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Revista Ideele N°238. Mayo 2014“Francia ya no es un país libre. Todos se recuestan, se aplastan, se callan, para no ofender a los poderosos, para no ser castigados.” Con estas palabras, Jean-Marie Le Pen, líder histórico del Frente Nacional, suscitó los aplausos de sus seguidores en 2008. Su partido, de extrema derecha, controversial por su xenofobia y antieuropeísmo, es, sin lugar a dudas, el movimiento político más dinámico de Francia.
La prensa lo aborrece, los partidos le temen, preocupa a los europeos, y es sin embargo la agrupación que más ha crecido en la última década. Este año tuvo los mejores resultados de su historia durante las elecciones municipales, pues ganó más de 1200 consejeros municipales (había obtenido solo 60 en 2008). “Ahora Francia tendrá que tomar en cuenta a una tercera fuerza política”, declaró, orgullosa, la dirigencia del partido, que ya prepara otro triunfo en las elecciones europeas.
Hace 15 años, semejante éxito resultaba inimaginable. El Frente Nacional era visto como un partido fundado y compuesto por extremistas, que no podría encontrar apoyo entre los ciudadanos educados por la Quinta República. Creado en 1972 por viejos nacionalistas (algunos incluso acusados de neofascismo) venidos de grupos como “Occident” u “Ordre Nouveau”, el Frente Nacional tenía que ser la voz electoral de los patriotas de línea dura, olvidados por una democracia demasiado socialista. Sin embargo, este proyecto fue súbitamente trastornado con la aparición de Jean-Marie Le Pen. Este Bretón, político y veterano de las guerras de Indochina y de Argelia, sorprendió a los viejos fundadores del FN, arrebatándoles el control del partido y guardándolo entre sus manos por casi 40 años.
Los tiempos que siguieron fueron recordados como una “travesía del desierto”: el FN no encontraba su lugar en una política dominada por los partidos liberal y socialista. En los 80 alcanzó sus primeras victorias y obtuvo sitios en el Parlamento europeo y el francés. Luego de un tiempo de luchas internas, terminó por encontrar un tema propio: denunció la corrupción de los dos grandes partidos y se presentó como una tercera vía.
Pero el crecimiento del Frente Nacional verdaderamente se manifestó ante el mundo cuando, en 2002, Jean Marie Le Pen llegó a la segunda vuelta de las elecciones presidenciales, aplastando al candidato socialista. Este evento conmocionó a Francia: la élite política, aterrorizada con la idea de tener un presidente extremista, movilizó al país para evitar que Le Pen ganara.
Si bien esto se consiguió y Le Pen obtuvo el resultado más bajo en una segunda vuelta presidencial (17,79%), ya no había vuelta atrás: el FN había ganado una confianza que ya nadie le quitaría. Durante los 2000, los miembros del partido se ‘desacomplejarían’ y se sentirían representantes de la Francia del futuro. Cuando, en 2011, el ya anciano Jean-Marie designó a su hija, Marine Le Pen, como su sucesora, el FN le demostró al país que aún tenía muchos años por delante.
El verdadero remedio consiste en entender cómo, en una democracia ya antigua e instruida, pudo prosperar la xenofobia
En una Francia donde la lengua adopta siempre nuevas palabras extranjeras, donde los jóvenes disfrutan de la música de los inmigrantes africanos y árabes, donde el bienestar atrae a los europeos del Este, es entristecedor ver que un partido xenófobo goce de tanto éxito. Cada crimen cometido por un inmigrante en Marsella, París o Lyon es un argumento más para los hombres del FN. Jean-Marie alguna vez declaró: “Francia es un país de asilo cuando se trata de recibir cuatro poetas griegos, o un literato ruso escapado de Siberia. Pero no cuando llegan cuatro mil al año a comer nuestro maíz y nuestro grano”. A pesar de la insoportable intolerancia de su discurso, el peso de los votos hace que el FN se vaya “normalizando” en el debate y que las instituciones empiecen a darle más voz. Aunque duela a los defensores del cosmopolitismo, el FN es hoy, efectiva y muy democráticamente, una nueva voz en el debate de Francia.
La respuesta a esto no es caer en el fatalismo, aceptar que hoy es el tiempo de los extremismos y que solo toca soportarlos hasta que, dios mediante, terminen por eclipsarse por donde vinieron. El verdadero remedio consiste en entender cómo, en una democracia ya antigua e instruida, pudo prosperar la xenofobia.
Si es que logró asentarse una tercera vía, es que las dos otras le dejaron el sitio. Si uno lo analiza de cerca, verá pronto que el Frente Nacional congrega hoy, en su gran mayoría, a los sectores más jóvenes y populares de Francia, empobrecidos y dependientes del Seguro Social. Ésos que antes defendían el socialismo son hoy partidarios de la extrema derecha. Puede parecer incomprensible, a menos que aceptemos que lo que los une no es el fascismo, sino el sentimiento de abandono. Efectivamente, el mismo FN rechaza la asociación con la extrema derecha, pues niega el sistema bipolar de “izquierda” y “derecha”.
Quizá lo mejor sea aceptar esta idea y ver al FN como un movimiento que logra congregar a todos los que se sienten excluidos del sistema. Frente a una izquierda y una derecha que se acercan mucho en temas sociales y que olvidan el apoyo económico a sus clases populares, el FN aparece como un remedio al abandono. El discurso nacionalista y xenófobo sería entonces un elemento excitador del discurso: las clases populares no son racistas por esencia, pero acusar al inmigrante concreta su frustración. Es tiempo entonces de retomar en cuenta las demandas de esta parte de Francia antes de que sea demasiado tarde, sin caer en la trampa de atraerlos con el señuelo del racismo.
Ya en las últimas elecciones, Nicolas Sarkozy, candidato liberal, trató de ganarse al público del FN siendo más duro con los inmigrantes. Esto no hizo sino deslegitimarlo con su electorado, sin conseguir el apoyo de las clases populares. Para detener la xenofobia del FN hay que volver a oír a aquellos que les siguen, sacándolos de la exclusión y desmantelando, poco a poco, la maquinaria racista en la que los tienen encerrados.
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