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Revista Ideele N°239. Junio 2014Para llegar al penal Castro Castro hay que atravesar el distrito de San Juan de Lurigancho que, con más de un millón de habitantes, es el más poblado de Lima según cifras oficiales. Cuando el domingo emprendí el recorrido, hacía muchos años que no veía el distrito, en cuyo perfil urbano destaca ahora la estructura del tren eléctrico rebautizado como metro, que pronto entrará en funcionamiento para cambiar la vida de ese millón de limeños.
Al lado de esa impresionante armazón, el desorden urbano limeño alcanza en la zona rasgos magnificados: cientos de mototaxis, miles de avisos publicitarios de todos los colores e incontables hostales por horas. Pero a una mirada desacostumbrada sobre todo le llama la atención la suciedad, que se visibiliza preferentemente en una capa de mugre acumulada que cubre todo: casas y locales comerciales, veredas, letreros, postes, semáforos, etc. Este abandono de la limpieza –tanto por actores públicos como por vecinos– se extiende en todo Lima, incluso en barrios como Miraflores, pero en San Juan de Lurigancho alcanza un nivel mayor.
Previa cola y múltiples sellos en ambos brazos, se ingresa al penal. Adentro se multiplican pequeños restaurantes –negocios de los propios internos– que en un domingo se benefician de las posibilidades abiertas en día de visitas masculinas. La limpieza de pasadizos, patios y celdas estrechas hace imposible no percibir el contraste con las calles que quedaron atrás cuando se cruzó las rejas.
La circulación de internos y visitantes –a quien no conoce a la población estable le resulta difícil distinguir a unos de otros– es intensa. Sin embargo, no parece haber conflictos abiertos en este ambiente en el que, una vez atravesado los mecanismos de control, no aparece un solo guardia penitenciario, éstos sí uniformados. No se escuchan gritos, ni hay indicaciones de peleas o enfrentamientos durante las cuatro horas que permanezco en el penal. Prevalece un orden en el que no parece haber lugar para una amenaza inesperada.
Limpieza, seguridad personal y red de apoyo en casos de enfermedad. Todo esto se ha levantado y se mantiene en ausencia del Estado
Veo ropa colgada en el patio que para secarse aprovecha un sol que probablemente será de los últimos en este mayo. Pregunto con ingenuidad al interno que me guía si no hay temor a que se robe alguna prenda. Me explica entonces que robar a otro preso es un grave error porque la sanción es inmediata y drástica, aplicada por los propios internos.
El orden riguroso es parte clave de la autogestión que explica todo lo que veo, incluso el piso enlocetado y las paredes recubiertas de mayólicas o periódicamente pintadas. Es el mismo orden que provee mutualmente de recursos a quien se enferma: en este pabellón que visito, además de la atención de un médico que es interno y no funcionario del penal, todos los presos contribuyen para comprar las medicinas necesarias y si el caso es grave, se organizará una pollada.
Limpieza, seguridad personal y red de apoyo en casos de enfermedad. Todo esto se ha levantado y se mantiene en ausencia del Estado. Ese Estado del cual esperamos que proporcione servicios públicos básicos ha renunciado a sus responsabilidades dentro de los límites del penal y, precisamente entonces, la organización y el gobierno de los propios internos lo ha reemplazado con ventajas. Pienso, por un momento, que a ciertos efectos se está mejor adentro que afuera, donde las ratas son visibles entre la basura y me considero a salvo de un asalto sólo porque voy con otros.
Ese domingo constato que, en contra de muchos signos en sentido opuesto, resulta posible construir por peruanos un orden razonable. La paradoja sorprendente consiste no sólo en que su construcción es consecuencia de la ausencia del Estado sino que el lugar para hacerlo sea una prisión.
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