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Revista Ideele N°305. Agosto-Setiembre 2022En estos doscientos años que vamos como República, hay un tema que no ha terminado de resolverse: la separación de las creencias religiosas de la política, más aún de la legislación y del Estado, al menos tal como la modernidad lo hubo establecido. Actualmente, la Iglesia Católica no tiene el poder que tenía cuando se declaró la independencia y otras iglesias han cobrado protagonismo, pero más allá de las instituciones, se ha mantenido presente una ideología religiosa en toda la amplitud del escenario político y en los discursos de sus líderes, que aún entusiasma, convoca y convence a la ciudadanía.
Aunque nuestros primeros gobernantes buscaron conciliar la religión católica con la construcción de una nación, como bien señala Jeffrey Klaiber S.J., la concibieron como supeditada al orden del Estado (Fernando Armas, 2020). Manuel Lorenzo Vidaurre o Francisco de Paula Gonzáles Vigil, imaginaban una iglesia distinta, una nacional, menos romana, que conviviera con otras religiones adscritas al evangelio. Si bien su intento no tuvo resultados, el anticlericalismo fue en aumento, al punto que hacia mediados del siglo XIX una nueva generación de políticos, interesados en conseguir un estado moderno, empezaron a reducir la protección del Estado a la iglesia católica, apostólica y romana, única religión del Estado peruano. Los debates en el Congreso se volvieron álgidos y le costaron problemas a Ramón Castilla y a otros presidentes conservadores hasta la guerra con Chile, cuando la Iglesia católica encontró en el desarrollo del conflicto un discurso que, al llevarlo a todo el país a través de los sacramentos, le permitió recuperar el poder del clero: los peruanos debían tomar conciencia de que, si el estado dejaba de lado a la Iglesia, Dios nos iba a castigar con una guerra al punto de desaparecernos como nación. Como señala César Cordero (2020), la Iglesia aprovechó la providencia para ser reconocida como la verdadera institución impulsora del orden y la protectora de la soberanía del país, sin vislumbrar que los movimientos políticos del siglo XX harían del discurso religioso una poderosa herramienta muy bien complementada por el milenarismo.
Haber llegado a doscientos años como República con funcionarios que anteponen sus creencias religiosas a los derechos humanos y los servicios del Estado, con congresistas que permiten que la religión sea el sustento de sus proyectos de ley, en particular sobre el cuerpo de la mujer, con candidatos ovacionados, que oran y lanzan profecías y bendiciones, el Estado moderno anhelado desde el XIX parece por momentos haberse escondido.
Al comenzar el siglo, el lenguaje adscrito a la labor de los defensores de derechos indígenas utilizaba categorías cristianas tan centrales como la “redención” del indio y de su raza, intensificando el entusiasmo por un “redentor” como Túpac Amaru II. Se cuenta que Ezequiel Urviola, líder puneño de la Asociación Pro-Derecho Indígena Tahuantinsuyo, llevaba siempre un libro sobre Túpac Amaru y que dio una charla tan impactante sobre su vida en la Universidad Popular “González Prada” que logró que los asistentes soñaran al héroe (Arroyo, 2005). Ese mismo año, 1923, Víctor Raúl Haya de la Torre, estudiante de la Universidad Mayor de San Marcos y precisamente fundador de la Universidad popular, parecía dar una imagen anticlerical al liderar la campaña de oposición contra la consagración oficial del país al Corazón de Jesús, promovida por el arzobispo de Lima Emilio Lisson para legitimar la dictadura de Augusto B. Leguía. Sin embargo, como trabajaba mientras estudiaba como profesor en el Colegio Anglo-Peruano y poco antes de que lo deportaran, el rector del colegio, el ministro escocés de la Iglesia presbiteriana John A. MacKay lo convenció para estudiar la Biblia; según Klaiber (1978), aquí acontece el momento en que Haya descubre el fuerte mensaje social de los profetas y de Jesucristo y lo incorpora a su retórica. En su primer discurso público en Lima, tras salir de prisión, como jefe del partido aprista, evocó emocionado las horas pasadas en su celda cuando esperaba la sentencia de muerte y cómo en medio de esa soledad, sintió el mandato de dar un “sentido más religioso, más profundo, más espiritual” (54) al partido aprista, consagrando el culto al martirio después de la sublevación aprista de Trujillo, la masacre y las ejecuciones que desencadenó. Quien recogió tal mandato fue Reynaldo Bolaños, conocido como el poeta Serafín Delmar, pareja literaria de Magda Portal. Tras su detención por el primer atentado contra la vida de Sánchez Cerro compuso desde la cárcel versos que condensaron el sacrificio y que replantean al partido como una religión: “Oh, santo pueblo de hombres que lucharon/por nosotros y por la nueva religión aprista,/ sobre tu grito regado de sangre se levantarán/ los cimientos de una nueva sociedad/ generosa y sin odios mezquinos” (56).
El contexto estaba exaltado en su lado religioso también por el mismo Sánchez Cerro, quien, gracias a su personalidad y fenotipo mestizo, fue reconocido como un redentor en los sectores populares de distintas partes del Perú en las que había estado por ser militar. El año 1931 había vencido a Haya de la Torre en las elecciones presidenciales gracias a tamaña popularidad. “Cuando suba Sánchez Cerro no vamos a trabajar pues nos va a llover todito como del cielo el maná” (Stein, 1980: 105) cantaban peruanos en las calles. Tras su asesinato el año 1933, su fascismo se vio fortalecido en manos de su reemplazo, Luis A. Flores, un nuevo jefe convencido de que la religiosidad y el conservadurismo eran signos de una posición anti comunista que aseguraría el bienestar y la armonía. Llevado al extremo, el culto al presidente asesinado devino en un credo: “Creo en el cerrismo todopoderoso, creador de todas las libertades y/de todas las reivindicaciones de las masas populares./Creo en Luis M. Sánchez Cerro nuestro héroe y paladín invencible,/concebido por la gracia del espíritu de patriotismo … /El derramó su sangre con su sacrificio, descendió desde las alturas/del Misti para darnos libertad y enseñándonos con su patriotismo,/elevándose poderoso, glorioso y triunfante”. (108).
Cuando el padre Klaiber estudia la sacralización discursiva de Haya de la Torre a través de figuras bíblicas, año 1978, encuentra en tal religiosidad el motivo principal por el que el APRA había alcanzado tan alto nivel de simpatía de parte de la población peruana a lo largo del siglo XX. Deja manifiesta también su sorpresa ante el hecho de que las izquierdas no hubieran echado mano de tan buena herramienta de captación. Sin embargo, este proceso sí se estaba llevando a cabo, en Ayacucho, y quien lo iba a protagonizar sería Abimael Guzmán. En Profetas del odio (2012), Gonzalo Portocarrero dedica cinco ensayos a la comprensión de la conducta, el fanatismo y las ideas del Presidente Gonzalo, el nombre bajo el que Guzmán expandía su obsesión por el poder. Un hombre que hacia 1979 da forma a un colectivo que glorificó la violencia como un medio para provocar una revolución y transformar al Perú en una sociedad justa. Desde los primeros años de Sendero Luminoso, el estilo religioso de Guzmán intentaba replicar la voz profética de Nietzsche:
“Para todo Partido Comunista llega un momento que asumiendo su condición de vanguardia del proletariado en armas rasga los siglos; lanza su rotundo grito de guerra y asaltando los cielos, las sombras y la noche, comienzan a ceder los viejos y podridos muros reaccionarios, comienzan a crepitar y crujir como frágiles hojas ante tiernas y nuevas llamas, ante jóvenes pero crujientes hogueras. La guerra popular comienza a barrer el viejo orden para destruirlo inevitablemente y de lo viejo nacerá lo nuevo y al final como límpida ave fénix, glorioso, nacerá el comunismo para siempre (Comité Central Ampliado del Partido Comunista del Perú, 1980).”
Pero pronto el castigo autoritario y cruel de las injusticias que ejecutó en el sur del país fue tornando hacia el terror y la inmolación de sus militantes hacia el fin mismo del partido. El resultado fue un mesías implacable de una falsa lucha revolucionaria. Decenas de miles de muertos, de mayoría quechua hablantes, y personas aún desaparecidas, migración forzada y la cancelación social del comunismo fueron sus únicos logros.
Hoy, cuando su muerte y el debate sobre sus cenizas parecían haber dado fin al fanatismo político, étnico y religioso, de pronto surge Antauro Humala con un proyecto fascista. Una propuesta totalitaria que al igual que la de la Unión Revolucionaria de Sánchez Cerro y Luis A. Flores, abarca una sola religión. La diferencia es que esta religión, obra del mismísimo líder del partido, surge del Perú para toda la región andina y cobriza. Su principal dogma e basa en una relectura de Los comentarios reales del Inca Garcilaso para reivindicar la vieja utopía Inca. En el libro De la guerra etnosanta a la iglesia Tawantinsuyana (2011), Humala la describe como parte del socialismo sin lucha de clases que “andinizará” todo lo que antes fue cristiano, desarrollando y permitiendo una sola religión: el Pachamakismo, basada en el amor a los pobres que decretara su primer pontífice Manco Cápac en su lecho de muerte. En su recorrido por el sur del Perú, Humala está demostrando el rápido apego que su carisma e ideología ha logrado en su primera gira partidaria tras los años en prisión. Un hombre que se considera inmolado, un nuevo redentor que, al igual que Guzmán, no busca saciar la sed de justicia, sino llevar al poder a los cobrizos, asegurando la pena de muerte para quienes deben pagar por sus sufrimientos.
Haber llegado a doscientos años como República con funcionarios que anteponen sus creencias religiosas a los derechos humanos y los servicios del Estado, con congresistas que permiten que la religión sea el sustento de sus proyectos de ley, en particular sobre el cuerpo de la mujer, con candidatos ovacionados, que oran y lanzan profecías y bendiciones, el Estado moderno anhelado desde el XIX parece por momentos haberse escondido.
Referencias
Armas, Fernando. “El pensamiento liberal y anticlerical del siglo XIX, analizado en la obra de Jeffrey Klaiber S.J.” Revista del Instituto Riva-Agüero, vol. 5 (2), octubre 2020, pp. 169-192
Arroyo, Carlos. “La experiencia del Comité Central Pro-Derecho Indígena Tahuantinsuyo”. Estudios Interdisciplinarios de América Latina y el Caribe, 15(1), 2004. https://eial.tau.ac.il/index.php/eial/article/view/832.
Comité Central Ampliado del Partido Comunista del Perú. Somos los iniciadores. Ediciones Bandera Roja, preparado para la Internet por la revista Sol Rojo, 1980. http://www.solrojo.org/pcp_doc/pcp_240880.htm
Cordero, César. “El papel de la Iglesia limeña durante la guerra con Chile. Una aproximación a las cartas pastorales y las oraciones fúnebres (1879-1883)”. Discursos Del Sur (5), enero/junio 2020, pp. 147-162
Gonzalo Portocarrero. Profetas del odio. Raíces culturales y líderes de Sendero Luminoso. Lima, Fondo Editorial de la PUCP, 2012.
Humala, Antauro. De la guerra etnosanta a la iglesia Tawantinsuyana: la reivindicación de los “demonios” y el color insurgente de la fe. Lima, Editorial Antaurpi, 2011
Stein, Steve. Populism in Peru. The Emergence of the Masses and Politics of Social Control. Madison, University of Wisconsin, 1980
Interesante artículo Dra. Carla, 200 años como estado pero 500 años de imposición religiosa con la llegada de Colón y su gente.