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Revista Ideele N°233. Octubre 2013La bibliografía que hay sobre el tipo de proceso y su justificación es muy amplia […] la memoria del pasado como estímulo de producciones e interpretaciones humanas diversas es enorme y la encontramos en todos lados; en esto también incluyo la producción académica histórica de los análisis de memoria.
Elizabeth Jelin
El Perú no escapa de lo que dice la excelente “memoróloga” citada en el epígrafe. En nuestro medio se abarcan todos los niveles que suele comprender el trabajo en torno a Memoria. Hay ya una serie de reconstrucciones de lo que pasó en el ámbito local (comunidades), sustentada en testimonios de los mismos pobladores. Algo sumamente positivo, porque, como se suele decir, no existe una única memoria, sino varias, dependiendo del lugar y de quiénes se trate.
Como ejemplos de estas investigaciones sobre los procesos de reconstrucción de la memoria en espacios locales y regionales, es imprescindible citar el de Kimberley Theidon, Entre prójimos, un estudio comparativo de la violencia en comunidades del norte, centro y sur de Huanta, Ayacucho. Como ella misma dice, su trabajo responde a la necesidad de “historizar la violencia de las décadas de 1980-1990, de captar las especificidades regionales de esta violencia”. También están los trabajos de Carlos Iván Degregori y Ricardo Caro sobre el proceso de Huancavelica, y el de Ramón Pajuelo Ponciano del Pino y los del IDL en torno a esta misma región y a Junín.
Existe también una reconstrucción por sectores (desplazados), por personas (el trabajo de Jo-Marie Burt sobre María Elena Moyano) y hasta por actores (senderistas, Fuerzas Armadas o Rondas Campesinas). En algunos lugares ha seguido habiendo audiencias públicas en las que las víctimas deciden dar su testimonio abiertamente.
¿Promover recuerdos y testimonios no significa una ‘revictimización’ o una ‘doble victimización’? ¿Cuán subjetivos pueden ser los testimonios, por su naturaleza misma, o por miedo (subsiste el conflicto, conviven quienes se enfrentaron, todavía pueden ser acusados), por conveniencia (estar en la lista de víctimas puede significar beneficios), por el interés de reivindicarse (no fuimos terroristas, no violamos los derechos humanos)? ¿Están bien tomados los testimonios, teniendo en cuenta lo complejo que es hacerlo, sobre todo en una situación tan particular como la vivida? ¿Cuánto hay de sesgo en la recolección de testimonios con base en estereotipos o hipótesis formuladas a priori? ¿Cuán representativo es lo que ocurrió en una comunidad de lo que pasó en la zona y hasta en comunidades vecinas? Son el tipo de preguntas que válidamente se discuten en este nivel.

Parte de la discusión en este ámbito es si a la hora de hacer estas edificaciones se han seguido patrones culturales propios del lugar o si, por el contrario, se han adoptado otros, externos, considerados occidentales, y si responden o no a las necesidades de la población que allí vive.
El espacio de la memoria en Lima sigue en construcción, y se ha anunciado que estará listo el próximo año. El debate gira a este respecto alrededor del guión o la narrativa: ¿Debe reflejar fundamentalmente la perspectiva del Informe de la CVR, o puede corresponder a una nueva versión de los hechos, definida por los integrantes de la Comisión oficial a cargo de sacar el proyecto adelante, con el fin de lograr determinados equilibrios que eviten las críticas que ha generado el referido Informe?
La violencia que padeció el país es también representada en una serie de manifestaciones artísticas que, a su vez, han dado origen a una serie de interpretaciones de lo que en ellas aparece. En relación con este tipo de trabajos se trata de investigar las diversas maneras cómo la población afectada por la violencia ha procesado lo ocurrido, y se hace referencia a conceptos como el de los “silencios pactados”, en el sentido de que hay tramos de la historia que voluntariamente se decide no representar, como una manera de ocultar algo de lo sucedido, como puede ser la adhesión de un sector de la población a uno u otro de los principales actores de la violencia interna.
En este espacio aparecen los logrados trabajos de María Eugenia Ulfe, Ramón Pajuelo, Edilberto Jiménez, Ponciano del Pino, Cinthia Milton, Olga Gonzales, Jhonathan Ritter (Cajones de la Memoria, análisis de los retablos ayacuchanos, de las tablas de Sarhua, de los dibujos de Edilberto Jiménez de Chungui, del concurso de dibujo y pintura Yuyarisun organizado por el SER, etcétera); el de Víctor Vich y Gustavo Buntinx sobre las obras de artistas contemporáneos acerca de la violencia; y una serie de dibujos hechos por los mismos campesinos como parte de un concurso impulsado durante varios años (1981-1991).
Está la muestra fotográfica Yuyanapaq, la que acompañó la entrega del Informe Final de la CVR. Una muestra que, como manifestó Carlos Iván Degregori, presenta un conjunto de imágenes que “habían sido invisibilizadas o trivializadas”.Alrespecto,hay quienes consideran que sería un sacrilegio que no se pusiera tal cual en el espacio de la memoria, mientras otros la atacan por constituir supuestamente un intento de imponer una única memoria, obviando las particularidades de lo que sucedió en una serie de escenarios regionales y locales, muy diferentes unos de otros.
En realidad, hay todo un debate sobre el uso de la fotografía como la única forma de expresión; no solo por la naturaleza de las fotos, en general, como testimonio, dado su carácter subjetivo, sino también por la necesidad de reconstruir la memoria usando otro tipo de representaciones que den cuenta de la manera cómo la población afectada percibe lo ocurrido —testimonios orales, manifestaciones artísticas, culturales, así como otro tipo de documentos y objetos.

Mario Sinay sostiene que “lo que enseña [la fotografía] parece ser que sucedió. Pero la realidad es más compleja; ni siquiera la foto escapa a la polisemia […] la fotografía capta el instante pero nada nos dice sobre la vida del fotografiado […] la voz de la víctima está ausente”.

Otro elemento que se ha de tomar en cuenta en el caso del uso de la fotografía es la inaccesibilidad de lo ocurrido, ya que lo representado sucedió en zonas alejadas y de carácter clandestino. Los periodistas que cubrían los acontecimientos no solo provenían de otros lugares, generalmente lejanos, sino que, además, el Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas prohibió el acceso a las zonas del conflicto.
En el proceso de (re)construcción de la memoria de diferentes lugares se ha ido generando una serie de actividades (talleres, asesorías sociológicas, ritos, etcétera), planteadas en función de la necesidad de un acompañamiento a las víctimas para que procesen su dolor en la medida de lo posible. De la misma manera, a partir de este tipo de contactos se han identificado necesidades elementales de satisfacer, como el saneamiento de todo lo referente a documentos de identidad.
Un hallazgo importante es cómo en algunas comunidades se conmemoran hechos vinculados con la violencia política, con lo que incorporan su recuerdo a ritos o celebraciones tradicionales.

Otra línea de trabajo iniciada en este campo es la reflexión sobre el lenguaje o la terminología que se suele utilizar a la hora de dar cuenta de los diferentes aspectos de lo ocurrido en las décadas de 1980 y 1990, como expresiones de diferentes concepciones o enfoques (conflicto armado interno, violencia política, guerra interna, etcétera).
Los esfuerzos para que perdure el recuerdo de lo ocurrido se han materializado también en una serie de intentos para que el Informe de la CVR y otros materiales producidos en la misma línea puedan ser parte del currículo en colegios y universidades, una línea que por momentos ha tenido avances pero que hasta ahora no se llega a consolidar, debido a la fuerza de los sectores más conservadores en la educación.
Por otro lado, si en algo se ha expresado el auge de este trabajo sobre memoria es en los innumerables paneles nacionales e internacionales realizados al respecto en nuestro país durante los últimos años. Gracias a ellos nos han visitado los más importantes expertos del mundo. Desde nuestro lado también se ha ido a visitar a muchas de las más grandes experiencias sobre memoria.
Si bien se podrían mencionar varios otros niveles de trabajo, referimos uno último por su relevancia: todo lo que se ha ido produciendo ha ido generando al mismo tiempo un análisis crítico bastante intenso (Deborah Poole e Isaías Rojas: Fotografía y memoria: Análisis de Yuyanapaq; Tamia Portugal: Dos modos de recordar: El de la población y el externo; Procesos de negociación y conflicto; Irrupción de las memorias privadas en una memoria pública: El caso de Putis).
Más allá de cualquier tipo de crítica o consideración que uno tiene el derecho de hacer, y frente al que no debe haber tolerancia, es difícil negar que todo este desarrollo es sin duda sumamente positivo, por las razones que se suelen mencionar. Ayuda, de hecho, a reconstruir lo que ocurrió, pero de una manera más totalizante al incorporar una serie de las particularidades. Es también una manera de sacar a la luz y dejar constancia de la magnitud del horror que se vivió y de seguir identificando a las víctimas directas. Los caminos de la memoria se topan inevitablemente con secuelas y aspectos pendientes de lo que se vivió, incluidos los traumas sociales y subjetivos, lo que se vuelca en exigencias muy concretas.
Es una manera, asimismo, de continuar la importantísima labor que cumplió la Comisión de la Verdad y Reconciliación, que concluyó hace 10 años, y la que se pudo realizar solo durante dos, tiempo que al mismo tiempo es largo y corto. Pero no solo se trata de avances cuantitativos —como podría ser, por ejemplo, la identificación de un mayor número de desapariciones—, sino también de nuevas perspectivas que se generan a partir de nuevos hechos o simplemente del transcurso del tiempo; como se suele decir, la memoria de lo vivido va evolucionando con el tiempo, con el alejamiento de lo que se experimentó.

Los trabajos de memoria también han tenido la virtud de ‘jalar’ a muchas instituciones y personas a interesarse por este tipo de temas, lo cual es un logro en sí mismo, ya que, por razones obvias, mientras más gente preocupada por los nefastos efectos de la violencia haya, mejor.
No recordar lo que pasó, como igualmente se suele decir, haría que las generaciones posteriores no estén al tanto de lo que ha sido —tal como lo dijo la CVR— el conflicto que dejó más víctimas en nuestra historia. Se cumple así con la famosa frase que se repite una y otra vez: recordando se contribuye a que no se repita. Esto es cierto aun cuando haya autores que señalan que ha habido países que no han hecho ningún esfuerzo por recordar y, sin embargo, no han sufrido ningún tipo de repetición de épocas de violencia (España, por ejemplo); o, al revés, países que han trabajado mucho la memoria pero que nunca han dejado de ser sociedades violentísimas, de una u otra manera (es el caso de Centroamérica).
Al respecto, hay que tomar en cuenta que nadie está diciendo que la memoria sea una garantía absoluta de no repetición, pero sí creemos que es una actitud o disposición mental, individual y colectiva, basada en hechos, que puede ayudar a que nadie quiera repetir la experiencia traumática vivida. Por otro lado, no podemos olvidar las particularidades de cada caso, y que muchas veces esa memoria que se creía clausurada poco a poco va aflorando, como, precisamente, está sucediendo en España.
Esto no implica que no haya que tener claro que el “para que no se repita” no solo tiene que ver con los trabajos sobre memoria, sino también, y sobre todo, con el análisis de las condiciones económicas, políticas, sociales y culturales que permitieron —no tanto que surgiera—, sino que un grupo como SL pudiera avanzar tanto, hasta el punto de, por momentos, producir la sensación de que podía ganar. Y acá —como suelen decir diversos autores— entramos en el campo de la historia, en el sentido de la reconstrucción de hechos, ya no solo sobre la base de testimonios y recuerdos, sino además de otras y diversas fuentes.
La pregunta no es en realidad cómo hacer para que SL no se repita (algo muy poco probable), sino cómo evitar distintos fenómenos de violencia. Es más: tal vez ya estemos viviendo violencias de otros tipos. Por ejemplo, la producida por grandes conflictos sociales, en la que se articulan espontáneamente, o coinciden, una serie de reivindicaciones legítimas (en defensa de derechos, hartazgo frente a tanta corrupción, discriminación histórica, etcétera), con objetivos criticables y hasta ilícitos (utilización política, intereses económicos solapados, minería informal, contrabando, rezagos de SL, pandillas juveniles, etcétera).
Tampoco se puede adoptar la actitud de que la (re)construcción de la memoria es el único punto de la denominada “agenda pendiente”. Hay otros aspectos sumamente relevantes, como la judicialización de casos, las reparaciones o el trabajo en relación con las más de 4.000 fosas ya identificadas.
En lo que concierne a este punto, debemos expresar preocupación por que una parte significativa de la cooperación internacional se haya concentrado en el trabajo en torno a memoria y no haya casi recursos para abordar otros ejes como los mencionados.
El trabajo sobre memoria debe evitar compartimentalizarse, en el sentido de que las instituciones y personas que se dedican solo o principalmente a este eje en materia de violencia política en el Perú puedan creer que nada tiene que ver con todo lo otro que sucede con ese mismo proceso. Si se trabaja la memoria para que no se repita, es indispensable la vinculación con otras acciones relacionadas con el mismo fin. Por ejemplo, quienes se dedican fundamentalmente a trabajar Memoria no pueden ser indiferentes ante los furibundos ataques contra la CVR (si trabajaron en ella unas 500 personas, ¿por qué son tan pocas las que se compran el pleito por ella?), o respecto a la posibilidad de un indulto a Fujimori, o sobre el mensaje que puede estar emitiéndose a partir de casos graves de impunidad. ¿No van todos estos hechos en la línea contraria al propósito del “que no se repita”?
Comparto la visión de los que señalan que quienes se aproximan a los procesos sociales traumáticos desde la memoria corren el riesgo —por usar una expresión que abrevie la idea— de instalarse en un microclima. No se debe perder de vista que son todavía muchos en el país los que creen que el horror provocado desde el Estado se justifica, en la medida en que sirvió para enfrentar el terrorismo. Y en esa concepción no tiene sentido tratar de que no se repita a través de la memoria; la actitud es más bien de mirar con orgullo lo hecho y pasar la página. De ahí que sea imposible llegar a puntos de consenso que involucren a los diferentes sectores del país y a los diversos actores, tal como a veces se plantea.
Tres puntos sobre los que, por ejemplo, creo, nunca podrá haber consenso y pluralidad: 1) Que Sendero desató una guerra popular maoísta sin sentido, basada en métodos terroristas que violaban todos los estándares internacionales de respeto de los derechos fundamentales; Sendero, como organización, nunca lo va a aceptar. 2) Que desde el Estado hubo una respuesta que abarcó violaciones de derechos humanos que —como ha dicho la CVR— fueron sistemáticas en determinadas épocas y lugares, y que involucran la responsabilidad de militares y policías. 3) Que la causa de lo ocurrido está relacionada con grietas económicas, políticas, culturales, étnicas, etcétera, que pudieron ser aprovechadas por SL. Esto último no significa una relación mecánica entre pobreza y violencia, ni que SL representara a los pobres, pero sí que las diferentes exclusiones que caracterizan al país fueron lo que en su momento se denominó el “caldo de cultivo” de la violencia.
Estos puntos separarán ad infinitum a quienes siempre han estado enfrentados mientras ocurrían los hechos y hasta ahora, ya después del conflicto armado, en un momento en el que de lo que se trata es de construir un discurso sobre lo ocurrido. Por ponerle nombres propios: socialmente y como Estado jamás podremos aceptar que el “presidente Gonzalo” es el doctor Guzmán, jefe principal de un partido que nunca cometió actos terroristas sino propios de una guerra que se justificaba por las circunstancias de injusticia social. Tampoco podrá haber acuerdo entre Salomón Lerner y Rafael Rey, entre la perspectiva de Fujimori sobre lo que pasó y la de la CVR y los grupos de derechos humanos.
Lo que sí está en disputa, y todavía no es para nada un capítulo cerrado, es: ¿Cuál de las dos posiciones ganará a la población? En realidad, ésta sigue siendo la batalla fundamental. Y lo es porque de la interpretación asumida dependerá la lectura de lo ocurrido y, por tanto, será esto lo que marcará lo que hay que hacer tanto para alejar otras posibilidades de violencia como para responder a las secuelas. Por eso, no puede considerarse como una actitud de intolerancia o de cerrazón el no estar dispuesto a ceder en determinados contenidos del Informe de la CVR. No es un problema de nomenclatura o de resistencia a la evolución, sino que se abriría la posibilidad de volver a discutir todo. Un ejemplo muy concreto: ¿En un país con 16.000 desaparecidos durante 15 años, mes a mes, día a día, tiene sentido volver a discutir si fue un práctica sistemática (se use o no esta palabra), o si fueron excesos aislados de malos elementos? ¿O simplemente obviar el punto para no generar un conflicto que puede obstaculizar la reconciliación?
Por eso estamos con quienes plantean que el espacio de la memoria en Lima debe seguir en lo fundamental la perspectiva de lo dicho por la CVR, ya que ella es la instancia a la que el Estado le encargó investigar y plantear los elementos esenciales de lo ocurrido. Es su interpretación la que el Estado tiene la obligación de asumir. No habría ninguna razón para que este espacio contuviera una nueva perspectiva definida por los integrantes de la comisión a cargo de su construcción, o recogiendo e integrando las “verdades” de diferentes sectores con el fin de —como se ha dicho— contentar a todos.
Obviar que en el Perú la barbarie de SL fue respondida con una barbarie estatal sería alejarse de la verdad y, por ello mismo, no tendría sentido ningún espacio cuyo objetivo fuera recordar con el fin de evitar los procesos de violencia en general. Ahora, eso no significa quedarse anclado en el pasado. Todo lo contrario. Hago mía la idea —repetida por muchos— de “recordar para olvidar”, en el sentido de que las heridas deben cerrarse pero no las cicatrices (“Del museo documental al museo experimental”. En Le Monde Diplomatique, marzo del 2010).
En el mismo sentido opinan otros ‘memorólogos’ muy reconocidos, como Mario Sinay: “Recuperar la memoria implica, también, rescatar aquellos recuerdos significativos y situarlos en un escenario contemporáneo. La memoria contemporánea no es solo una importante base para la memoria colectiva, sino mucho más allá, la memoria se perfila como un componente constructivo de una cultura cívica global, que pretende extraer del pasado lecciones que consigan iluminar el presente”.
Me identifico plenamente con quienes creen que la recuperación de la memoria no puede estar en auge de manera indefinida, mirando al pasado: “La memoria intenta preservar el pasado solo para que le sea útil al presente y a los tiempos venideros. Procuremos que la memoria colectiva sirva para la liberación de los hombres y no para su sometimiento (O. de Jacques Le Goff).
El conocido autor Tzvetan Todorov (“Los abusos de la memoria”), con quien se puede discrepar en muchos aspectos, como frente a su análisis del proceso argentino, plantea muy bien, al hablar de los usos y abusos de la memoria:
“El individuo que no consigue completar el llamado periodo de duelo, que no logra admitir la realidad de su pérdida desligándose del doloroso impacto emocional que ha sufrido, que sigue viviendo su pasado en vez de integrarlo en el presente y que está dominado por el recuerdo sin poder controlarlo, es un individuo al que evidentemente hay que compadecer y ayudar: involuntariamente se condena a sí mismo a la angustia sin remedio, cuando no a la locura. El grupo que no consigue desligarse de la conmemoración obsesiva del pasado […] merece menos consideraciones en este caso; el pasado sirve para reprimir el presente y esta represión no es menos peligrosa que la anterior”.
Todos tienen derecho a recuperar su pasado, pero no hay razón para erigir un culto a la memoria por la memoria: sacralizar la memoria es otro modo de hacerla estéril. Una vez restablecido el pasado, la pregunta debe ser: ¿Para qué puede servir y con qué fin?
Perder el miedo (Recuadro)
Habiendo transcurrido tantos años desde que Sendero era la principal amenaza para el país y 10 años desde que la CVR habló, hay mejores condiciones para perder el miedo, para poder hablar abierta y libremente sobre lo ocurrido.
A veces tengo la sensación de que seguimos chantajeados por la manipulación política que todavía se puede hacer del tema. Gana quien más grita contra el terrorismo, y es acusado de cómplice el que se sale del libreto, por más falso o simplista que sea.
De los senderistas solo está permitido decir que fueron terroristas y que deben podrirse en la cárcel. Preguntarse públicamente cómo una organización tan violenta y de un maoísmo que no existió ni en la China de Mao logró seducir a un número significativo de campesinos, jóvenes urbanos, profesores y hasta a algunos intelectuales y artistas, es visto hasta ahora como un acto de traición a la patria. Hace poco leí un artículo sustentado en encuestas hechas a presos senderistas, en las que aparecía como primera explicación de su militancia la búsqueda de la justicia social. A mí mismo me molestó el resultado: ¿La búsqueda de la justicia social como la explicación de la violencia? Pero no hay que cerrarnos a considerar que podría haber algo de eso, si tomamos en cuenta el perfil de muchos de ellos: jóvenes urbanos hijos de campesinos, profesionales egresados de universidades ideologizadas, sin futuro laboral y discriminados. Por otro lado, no es lo mismo haber sido senderista a los 18 años que a la edad de Guzmán y su banda, a comienzos de los 80 que a fines de los 90. No se trata de justificarlos o de buscar impunidad para ellos, pero ¿por qué una sociedad no va a poder discutir lo que hizo que miles de sus jóvenes murieran o terminaran presos de por vida por nada? Sobre todo, cuando estamos viendo que hay aún muchos que resultan atraídos por las mismas posiciones violentistas.

En la otra orilla, es absurdo que se siga hablando de los militares y policías como si todos fueran iguales. Ya es hora de que todos aprendamos a hacer la separación. Hay los que se enfrentaron cumpliendo su función en condiciones más que precarias, a veces casi como carne de cañón, y los que mataron y desaparecieron personas. Y nada de ambigüedades. Los primeros merecen nuestro reconocimiento, mientras que los otros son asesinos que deben ser procesados y condenados, al igual que los senderistas y emerretistas. El uniforme no puede ser una patente de corso.
Me indigna ver al senderista Crespo cuando, en nombre de miles de jóvenes, pide borrón y cuenta nueva; pero también cuando veo a quienes, en nombre de la justicia, exigen cesar la persecución contra los militares, cuando la mayoría de los casos de violaciones de derechos humanos, o no han prosperado judicialmente o han terminado en absolución.
¿Reconciliación? ¿Temor?
Frente a determinados temas es absurdo tratar de conciliar. Con más de 14.000 desapariciones producidas día a día, mes a mes, año tras año, durante casi dos décadas, solo cabe decir que en el Perú las violaciones de derechos humanos fueron sistemáticas (recurrentes y no sancionadas). Frente a una realidad tan contundente, no cabe buscar pluralidad o equilibrio. El espacio de la memoria no podría camuflar el hecho.
También es conveniente que se asuma de una vez por todas que no hay razones para tanto triunfalismo. Es cierto que SL fue derrotado, pero después de que casi gana la guerra. La pregunta debería ser, entonces: ¿Cómo logró avanzar tanto?
A veces me da la impresión de que se le quiere poner un poco de edulcorante a una realidad que fue absolutamente cruel desde ambos lados. No me gusta cuando se dice que no hay que hablar de la verdad sino considerar que cada sector tiene su verdad o su memoria, o el que se pretenda justificar la indiferencia o la complicidad de la mayoría, apelando a la lejanía de los escenarios de violencia o al bloqueo subjetivo frente a la realidad traumática. Básicamente se sabía lo que estaba ocurriendo, pero no importaba y hasta se justificaba. Es más: la discusión se tiene que dar sabiendo que son muchos los que siguen pensando así.
En nombre de la reconciliación, no podemos dejar los temas que inevitablemente suponen conflictos. Las reparaciones, para civiles y uniformados, o no se han dado o han sido miserables. Así como hay que terminar de derrotar a Sendero en el VRAEM, no se pueden dejar intactos los más de 4.000 lugares de entierros clandestinos ya identificados.
¿Se les puede pedir que perdonen a los familiares de los desaparecidos, a los campesinos que después de muchos años están encontrando a sus familiares en fosas comunes, o a los policías y militares que quedaron mutilados después de una emboscada senderista, o a los empresarios secuestrados? Desde la perspectiva de los derechos humanos se suele decir que sí, alegándose que el verdadero perdón es el que se da frente a lo que se percibe como imperdonable. La frase es excelente, pero yo no perdonaría; y, por lo mismo, no me atrevería a pedirles a otros que lo hagan. Y me gustaría decirlo públicamente, sin que me acusen de no estar en el camino correcto de la reconciliación.
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