Escrito por
Revista Ideele N°237. Abril 2014En Francia, es difícil encontrar ciudad más dispareja y contrastada que Marsella. Acostumbrados al racionalismo haussmaniano de París, Marsella no se parece a lo que concebimos clásicamente de una metrópoli francesa. Extendida y casi inundada por el mar, su puerto y sus edificios blancos tienen algo de España, algo de Italia, pero bastante poco de Bretaña; entre los gritos de sus mercados, el árabe puede llegar a eclipsar el francés. La segunda ciudad de Francia gozó de estar conectada al mundo desde sus principios: fundada como Massilia por los griegos, la ciudad pasó entre las manos de varios imperios, y recibió comerciantes de tierras lejanas. Hoy, fiel a sus orígenes, sigue siendo un crisol de culturas, un pueblo cosmopolita ligado al mar del que nació.
A pesar de su belleza y de su clima, la ciudad del Conde de Monte Cristo no tiene una buena reputación entre los franceses. Para muchos, es sobre todo una ciudad peligrosa y caótica, donde pululan el pandillaje y la violencia. En vez de apreciar su valor como punto de encuentro de culturas y de proyección hacia el mundo, Marsella es vista casi como un rincón del tercer mundo incrustado en Francia. Los prejuicios arraigados no ayudan a mejorar la situación. Ya desde la guerra de Argelia, Marsella recibió un inmenso flujo de “pieds noirs”, antiguos colonos franceses que huían de la violencia. Hoy, la inmigración en Marsella se ha acelerado, y cuenta con el mayor porcentaje de inmigrantes africanos de Francia. Muchos no tardan en asociar la presencia de inmigrantes con el caos urbano, y este prejuicio no deja de ser aprovechado por cantidad de políticos sin escrúpulos. Esta tensión de Marsella con el espíritu multicultural, que no deja de ser parte imborrable de su identidad, produce un malestar palpable en la sociedad marsellesa.
No han faltado los esfuerzos para volver la ciudad más atractiva y resolver sus tensiones. El proyecto más ambicioso fue sin duda el que siguió la designación de Marsella como capital cultural de Europa en el año 2013. A esta declaración siguieron transformaciones urbanísticas que cambiaron el rostro de la ciudad. Algunos marselleses entusiastas no dudarán en decir que, así como Barcelona quedó transformada luego de los Juegos Olímpicos de 1992, Marsella renació luego del 2013. Y a juzgar por los eventos organizados y las huellas que dejó el año pasado, la iniciativa fue exitosa.
Hace solo un par de meses tuve la fortuna de conocer la ciudad —aunque su triste reputación la conocía ya muy bien—. Aparte de sus calles, monumentos y mercados, descubrí lo que muchos consideran la pieza central de la exposición del 2013: el MUCEM, el Museo de las Civilizaciones de Europa y del Mediterráneo.
Retomando la idea de Marsella como metrópoli nacida e invadida por el mar, el edificio del MUCEM se yergue en medio del viejo puerto, rodeado de agua y ligado al fuerte Saint Jean por un puente de metal. De noche, la visión es impresionante: una amplia estructura de coral, iluminada de azul. Pero es a la luz del sol que el impacto es mayor: entre las torres y fortalezas de piedra blancuzca y rosada se despliega una cortina gris, como hecha de algas resecas. Como muchas de las instalaciones del 2013, es un añadido futurista, que se estableció luego de analizar lo que hace el espíritu de la ciudad: un edificio como salido del mar. El resultado estético puede que no sea del gusto de todos, pero como muchos de los proyectos culturales de Francia, su valor reside en gran parte en el análisis profundo que se llevó a cabo para darle un significado.
Los constructores de Europa suelen ser criticados por su falta de voluntad de construir un “sueño europeo” común, un ideal que guíe y motive a los hombres del continente a seguir la construcción, para que trascienda la simple unión económica y política. La exposición del MUCEM es testimonio de que algunos europeos aún creen que es posible alcanzar ese sueño integrador.
La “nueva Marsella”, tomando el ejemplo del MUCEM, es la prueba de lo mejor que puede venir de las políticas culturales supranacionales, pues nos permite salir de los marcos limitantes de las fronteras y darnos cuenta de los caminos que compartimos con nuestros vecinos
Su galería nos presenta una historia unificada del mundo del Mediterráneo, explicándonos que todas las civilizaciones que lo navegaron, a pesar de sus guerras, comparten ideales e historias comunes. La exposición es austera, pero los objetos van desde videos a cortometrajes animados, maquetas, pinturas o instalaciones. Gracias a ellas, el visitante explora los cuatro puntos que comparten las civilizaciones de Europa: los conocimientos de agricultura, la fe en el monoteísmo, la construcción de los derechos del hombre y el gusto por la exploración. El resultado es impactante: vemos grabados otomanos, íconos ortodoxos y textos judíos unirse para presentar un mismo pensamiento. Junto a cortometrajes hechos por jóvenes cineastas franceses, se presentan estatuillas etruscas y trozos de azulejo como testimonio de la vitalidad de la región.
La presentación del MUCEM tiene el mérito de convencernos de que el Mediterráneo está unido por una misma identidad de colores extraordinariamente distintos, con un pasado común pero con un verdadero potencial futuro. Como museo, no solo tiene valor informativo, sino que posee la fuerza de una obra de arte, al construir una nueva mirada que transforma nuestra percepción de las cosas. La “nueva Marsella”, tomando el ejemplo del MUCEM, es la prueba de lo mejor que puede venir de las políticas culturales supranacionales, pues nos permite salir de los marcos limitantes de las fronteras y darnos cuenta de los caminos que compartimos con nuestros vecinos.
Mi objetivo no solo es alabar la belleza de Marsella: es poner en valor todo lo que puede llegar a conseguir un proyecto cultural de gran envergadura. La exposición del MUCEM es mucho más que una colección de objetos de otro tiempo. Es también una galería de cortometrajes, textos e instalaciones de nuestra época, creada por artistas conscientes de que están construyendo algo nuevo y relevante. La cultura que propone no es ya una cultura de la “identidad”, escrita sobre mármol, que busca imponer un ideal y un pasado. Es una cultura viva, de fusiones y de construcción, que regala una nueva mirada orientada hacia el futuro sin dejar de lado la memoria del pasado. Europa puede estar llena de defectos en su construcción y en su burocracia, pero sus políticas de cultura parecen ser aún capaces de generar un cambio.
No basta, sin embargo, con ilusionarse con los logros conseguidos en Marsella. El MUCEM propone una visión novedosa de la historia, pero tomará mucho tiempo aún para que se adelante a los prejuicios. He visto a familias del Poitou, de Italia o de Túnez recorrer el museo, pero ese público no necesariamente es el que oye los discursos de Marine Le Pen. En un contexto en el que la crisis afecta la vida y el pensamiento de los europeos, la inmigración se ha convertido en el gran enemigo, acusado de la inseguridad, de la falta de trabajo, a veces incluso de incompatibilidad con la identidad francesa. Partidos tan populares como el Frente Nacional son seguidos por multitudes, y con ellos sus discursos de “identidad” y de invasión extranjera. Estos términos suenan extrañamente vacíos y solitarios, luego de que el MUCEM nos revele que el Mediterráneo no es una frontera, sino una cuna de nuestros valores.
Un museo solo no puede cambiar el mundo. Harán falta muchos MUCEM, muchos artistas e intelectuales innovadores que sigan ridiculizando los discursos racistas y que nos sigan demostrando un mundo mucho más rico y estimulante del que creíamos posible. Veremos qué impacto tendrá esa vuelta al Mediterráneo en los conflictos de los marselleses. Probablemente no veamos nada al corto plazo. Pero propuestas como éstas serán las que nos ayudaran a salir de la “historia oficial” que empuja a tantos europeos a la xenofobia.
Deja el primer comentario sobre "Impresiones de Europa (1): Marsella, capital del Mediterráneo"