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Revista Ideele N°237. Abril 2014Cuando se termina de escribir este artículo, el momento más álgido del acalorado debate en torno al programa de televisión La paisana Jacinta parece estar enfriándose. Y aunque la suerte de este programa pende de un hilo, a causa de la fuerte repercusión que han logrado sus detractores en la opinión pública, los medios televisivos están prestos a cerrar filas, entendiendo que toda autocrítica o paso atrás podría dar entrada a una indeseada regulación y sentar un precedente que tarde o temprano limite la tan mentada “libertad de empresa”, erigida en dogma indiscutible, y que consiste poco más o menos en soltar por la pantalla chica lo que les da la gana para superar el rating, sin detenerse en consideraciones éticas. Sea como fuere, el programa sigue emitiéndose, y esta tregua tácita de las partes en conflicto (el antirracismo militante versus la empresa de televisión Frecuencia Latina) me ha brindado la ventaja de leer casi todo lo que se ha escrito sobre este discutido personaje, de confrontar opiniones pro y contra y, en el camino, formarme un juicio propio.
Los artículos más interesantes abarcan un panorama crítico que va desde la denuncia del estereotipo (Sonaly Tuesta, Rosa Montalvo, Ginno Melgar) hasta el señalamiento de un racismo estructural (Jimena Ledgard), pasando por la definición del carácter singular de esta paisana (Jorge Frisancho). Todos estos análisis (hay sin duda muchos más) abordan puntos centrales que demuestran el tono nefasto de este personaje y lo nocivo de su permanencia en la televisión.
Por mi parte, me impuse para este artículo, que tan generosamente me solicitó ideele, no abundar en lo mismo, ya brillantemente expuesto, sino hacerme preguntas que me permitieran un acercamiento tangencial al tema —más acá de la indignación, más allá de la denuncia— y tratar de hallar bajo qué clave engarzar este personaje racista en un contexto mayor (su rol en la construcción de una ideología, su impacto en las nuevas clases medias y populares); en suma, ensayar una especie de sociología del entretenimiento: explorar vértices, sesgos no atendidos.
Algunas de estas preguntas, planteadas sin ninguna orientación previa, pero convencido de que al intentar responderlas estructuraría formalmente en este artículo una ruta interpretativa nueva, fueron éstas: ¿Existe realmente la “paisana Jacinta”? ¿En qué contexto socio-político-cultural vio la luz? ¿Cómo se mira a sí misma Jacinta? ¿Cómo es percibida por sus coprotagonistas desde dentro y cómo lo es por el televidente desde fuera? ¿Hay un correlato posible de apuntalar en estas apreciaciones cruzadas?
En estos 15 años de vida (aunque interrumpidos por largos lapsos), ¿hay una continuidad de algún tipo en el personaje o en las aventuras que vive, una evolución en su personalidad? ¿O, de lo contrario, lo que se ve es una regresión? Responder a estas preguntas exigía también, por supuesto, ver la mayor cantidad de capítulos, en un orden cronológico si era posible, y abstraerme no solo de todos los artículos leídos en el debate público, sino también de mis propios sentimientos y prejuicios respecto al programa. Porque no creo que baste con decir que es un personaje racista porque está construido por estereotipos negativos. Es cierto, sin duda, pero es insuficiente. Era preciso (al menos lo fue para mí), que tras estas primeras preguntas surgieran otras, acaso un par, fundamentales: ¿Qué tipo de racismo vehicula la “paisana Jacinta”? ¿Por qué la “paisana Jacinta” encuentra tanta simpatía, al punto de defenderla virulentamente, en las clases medias e incluso en las clases populares, compuestas por paisanos y paisanas, migrantes andinos, o hijos de migrantes quienes, según el argumento más extendido, son los más ofendidos por esta “caricatura grotesca de la mujer andina” (el encomillado es mío)?
Primera tesis: De la inexistencia real de la “paisana Jacinta”
Mi primera tesis es polémica porque se hace eco del argumento más repetido en la defensa del personaje. Jacinta no existe; ergo, no puede ofender a nadie, porque no hay nadie como ella, no hay un correspondiente real. Es verdad, pero solo a medias. Sostendré mi afirmación en una descripción sucinta del personaje: Jacinta es una migrante andina que llega a la capital. Su origen es impreciso (en algunos capítulos afirma haber llegado de “Chongomarca”, que no existe; en otros, de Pampamarca, que queda en Huánuco; llega incluso a sugerir, en una emisión de la primera temporada, que es puneña). No obstante, en ninguno de los capítulos que he visto menciona palabra alguna en quechua o aimara.
Nada se nos dice sobre las razones del abandono de su tierra natal (salvo el hecho de “buscar fortuna” mencionado en el huaino que constituía el genérico en la primera temporada); tampoco hay rastro alguno de nostalgia en esta “paisana”: no asiste a fiestas patronales ni a ninguna celebración, de las muchas que hay en Lima hace décadas, que reconecta a los provincianos con su lugar de origen.
No es ni niña ni anciana; sin embargo, no hay sexo en Jacinta, no hay deseo, no hay amor (solo en un capítulo se “enamora” y lo hace por chat con un desconocido); y aunque menciona a un tal “Guasaberto”, las alusiones a este “marido” son esporádicas e inocuas.
Casi lumpenizada en la capital, en ningún programa Jacinta recuerda episodios de su vida en el Ande. Y si alguna vez lo hace, es sin profundidad y sin la menor emoción. No tiene padres, hermanos, primos, madrinas; es decir, carece de todo ese arsenal afectivo tan arraigado en los ritos de familia andinos.
Jacinta es, pues, una extraña total: extraña ante los demás, extraña a sí misma, sin ninguna identidad. En lo que respecta a su “personalidad” (entre comillas), la pobreza del personaje es aún más clamorosa: se moviliza dando saltitos, la boca abierta, media lengua afuera, prefigurándonos a una retrasada mental, una cretina, una orate. Aunque se hace trenzas, ese fatigoso y rígido distintivo de elegancia de la mujer andina, Jacinta —o, mejor dicho, la representación grotesca que Jorge Benavides hace de su personaje— lleva siempre mechas de pelo sobre la cara; invariablemente tiene dos posturas físicas casi características: la mano en la barriga (Jacinta siempre tiene hambre) y un leve encorvamiento cuando habla (o mal-habla, como veremos de inmediato). A pesar de todo lo anterior, Jacinta hace frecuente uso de la violencia, sale bien librada de las situaciones más delirantes y es capaz de una procacidad pasmosa. Empero, no es un personaje lleno de contradicciones, sino de sinsentidos.
¿Existe alguien así? No puede ser un estereotipo (que simplifica); tampoco una caricatura (que exagera). Jacinta es un personaje irreal y único en su especie. Esta tesis explicaría, en parte, que los sectores populares no la rechacen a priori: no se reconocen en ella, no se sienten identificados.
Pero es acá que surge un elemento clave: Jacinta no es real como “paisana” (casi ya ni siquiera lo es como persona), pero sí verosímil. Esta verosimilitud está dada por la superficie (la superficialidad) del personaje. Lo que en literatura sería un fallo (pues precisa profundizar), en televisión es un acierto: Jacinta viste y habla como una mujer andina: ergo, lo es.
Por otro lado, sus coprotagonistas —ellos sí estereotipos (las vedetes) o caricaturas (el ladrón, el vivo, el guachimán, etcétera, casi en todos los casos interpretados por Carlos Vílchez)— la llaman paisana y nosotros, los televidentes, entramos en la convención.
Volviendo entonces al argumento inicial: Jacinta es un personaje ficticio: es verdad. Jacinta no ofende a la mujer andina (puesto que ésta no se reconoce en aquélla): probablemente también sea verdad. Pero, al ser verosímil Jacinta como “paisana”, el argumento de defensa se vuelve falaz: aunque no ofende a la mujer andina, sí denigra la imagen que los capitalinos (o los limeños, o los no-andinos, o como se los quiera llamar) nos vamos haciendo de la mujer andina, construyendo en nuestra subjetividad, a partir de lo que su mera superficie nos muestra, una ideología acerca de lo andino, de lo “paisano”: lo feo, lo ignorante, lo sucio, lo desprolijo, lo idiota, lo violento y lo procaz. Es esta ideología, formada desde nuestra subjetividad mediante la percepción de lo verosímil, lo que alimenta y refuerza el prejuicio racista. Lo que se agrava mucho más, como veremos más adelante, cuando esta subjetividad se vuelve colectiva a causa de su diseminación mediática.
Paisana soy y no me compadezcas
Que el humor trabaja con estereotipos y caricaturas, no es cosa reciente: desde los personajes de la comedia del arte de siglos pasados, hasta los grandes comediantes del cine (Chaplin, Keaton, Linder), se puede trazar una historia del arquetipo que ha legado obras maestras a la cultura. Entre nosotros, el arquetipo del “cholo” y de la “chola” ha estado, está y seguirá estando inserto en el humor popular. Jacinta, recordémoslo, no es la primera “paisana” de la televisión. ¿Por qué entonces es la primera en suscitar tanta virulencia de uno y otro bando, los que la fustigan y los que la apoyan?
Un repaso de las precedentes nos permitirá, acaso, esbozar una suerte de “genealogía”, en los modestos términos que este breve espacio nos permite, de la imagen de la “chola” en la TV local. Una de las primeras, si no la primera de ellas, es Juanacha, interpretada por la actriz Teresa Rodríguez. Juanacha apela, ya desde su nombre, a un acercamiento cariñoso, afectivo (Juanacha es Juanita en quechua). Secuencia incluida en un programa cómico, El tornillo, Juanacha es la empleada doméstica algo achorada, acaso expresión de la inmigrante ya acriollada de una urbe cada vez más mestiza (años 1970), pero aún en relación estrecha, de lealtad y subordinación, respecto a la patrona. Pulcra y elegante (usaba un sombrerito), Juanacha constituyó una imagen casi reivindicativa de la “muchacha” o “empleada doméstica” (en aquellos tiempos no se usaba aún el título “trabajadora del hogar” de hoy), quizá por ser la primera en aparecer en un medio masivo.
La siguiente paisana implica un salto cualitativo enorme en la percepción social de la mujer andina en la TV, pues Evangelina, creada e interpretada por la actriz Delfina Paredes, marcó un hito en la medida en que tradujo un momento único y de no retorno en el reconocimiento de nuestra identidad andina desde el propio Estado: el gobierno de Velasco y la necesidad de darle soporte cultural a ese reconocimiento. Evangelina expresaba desde dentro los cambios de mentalidad que precipitaron hechos políticos como la reforma agraria y el nacionalismo industrial de aquel régimen militar. En Evangelina ya no hay subordinación, pero tampoco agresividad lumpen (al contrario de Jacinta): todo su desafío está signado por el orgullo y la dignidad renovados desde el poder y asentada en el papel de la mujer andina en la sociedad nueva que parecía estar forjándose.
Libre ya de patronas, ama de casa pero siempre subordinada (en este caso a su esposo, Nemesio Chupaca), y ciertamente mucho menos popular, es Órsola, encarnada para la caja boba por una rubicunda Maricarmen Ureta. Órsola no tiene indumentaria andina y parece ya bien integrada —casi “aculturada”— a la vida en Lima. La mayoría de sketchs donde aparece tiene como forma y fondo escenas estrictamente conyugales donde se mezclaba con eficacia ingenuidad y picardía.
Es en los años 1990 cuando sobreviene un quiebre y las “cholas” pasan a ser representadas por actores o comediantes varones. No estoy en condiciones (y tampoco es éste el lugar) de ahondar en las razones de este quiebre; tan solo mencionaremos a la Edugives de Guillermo Rossini, chola reclamona y tosca, siempre al lado de su marido; la Chola Chabuca, que llegó a fundirse con su propio caracterizador, Ernesto Pimentel, y el caso que nos ocupa, la “paisana Jacinta”.
Todos estos personajes planteaban, desde su representación —más o menos humorística, más o menos melodramática— una posición respecto a su entorno que las hacía sujetos de identificación. Al mismo tiempo, sobre todo las primeras, se erigían en portavoces de ansiados objetivos gremiales, o sencillamente sublimaban desde su representación aquello que las verdaderas empleadas del hogar querían realizar y no se atrevían. No hay grotesco en ninguna de ellas, ni siquiera en los enormes tacos de Chabuca, que, a contramano de algunas lecturas, tiene en su atuendo menos de drag queen que de cantante vernacular. Los puntos comunes a todas: la imitación del típico —o de los típicos, en plural— acentos serranos— y la pollera. Lenguaje y vestimenta, en una perfecta economía de recursos que basta para crear y hacer verosímil el símil con la “chola”. La gran diferencia con Jacinta es que ninguna de ellas degenera espiritual, intelectual y físicamente a su respectiva chola, explicitando una diferencia cultural subvalorada.
Jacinta revela una grieta del modelo económico y social peruano que nos rige hace ya más de veinte años
¿Dónde está y qué tipo de racismo es el que vehicula la representación de la “paisana Jacinta”?
En un libro publicado hace ya más de 15 años, Nelson Manrique notaba que nuestro racismo era de una forma “profundamente enrevesada y difícil de abordar”. Y sugería que había varios tipos de racismo. Siendo así, ¿qué tipo de racismo vehicula la “paisana Jacinta”? Ya hemos visto que es la verosimilitud del personaje, no su realidad, lo que edifica una ideología alrededor de lo que su mera superficie nos muestra y define: una mujer andina migrante, fea, ignorante, sucia, idiota, procaz, agresiva. Y es esta ideología lo que termina imponiendo una suerte de estatus legitimado de la inferioridad del otro.
Pero cuando hablamos de racismo ya no hablamos de razas. No hay razas inferiores o superiores; de hecho, las razas no existen, más que para aquéllos que necesitan de este término para seguir sustentando un tipo de racismo positivista, decimonónico. Al crear y propalar una imagen denigrada de una persona que tiene una forma de hablar y de vestir propia, singular pero reconocible como perteneciente a una comunidad más larga, lo que se hace es denigrar una cultura, y es entonces que aparece un conflicto binario contrario: civilización versus barbarie (es decir, tal cultura es civilizada, tal otra es bárbara). Este rodeo le permite al racista —y, por extensión, a su mensaje— volver a la premisa inicial, la desigualdad de razas: las hay inferiores y superiores.
Toda teoría de la desigualdad de razas (de culturas) niega la democracia (todos tenemos los mismos derechos) y la solidaridad y convivencia sociales. Si asumimos que esta lógica es correcta, entonces el racismo contenido en la representación de la “paisana Jacinta” actúa bajo un doble movimiento: de resistencia y de acción. Es de resistencia porque hay en la representación de Jacinta, y esto a lo largo de cada temporada y en todos los capítulos, un planteamiento de cosa insoluble. Dicho de otra forma: Jacinta, evidentemente, posee un grado muy inferior de desarrollo espiritual, intelectual y social. Y esto se hace palpable —sus guionistas así lo explicitan y Benavides lo expresa eficazmente— cuando muestran a Jacinta incapaz de conservar un trabajo, de entender lo que se le dice, de reprimir sus raptos de violencia, etcétera.
¿Podría Jacinta evolucionar, integrarse a la ciudad, reprimir su violencia, civilizarse? Sin duda que sí. Pero su actuar (ya no podemos ni siquiera atribuirle un carácter) parece negar a cada instante esa posibilidad. Estamos, pues, frente a “aventuras” que ilustran de manera fehaciente la validez del positivismo decimonónico en pleno siglo XXI. La “paisana Jacinta” es la metáfora funcional a estas teorías eugenistas: es insalvable, es de una raza insalvable, es de una cultura bárbara insalvable (la cultura de la pollera, la trenza y el mal-hablar).
No se trata tan solo de un grado de desarrollo cultural desigual, nos dicen los guionistas a través de Benavides-Jacinta: se trata de una tara que la determina y la condena a la inferioridad. Incluso cuando Jacinta va a la escuela (es el título de un capítulo) se hace el menor esfuerzo para otorgarle una posibilidad a la paisana.
Y está el movimiento de acción: al mostrarnos este personaje ficticio, pero singular, inexistente pero verosímil, por medio de algunos pocos elementos a una comunidad, a una cultura, la cultura andina, el mensaje es: solo hay dos maneras de salvarte: o abandonas la capital, donde solo te espera la degeneración progresiva (y el hambre: recuerden, siempre Jacinta se queja de que tiene hambre), o renuncia a tu cultura bárbara aculturizándote, puesto que este comportamiento es tu herencia, a la que debes renunciar (y acá subrayamos, muy de paso, cómo también es posible negativizar, desde el arquetipo grotesco, un concepto sobre el que se han edificado nociones antropológicas y sociológicas valiosísimas en los últimos treinta años, el de herencia andina).
La TV como lo real de lo falso
Tras todo lo dicho, ¿qué dimensión adquiere Jacinta en la televisión? Pierre Bourdieu ha escrito, en su ensayo sobre la televisión, que “[…] la imagen posee la particularidad de producir lo que los críticos literarios llaman el efecto de la realidad, puede mostrar y hacer creer en lo que se muestra”, y que todo esto puede, bajo este poder de evocación, provocar “sentimientos intensos, a menudo negativos, como el racismo, la xenofobia, el temor-odio al extranjero […]”. La sociología de los medios, que en realidad es tan antigua como los medios mismos, ha distinguido las muchas y variadas categorías de emisión y recepción impuestas por los mass media, y las diferencias de percepción respecto a los receptores de un medio social favorecido y aquéllos de medios sociales desfavorecidos.
Bourdieu postula que se genera un habitus, y un diferencial del “hábitus”. Considerando que la gente lee poco y la televisión detenta (Bourdieu) “[…] una suerte de monopolio de hecho sobre la formación de cerebros de una parte importante de la población”, ¿podríamos seguir considerando a la “paisana Jacinta”, como lo hacen algunos, un personaje inocente? La empresa televisiva que produce La paisana Jacinta, al decidir emitir una nueva temporada de éste ya muy cuestionado programa, ha desmentido en la práctica, sin mucha penitencia, un ideal en el que, de todas formas, en el Perú ya casi nadie creía: que la televisión es un servicio público que aspira a la libertad de información, a la democratización y a la cultura nacional. Diría incluso que el concepto mismo de entretenimiento ha sido seriamente puesto en una encrucijada a causa de los excesos de los productores en su delirio autista en pos del rating.
¿Cuál y de qué tipo es la responsabilidad de los medios masivos —TV, radio, publicidad, periódicos— en el racismo estructural señalado por Jimena Ledgard en su artículo? Son los propios medios quienes deberían analizar de una vez el papel que cumplen en los desórdenes sociales que carcomen cada día con más fuerza nuestra sociedad.
Jacinta y el cuestionamiento del modelo único de crecimiento
Mi segunda tesis tiene que ver con la inmovilidad social de la “paisana Jacinta”. No deja de ser sintomático que esta “paisana” de la televisión peruana de hoy, Jacinta, haya experimentado una regresión tan profunda y vertiginosa, y a todo nivel, respecto no solo a las “paisanas” televisadas del pasado (de Evangelina a Chabuca), sino respecto de toda la sociedad peruana que detenta y ostenta, desde ya casi una década, el discurso casi exclusivo en Latinoamérica del crecimiento económico, del surgimiento y crecimiento veloz de nuevas clases medias y lucha contra la disminución de la pobreza. ¿No sería más lógico que, acorde con ese discurso sin duda real, la televisión local, sus productores y guionistas, crearan personajes que reflejaran el evangelio liberal del progreso personal, del trabajo esforzado bajo un sistema regido por el libre mercado y las oportunidades para todos?
Está Al fondo hay sitio, naturalmente, que pone en escena, aunque de manera tímida, este progreso social, pero ¡también nos encontramos con la persistencia de la “paisana Jacinta”! (No deja de ser revelador que ambas se disputen, en estas semanas, el mismo horario con márgenes muy estrechos de audiencia.)
Jacinta, que llegó a Lima —es decir, que estrenó su primer capítulo— en 1999, ha sido completamente impermeable a los cambios sociales, culturales y económicos acaecidos en nuestra ciudad en los últimos 15 años. Parece al margen del crecimiento, incapaz de superar esa brecha social y cultural que todos sus años en la ciudad han debido plantearle: Jacinta es pobrísima en un país que está dejando aceleradamente de ser un país empobrecido, incapaz de ahorro, no sujeto de crédito; negada para algún tipo de emprendimiento comercial, Jacinta revela una grieta del modelo económico y social peruano (calificado como perfecto e indiscutible) que nos rige hace ya más de 20 años. ¿O, al contrario, es el modelo el que demuestra que ciertos ciudadanos están imposibilitados, por un determinismo fatal, ellos mismos, de insertarse en la ola creciente de las nuevas clases medias, del ahorro, del crédito?
Acá la cosa se complejiza. Ya en 2014, más gorda y con menos dientes, pero siempre marginal, Jacinta vive un estancamiento social y económico que no parece tener solución. Lo que parece querernos dar el personaje (y con él sus guionistas, el productor, el canal de televisión) es una lección ejemplar a gran escala: tú no puedes progresar porque posees todos los atributos que te hemos otorgado, que es la versión más subvalorada de la mujer andina; tu posición invariable al margen del progreso no niega las virtudes del modelo liberal; por el contrario: la confirman.
El epígrafe de Arguedas no es en modo alguno decorativo, sino el deliberado endose a esta situación determinada de una denuncia que sigue siendo actual y pertinente, la que se hace contra una supuesta modernidad que, para ser tal, debe negar su origen, su identidad, su herencia: “dicen que somos el atraso” —que como Jacinta, nos hemos quedado rezagados del progreso por seguir siendo andinos—, y que “nos han de cambiar la cabeza”, inservible y mala, “por otra mejor”. Darcy Ribeyro decía que uno de los efectos malsanos del colonialismo es hacer percibir lo propio como la imagen de lo feo y del mal.
Retomando a Manrique, tal vez ya no se trate de ese tipo de racismo colonial, racismo “de sangre”, sino del racismo más sutil pero a la vez más eficaz, de un nuevo orden neocolonial construido con viejos prejuicios y propalado masivamente a través de los mass media hacia las nuevas clases medias y clases populares peruanas, que lo convierten, casi sin darse cuenta, en subjetividad, mentalidad, ideología. Es así como el racismo se instala alegre, casi despreocupadamente, en el buen sentido popular.
Colofón: paisanas, las del futuro
Es muy saludable que haya un sector de la población —lo que se llama la intelligentsia— que haya debatido y esgrimido argumentos a favor de la erradicación de personajes como la “paisana Jacinta” de la televisión peruana. Saludable también es la rápida reacción en defensa de la congresista Hilaria Supa, víctima —na vez más— de expresiones intolerables de racismo. Es saludable que las diferentes “paisanas”, y sus hijas, y sus nietas, hayan progresado no solo económica, sino también cultural y espiritualmente. Y es justamente porque la sociedad peruana ha dejado de estar tan jerarquizada que Jacinta provoca la indignación que hasta hace apenas 15 años hubiera sido impensable. Porque las Jacintas se educan, reclaman sus derechos, aspiran a posiciones de representación política. Y la resistencia es proporcional a este avance social. Creo que hay una invisible pero muy poderosa línea que une la infame foto sobre la mala ortografía (en español) de la congresista quechuahablante Hilaria Supa y el regreso a la pantalla chica, en horario estelar, de éste tan aborrecible personaje de la “paisana Jacinta”, una recta que traza también las exclusiones en las playas, en las discotecas de moda, en el espacio público.
Me pregunté todo este tiempo, siguiendo una teoría de Diderot, cuál era la “verdad” de este personaje. En La paradoja del comediante Diderot propone que cada personaje tiene una verdad, es decir, algo que excede su forma, condición, objetivo en el drama, y por más amado o repulsivo que fuere. ¿Cuál es la verdad de la “paisana Jacinta”? Y buscando la verdad de Jacinta uno encuentra esto: desigualdades reales exacerbadas y legitimadas como algo natural, estacionamiento social a causa de un determinismo cultural, la negación del progreso mediante la educación. Y es en esto donde radica la eficacia de este personaje, en una sociedad que se resiste a admitir algo que a muchos nos parece indiscutible: que todos tenemos los mismos derechos. Hay pues una lucha ética, jurídica y política que entablar contra el mal, del cual el racismo es una forma. Erradicar toda forma de discriminación y exclusión de aquéllos a los que, a fuerza de que nos lo repitan, se considera insalvablemente inferiores. No lo olvidemos: a pesar de sus variables, es un mismo racismo, el de la trata de esclavos de los siglos XVII y XVIII, el de la guerra de Kosovo y la “limpieza étnica”, el que ha escrito toda una larga historia con sangre.
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