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Revista Ideele N°234. Noviembre 2013Hay cosas que, pudiendo ser legales, son injustas. Y ello —más allá de si se ha configurado o no técnicamente la figura de acaparamiento o concentración— es lo que ha ocurrido luego de que el Grupo El Comercio se hiciera de casi el 80% del mercado de los impresos en el país.
Tres simples preguntas son capaces de resolvernos el acertijo. ¿Lo que ha sucedido es bueno o malo? ¿Nos afecta como ciudadanos? ¿Estamos mejor o peor que antes? Las respuestas a dichas interrogantes caen a boca de jarro.
Lo sucedido es malo. No puede ser bueno que un solo grupo mediático se haga de cerca del 80% de un mercado, sea éste el mediático-impreso —que es peor—, el aeronáutico, el de neumáticos o sardinas. Hay que levantar la voz, porque es malo.
¿Nos afecta? Sí, porque queda menos de dónde escoger. La industria de los medios no es la de panetones. Trabaja con un bien social: la información. Los diarios, sin ser determinantes —afirmación que los últimos resultados electorales confirman— sí contribuyen —más que ninguno— en la decisión política del ciudadano.
Estamos peor que antes. Previo a la operación teníamos a tres grandes grupos dominando el mercado: el Grupo El Comercio (49,3%), el Grupo Epensa (28,56%) y Grupo La República (16,39%). Juntos hacían el 94,25%. ¿Y los más pequeños? Solo representan el 5,75%. No era lo deseable; pero, bien que mal, era lo que teníamos.
Hoy se ha configurado un pulpo mediático (el del Grupo El Comercio) que maneja el 77,86% del mercado.
Se dice que no puede haber figura de acaparamiento porque cualquiera puede fundar y poner en marcha un medio impreso. Se ha llegado a argumentar que no se trata de un bien finito —como lo es el espectro radioeléctrico—, por lo que la cancha es amplia e inagotable. Fácil se lee y se escribe. Lo que no se dice es la inversión económica que requiere poner en el mercado una publicación. Más ahora, cuando hay un grupo que puede mantener (y retener —y ahí tendrá que actuar Indecopi—) el mercado de anunciantes.
Y la industria mediática, como dice el doctor Santiago Graiño, de la Universidad Carlos III de Madrid (España), es un mercado intrínsecamente perverso. Es de aquéllas en las que la decisión final ni siquiera la tienen los lectores —porque con el precio del periódico a duras penas se logra financiar el 30% del costo del impreso—, sino los anunciantes. Como dice Graiño, los “clientes” de los medios de comunicación son esencialmente dos: los anunciantes, en cuyo caso suele haber una relación económica directa, y los poderes políticos, económicos y sociales interesados en ser apoyados —o al menos no atacados— por los medios. En este caso, la relación económica es indirecta, oculta al público y turbia. Los anunciantes compran espacio o tiempo en los medios para que incluyan sus mensajes publicitarios; los poderes compran línea editorial, lo que implica cambios en la información y opinión que da el medio a su audiencia. Graiño llega a una conclusión que a primera vista resulta asombrosa: como lector usted no solo está muy lejos de ser el “cliente” de los medios por los cuales se informa, sino que es su producto: ¡usted es lo que dichos medios le venden a sus verdaderos clientes!
¿Y si las cosas hubieran ocurrido al revés? ¿Si La República hubiera comprado el Grupo Epensa? Las cifras hubieran quedado así: 49,3% para el Grupo El Comercio y 44,94% para el Grupo La República. La protesta, por ende, también habría sido clamorosa, porque se habría dado el salto a un duopolio dañino para la democracia. Y si no, hay que ver el mercado editorial chileno, en la que dos grupos (El Mercurio —de la familia Edwards— y Copesa se disputan —tras la desaparición del diario del Estado— el mercado editorial nacional, con insanos resultados).
La industria mediática es un mercado intrínsecamente perverso. Es de aquéllas en las que la decisión final ni siquiera la tienen los lectores, sino los anunciantes
En esta discusión, en la que una de las partes insiste en reducirla equivocadamente a una transacción comercial, está en juego algo más: el pluralismo. Los Estados —léase bien: los Estados, no los gobiernos— son responsables de garantizar muchas voces. Y si para ello hay que regular desde la sociedad civil, es preciso dar ese paso. La regulación no es mala. En países como el nuestro —lleno de fantasmas— se ha desnaturalizado la palabra. Pero se regula en Estados Unidos y Reino Unido —que se arrogan ser la cuna de las libertades—. La denominada “propiedad cruzada” se limita. En algunos Estados del país del norte, quien es dueño de un medio impreso no puede tener una radio o un canal de televisión. Y nadie se escandaliza.
Esta discusión, que los dos grupos en cuestión han llevado más allá de las fronteras, es, en el fondo, sana y oportuna. ¿Que la ha puesto sobre la mesa uno de los grupos dolidos?… ¿Que se está oyendo la voz del perdedor? Sí, quizá sí. Pero eso es lo de menos. Lo que no podemos descuidar es el foco de la discusión.
¿Qué nos deja esta confrontación? Primero, ha instalado el tema en la agenda pública, por lo menos entre los periodistas y alguna clase política —no sorprende que solo el Frente de Izquierda se haya pronunciado sobre algo tan relevante. Es claro que los demás no quieren pelearse con quien puede condenarlos al silencio mediático—. Pero falta dar el salto más importante: que la gente se compre el pleito. Que se den cuenta de que operaciones de esta naturaleza terminan afectando derechos.
Que sirva de excusa para que estemos vigilantes.
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