueva Nación con unos acuerdos de paz imperfectos y los que salieron a votar en contra de esta nueva oportunidad bajo un velo de ignorancia que estuvo alimentado por el odio y la mezquindad del partido centro democrático y su energúmeno líder. Casi tres años después, Colombia aún no ha sanado. No nos hemos recuperado de la desconfianza en el que depositó el voto contrario al nuestro, no dejamos de culpar al otro, al que piensa diferente, somos una sociedad aún doliente. La polarización cada vez se agudiza más y los términos “los que votaron por el no” y “los que votaron por el sí”, se convirtieron en parte del lenguaje cotidiano expresando rechazo. Somos un país fragmentado que no encuentra el camino a una convivencia que contribuya a la no repetición de la violencia.

Y como si fueran pocas las dificultades que hemos enfrentado en este arduo camino de la construcción de paz, el 29 de agosto de 2019 recibimos un fuerte golpe, quizá el más duro desde el inicio de la implementación de los acuerdos. El exjefe negociador de paz por parte de las extintas FARC-EP, Iván Márquez, declaró su rearme junto con algunos compañeros de la antigua guerrilla y el nacimiento de un nuevo grupo armado para luchar por “la paz traicionada”. Según el excomandante del grupo guerrillero, él y sus compañeros tomaron de nuevo las armas debido al incumplimiento de los acuerdos por parte del gobierno y por el homicidio desde el 2017 de más de 150 excombatientes que se encontraban en proceso de reincorporación a la vida civil. Y como lo dice mi jefe “no se construye la paz convocando a un nuevo ciclo de guerra”. Justamente conversando con él y reflexionando sobre esta fatal noticia, la pregunta que surgió fue por qué los colombianos en lugar de comprender las causas profundas de la guerra y de tratar de entender por qué muchos todavía encuentran en la violencia armada una solución, se apresuran a encontrar un culpable, una persona a quien señalar, a quien atribuir toda la responsabilidad, acción que nos libera de preguntarnos por esas verdades incómodas, que nos interpelan como ciudadanos y como sociedad, que necesariamente nos involucra, en mayor o menor medida, en la reproducción de la violencia en nuestro país.

Mi vida laboral ha estado enmarcada por el trabajo con personas que han sido víctimas de la guerra en distintas latitudes. He conocido sus historias, dolores y resistencias. La ausencia presente que carcome el espíritu de la buscadora que no descansará hasta encontrar a su desaparecido; la incansable lucha por la justicia de los familiares a quienes les han arrebatado la vida de un ser querido; las huellas imborrables, en el cuerpo y en el alma, de quienes han sufrido la violencia sexual; la infancia perdida, y con esta el amor y la seguridad, de quienes fueron arrastrados a muy temprana edad a empuñar un arma para la guerra; la devastación que producen las minas antipersonales en la vida de las víctimas y el impacto en su relacionamiento familiar y social; el desarraigo que produce el desplazamiento y el despojo de tierras. No importará ni el tiempo ni la distancia, mi corazón, solidaridad y energía siempre estará con ellas. Y este manifiesto debo hacerlo antes de narrar dos experiencias que he vivido en los últimos meses, que han dejado una profunda huella en mí, que me han redimido frente a la rabia y animadversión que en muchas ocasiones he sentido por los actores armados responsables del sufrimiento de las víctimas del conflicto en mi país, y me han permitido valorar las posibles transformaciones del ser humano y seguir persistiendo en la lucha por la paz.

Mis relatos no buscan justificar los crímenes cometidos por los actores armados, estaría faltando a la verdad si lo hiciera. Creo firmemente que cada persona debe hacerse responsable de sus actos y asumir las consecuencias, pero también estoy segura, que a pesar de los reveses que ha sufrido la implementación de los acuerdos de paz, hay motivos para seguir andando el camino.

Mi viaje a la profundidad del Chocó

Como parte de mi trabajo, tengo la tarea de escuchar a las personas afectadas por el conflicto armado colombiano. Fue precisamente en mi actividad laboral que tuve la oportunidad de adentrarme en la espesura de la selva chocoana. Mi tarea: propiciar un espacio de reconstrucción de memoria con los niños y niñas de un resguardo indígena y escuchar sus recomendaciones para la no repetición de la guerra.

Luego del cansancio de una larga travesía por transporte aéreo, terrestre y fluvial, pero deslumbrada por el imponente y maravilloso paisaje que ofrecía el río Jiguamiandó, lo primero que vi al llegar allí, en lo alto de un cerro, fueron los niños y niñas de la comunidad. Desde ese momento sentí que ese viaje iba a ser especial. Mi trabajo en esa ocasión estaba enmarcado en propiciar un acercamiento entre los que se enfrentaron en la guerra, entre víctimas y responsables, entre distintas comunidades. De este espacio hicieron parte miembros de varios pueblos, organizaciones sociales, entidades del Estado, agencias de cooperación, académicos y excombatientes de altos rangos. En total éramos unas 120 personas aproximadamente.

Siempre que llego a un lugar nuevo, en el que no conozco a la mayoría de las personas, tiendo a ser reservada y muy observadora. Soy de las que se siente más cómoda con las dinámicas interpersonales o en pequeños grupos, que con los grandes espacios colectivos. Al principio, aunque se percibía un ambiente de tranquilidad y camaradería, debo confesar que sentía un poco de prevención frente a quienes habían hecho parte de un grupo armado. Pero una prevención que no estaba basada en el desconocimiento de la importancia de las segundas oportunidades en la vida, y que además estoy convencida que todos los excombatientes se merecen, sino en su jerarquía y la responsabilidad que esto implicó en el marco del conflicto armado.

Durante tres días, en condiciones físicas y de infraestructura precarias, y bajo la inclemente lluvia del Chocó, poco a poco fui acercándome a ellos, a compartir un café o una botella de agua, a reír por un comentario simple y cotidiano, a recibir su apoyo para subirme al bote o para cargar mi pesado morral, a escuchar sus proyectos y hasta sus anécdotas de la guerra. Ya en el último trayecto terrestre de regreso, compartí el transporte con el excomandante de un Frente de las FARC-EP, ahora miembro del partido político que surgió luego de la desmovilización como parte del acuerdo de La Habana, con un Oficial del Ejército perseguido por la propia institución por haberse negado a cumplir órdenes contrarias a la dignidad humana y un par de personas más. Si el excomandante de las FARC-EP y el Oficial del Ejército iban tranquilos (la que no iba tan tranquila era yo por las delicadas condiciones de seguridad de estas dos personas), compartiendo un snack y una bebida, ¿quién era yo para tener prejuicios si quienes habían sido enemigos ahora se miraban a los ojos y podían dialogar? Antes de tomar el vuelo de regreso mientras almorzábamos, el excomandante de las FARC-EP sacó de una bolsa un pescado local que le habían preparado y tenía guardado, y nos entregó un pequeño pedazo a cada uno de los que estábamos en la mesa para que lo probáramos. Ese pequeño gesto que podría parecer insignificante, para mí fue un enorme acto de paz.

Una conversación improbable en un lugar aún más improbable

En la preparación de un encuentro sobre el conflicto armado y la niñez he tenido la tarea de conversar con diferentes sectores de la sociedad interesados en apoyar la iniciativa. Un sábado al mediodía en la ciudad de Medellín, lugar en donde se realizará este encuentro, nos acercamos con unas colegas a conversar con el fundador y líder de un maravilloso proceso cultural que a través del hip hop le ha arrebatado niños y jóvenes a la guerra. Cuando llegamos, mientras un grupo de jóvenes estaban haciendo un mural de arte urbano con un artista brasileño, estaba el líder de esta organización cultural sentado en un sardinel con el exjefe del bloque más numeroso de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), desmovilizado en enero del 2006. Este excomandante paramilitar, quien desde su salida de la cárcel ha dedicado parte de su tiempo a aportar a la sociedad por medio de una estrategia pedagógica enfocada en la reconciliación y la paz, se encontraba justamente ahí, por primera vez, con el objetivo de conocer esa experiencia cultural transformadora que desde hace 20 años se lleva a cabo en esa zona de la ciudad.

Cuando reconocí al exjefe paramilitar, quien en un acto público que había presenciado el año pasado pidió perdón por sus acciones y reconoció “que no le alcanzaría la vida para arrepentirse de lo que había hecho” (y en ese momento mi percepción fue que el arrepentimiento había sido sincero), me llegué a paralizar por unos instantes y a sentirme algo desorientada. Si bien mi impresión de su acto de reconocimiento había sido positivo, sentía algo de precaución al acercarme. Lo primero que hice, luego de que nos presentaran, fue observarlo detalladamente y lo que vi causó un fuerte impacto en mí. Vi a un ser humano amable y atento, cariñoso con su esposa, interesado genuinamente en lo que decía cada persona que tomaba la palabra. Y de repente, allí estábamos todos. Desde las más diversas orillas sociales, sentados juntos en el suelo, dialogando sobre el impacto del conflicto armado en la niñez y la importancia de que la violencia no se repita, mientras almorzábamos un sencillo asado, preparado por los jóvenes que en la acera del frente trabajaban en el mural. La despedida entre todos fue cálida y en ese instante tuve la certeza de que yo no volvería a ser la misma.

Mis relatos no buscan justificar los crímenes cometidos por los actores armados, estaría faltando a la verdad si lo hiciera. Creo firmemente que cada persona debe hacerse responsable de sus actos y asumir las consecuencias, pero también estoy segura, que a pesar de los reveses que ha sufrido la implementación de los acuerdos de paz, hay motivos para seguir andando el camino. Las pequeñas batallas que la paz está ganando en Colombia son muy poderosas, porque alimentan el anhelo de que podemos vivir sin aniquilar al otro. Y así los señores y fantasmas de la guerra insistan en teñir de sangre el país, nunca me permitiré olvidar la esperanza que sentí al ver a una mujer que estuvo secuestrada durante 7 años por las FARC-EP, recibiendo con dignidad el perdón solicitado por un excomandante de ese grupo guerrillero y momentos después sirviéndole un vaso de agua a su verdugo para que calmara la sed.

[1] En la narración de la historia, los “muñecos” hacen referencias a las personas muertas que aparecían todos los días en la región.

Sobre el autor o autora

Sinthya Rubio
Especialista colombiana en Derecho Internacional Humanitario.

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