Que la verdad demuestre su poderío

Escrito por Revista Ideele N°233. Octubre 2013

¿Existe un modelo institucional de comisiones de la verdad? ¿Cuáles son sus limitaciones y posibilidades? ¿Cuáles fueron los puntos débiles de la CVR peruana? ¿Qué nuevas investigaciones son posibles y necesarias?

En los 30 años que han transcurrido desde la creación de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP) en Argentina, el modelo “comisión de la verdad” se ha complejizado enormemente: ha encontrado una vinculación directa con derechos internacionalmente reconocidos, ha investigado cada vez más amplios patrones de violaciones de derechos humanos, y ha dado lugar a instituciones de enorme complejidad.

Las comisiones de la verdad iniciales se crearon, de cierta manera, como una medida pragmática y progresiva ante la imposibilidad práctica de desarrollar procesos judiciales comprehensivos. Se enfocaban en unos pocos patrones de violaciones de derechos humanos (solo la desaparición forzada en Argentina, únicamente los crímenes que culminasen en muertes en Chile), y se instalaban y funcionaban en forma expedita por pocos meses.

Este panorama cambió con la Comisión de Esclarecimiento Histórico (CEH) de Guatemala, apoyada por la ONU e instalada en el marco de una amplia movilización social; y con la Comisión de la Verdad y Reconciliación sudafricana, que fue el resultado de una amplia negociación política y constitucional. Ambas desarrollaron investigaciones de gran amplitud, se fundamentaron en fuentes de derecho, y constituyeron operaciones de enorme complejidad legal y administrativa.

La CEH investigó un conflicto armado que duró 36 años, de 1960 a 1996; y la comisión sudafricana, varias décadas de apartheid desde su fase más represiva, iniciada en 1960, hasta las elecciones democráticas de 1994.

En lo que atañe a su relación explícita con principios jurídicos, la CEH fue la primera comisión cuyo mandato reconoce que las víctimas tienen un derecho a la verdad. En cuanto a la comisión sudafricana, sus poderes fueron reconocidos constitucionalmente en una de las disposiciones transitorias de la nueva carta fundamental post-apartheid. Previsiblemente, dada la amplitud de sus mandatos, ambas comisiones constituyeron operaciones administrativas masivas, y emplearon cientos de personas organizadas en múltiples oficinas y equipos móviles.

La CVR peruana es heredera directa de ambas comisiones, y su diseño y ejecución se nutrió de experiencias que en el año 2001 estaban aún frescas. Por eso fue dotada de un mandato amplio, y logró una movilización de recursos humanos y materiales sin precedentes en comisiones de la verdad. La experta estadounidense Priscilla Hayner —en su importante libro Verdades innombrables— considera a la CVR peruana como una de las 5 más sólidas experiencias en el campo de la justicia transicional.

Las comisiones actuales son cada vez más complejas y tienen mandatos amplísimos. La Comisión de la Verdad, Reconciliación y Justicia de Kenia surgió con el mandato de explorar casi 50 años de historia, desde el inicio de la vida independiente del país; y la Comisión de la Verdad y Dignidad, cuyo mandato legal actualmente se debate en Túnez, se plantea, igualmente, investigar todas las graves violaciones ocurridas en el transcurso de la vida independiente del país, hasta la caída del régimen autoritario. En ambos casos, las investigaciones propuestas incluyen no solo violaciones de derechos humanos, sino también delitos económicos y corrupción.

Por otro lado, también ocurre que las comisiones de la verdad se están estableciendo en todas las regiones del mundo, incluso en los países llamados “del Norte”. Canadá ha creado una Comisión de la Verdad y Reconciliación que investiga las prácticas de asimilación cultural forzada y abuso contra niños indígenas a lo largo del siglo XX. Movimientos sociales y activistas de derechos humanos reclaman comisiones de la verdad en Irlanda del Norte y España, y una comisión regional en los Balcanes.

Las comisiones actuales se establecen por lo general al cabo de un proceso legislativo, y no como era la práctica inicial, por vía de decretos ejecutivos. Con frecuencia ocurre que se establecen luego de un proceso relativamente largo de consulta social, que a veces continúa siendo muy activo cuando la comisión ya fue creada. Es el caso de la Comisión Nacional de la Verdad del Brasil, que se lleva a cabo en un marco de gran movilización social: allí se han creado decenas de comisiones de la verdad a nivel de los distintos estados del país, de varios municipios y otras instancias tales como universidades y sindicatos que se proponen colaborar con la comisión nacional.

Esta complejización de las comisiones de la verdad acarrea problemas potencialmente severos, porque deben ocuparse de un mandato enorme y movilizar amplísimos recursos en periodos reducidos de tiempo; deben desarrollar amplias consultas sociales pero, a la vez, funcionar con rapidez, para aprovechar el clima político transicional; deben atender a las demandas de diversos públicos y experiencias específicas de las víctimas, incluyendo una perspectiva de género y sexualidad, respeto de los derechos de los pueblos indígenas, y receptividad de los derechos de niños y niñas.

Enfrentar el reto no siempre es posible. Algunas comisiones, en particular en países donde los conflictos o las dictaduras han dejado un panorama de escasos recursos humanos y materiales, enfrentan enormes dificultades para responder a esta complejidad. Las comisiones ya no son ágiles o flexibles, y requieren —en general— un amplio involucramiento de actores gubernamentales, sociales e internacionales, para poder funcionar en consonancia con los estándares internacionales.

La Comisión peruana tuvo una perspectiva regional muy importante, pero, a mi juicio, apenas exploró en la superficie las dinámicas económicas de los departamentos afectados por la violencia

La CVR peruana

En la columna de sus haberes se encuentra el terminar su trabajo en poco menos de dos años, lo que hoy es una hazaña si se considera que la comisión canadiense tiene cinco, o que la de Kenia tuvo dos años y medio para llevar a cabo su tarea y terminó en cuatro y medio. Igualmente, es significativo que haya movilizado a más de cientos de trabajadores en una docena de oficinas en todo el país, y haya atendido a 16.000 testimoniantes. Es también innegable que producir un texto complejo como el Informe Final, en un periodo tan corto, es un logro importante.

Pero hay también que reconocer que tuvo limitaciones importantes. Fue creada en forma rápida para aprovechar la conjunción de voluntades políticas de la transición, y, por lo tanto, no tuvo la ventaja de un proceso de consulta largo y a nivel nacional, de modo que tuvo que explicarles a las víctimas de qué se trataba el proceso en el mismo despliegue de su trabajo. Igualmente, por el tiempo limitado de su trabajo, la CVR no llegó a cubrir diversos escenarios locales, en particular el nororiente, porque no hubo un mapeo previo (como el que hacen las comisiones actuales) que revelara que en esa región había habido tantos o más crímenes que en la región surandina. Finalmente, creo que debe reconocerse que la CVR tuvo lentitud para incorporar adecuadamente una perspectiva de género en forma realmente transversal en todas sus operaciones, y que aspectos tales como la diversidad sexual simplemente estaban fuera de su radar. Por eso el propio Informe Final reconoce explícitamente que la narrativa que propuso era perfectible, y que estaba abierta a la complementación de buena fe, con nuevas investigaciones.

Quedan tareas pendientes y tareas vigentes. Hay agendas que deben enfrentarse como resultado del conflicto armado; pero hay también proyecciones de esas agendas en la actual conflictividad social.

La CVR recogió 16.000 testimonios e identificó con nombre y apellido a unas 24.000 víctimas mortales. Pero su estimado es que estas últimas habrían llegado a las 69.000. Queda claro que hay una tarea pendiente y concreta: lograr el mayor cubrimiento de atención al universo de víctimas. Existen muchos casos de testigos que hubieran querido declarar y no pudieron hacerlo por el vencimiento de sus trabajos, o regiones que la CVR no pudo cubrir adecuadamente. La Comisión dejó un registro de unos 4.600 sitios clandestinos de entierro, pero las nuevas investigaciones apuntan a más de 6.500. El Registro de Víctimas del Programa Integral de Reparaciones cuenta con unas 180.000 personas inscritas, entre las cuales muchas reportan nuevas ejecuciones extrajudiciales y desapariciones no registradas por la CVR.

La Comisión peruana tuvo una perspectiva regional muy importante, pero, a mi juicio, apenas exploró en la superficie las dinámicas económicas de los departamentos afectados por la violencia. En particular, no llegó a tener tiempo para hurgar a fondo en la relación entre la violencia del conflicto armado y los avatares de la producción agrícola o de la industria minera. El Informe no presta mucha atención a la reorganización económica —mafiosa y violenta— de la economía nacional, como parte del proyecto integral contrainsurgente fujimorista. Un ejemplo: ¿Acaso no se puede encontrar, en la actual conflictividad que ha acompañado al boom minero, ecos de una que ya existía durante el enfrentamiento armado, pero que la CVR no llegó a investigar a fondo?

Igualmente, hay una deuda respecto a los pueblos indígenas amazónicos. Algo investigó la CVR respecto al pueblo asháninka, muy poco sobre otros pueblos, de modo que no llegó a integrar una verdadera perspectiva indígena. Piénsese, por ejemplo, que el Informe Final es claramente un instrumento de la ciudad letrada, escrito en castellano y diseminado dentro de los círculos más integrados. Ése es otro tema pendiente.

Hay un ejemplo específico al cual quiero referirme: la CVR apenas “descubrió” el componente hétero-normativo, discriminador y de odio contra las poblaciones LGTB al final de su trabajo, y casi por azar. Pocos meses antes del cierre del Informe Final, gracias a que algunos trabajadores de la CVR participamos en la —entonces aún pequeña— Marcha del Orgullo, los equipos de investigación encontraron que los movimientos LGTB reivindicaban la memoria de homosexuales y transexuales asesinados por el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru en poblaciones de selva.

Poco después, los activistas del MHOL se acercaron a la CVR llevando un dossier inicial de casos registrados por ellos. Bastó una rápida revisión de la base de datos, construida con los testimonios, y revisar los periódicos de la época, para descubrir que, en efecto, estábamos frente a un posible patrón en las acciones del MRTA en la región nororiental, y así lo dejamos dicho en el Informe Final, en un brevísimo pasaje de dos páginas.

Una vez presentado el Informe, los activistas del MHOL —entre ellos algunos que habían trabajado en la CVR— examinaron los datos con mayor detalle, y dieron con más hallazgos, que iban más allá de los hechos atribuidos al MRTA. El propio Informe Final, por ejemplo, recoge casos de violencia homofóbica de parte de Sendero Luminoso, como el desplazamiento forzado, la tortura y la ejecución arbitraria de homosexuales. Con el pretexto de “combatir la delincuencia”, Sendero llevó a cabo castigos ejemplarizadores y asesinatos de homosexuales en Huánuco, San Martín y Ucayali, incluyendo un intento de imponer su normativa sexual entre las comunidades conibo-shipibo de la región de Padre Abad.

Los pasajes del Informe que cubren estos crímenes no parecen indicar que fuesen resultado de la decisión arbitraria de algún mando militar individualmente homofóbico; más bien, parecen ocurrir en paralelo a la instalación de “comités populares abiertos” senderistas, o movilizando demandas de “moralidad” de la población, organizada o no.

El caso descrito con mayor especificidad en el Informe Final, que involucra, como se ha dicho, al MRTA, es la masacre de ocho homosexuales y transexuales en el bar “Las Gardenias” de la ciudad de Tarapoto, el 31 de mayo de 1989. La justificación esgrimida fue que ejercían una “negativa influencia en la población juvenil”. Al menos, ésa fue la versión del semanario Cambio que, por ese entonces, actuaba como un medio oficioso del MRTA. El crimen, por cierto, quedó en la impunidad, puesto que el MRTA se desmovilizó masivamente en la zona con la “ley de arrepentimiento” de Fujimori, algunos años después.

Del lado de las Fuerzas Armadas, también se constata en el Informe al menos un caso de torturas y ejecuciones de una persona a quien se infligieron malos tratos adicionales porque era homosexual, antes de darle muerte. Debe decirse aquí que los casos mencionados son solo los registrados en el Informe; sin duda, una revisión detallada de la base de datos daría más luces sobre este patrón de violencia.

En todos los casos registrados, la violencia de los actores armados busca presentarse como legítima porque apoya un cierto orden sexual binario en el que las personas LGTB no tienen lugar; más aún: un orden que estas personas amenazan. Los homosexuales, marginalizados en sus comunidades, expulsados de las actividades económicas o educativas abiertas al resto, en algunos casos terminan vinculados a prácticas y espacios estigmatizados: bares notorios y pobres, la actividad nocturna, el trabajo sexual. Las organizaciones armadas no cuestionan ese orden moral; de hecho, lo apoyan y comparten sus prejuicios. Sendero y el MRTA cuestionaban en sus aparatos doctrinarios la división de la sociedad de clases y la explotación económica, pero vigilaban, enjuiciaban y castigaban cualquier desviación de los esquemas de género tradicionales, así como la división binaria de la orientación sexual.

Éste es un tema pendiente y vigente. ¿Acaso la violencia contra la ciudadanía LGTB se vivió solo durante el conflicto armado? ¿No fue esa violencia simplemente expresión de una violencia normal, cotidiana, legitimada y, de hecho, legalizada y presente?

Nuevas fronteras para la búsqueda de la verdad

La pregunta que me han planteado algunos amigos y activistas es si la ciudadanía LGTB, afectada por graves violaciones de los derechos humanos, tiene derecho a la verdad. Creo que era necesario hacer esta amplia reflexión antes de responder con un decidido “sí”. El Estado tiene la obligación de proteger a las personas de ser víctimas de violencia y discriminación por su orientación sexual, pero también tiene la de restaurar los derechos de quienes ya han sufrido los abusos a través de un recurso efectivo; y parte de esta tarea de restauración de derechos consiste en investigar y reconocer públicamente la verdad.

¿Podría una comisión investigadora, alguna forma de comisión de la verdad, ser parte de la tarea? Eso solo puede responderse en la práctica, y son los propios movimientos LGTB quienes deben adoptar las medidas y levantar las demandas más apropiadas. Lo que es claro es que el Estado debe brindar toda la información necesaria para exponer y desmontar las estructuras homofóbicas que han contribuido y contribuyen a la violencia: una comisión investigadora puede ser parte de esa tarea, pero también el litigio estratégico, la apertura de archivos de la Policía, de las instituciones de salud y otras.

No faltarán ante estas demandas —por supuesto— sectores que verán otra conspiración contra el orden social ideal. Cuando la CVR puso en la agenda nacional un asunto hasta ese entonces sistemáticamente negado —la masividad de las violaciones de derechos humanos durante el conflicto armado—, los sectores más conservadores de la sociedad se horrorizaron y rechazaron con enorme hostilidad el nuevo protagonismo de las víctimas del conflicto. Sin duda, el reclamo de los movimientos LGTB de visibilizar la violencia que sufrieron durante el conflicto y siguen sufriendo hoy, causaría similares resistencias. Lamentablemente, hay una continuidad, no solo temporal, entre las violencias del pasado y las presentes, sino también entre los esfuerzos de mantener el silencio y la negación.

La posibilidad, por lo tanto, de seguir profundizando en las tareas que la CVR dejó pendientes, y expandirlas hacia otras tareas vigentes, es clara.  El Informe Final de la CVR llamaba a que la verdad “demuestre su poderío” para construir un país efectivamente democrático. Con sus alcances y limitaciones, el reporte se ha vuelto una plataforma movilizadora de demandas de construcción de ciudadanía. ¿Qué no haría una multiplicación de plataformas, de la población LGBT, de las mujeres, de los pueblos afectados por la minería, por poner algunos ejemplos? Si la CVR, al visibilizar a un grupo de excluidos, desestabilizó el discurso de las elites, ¿qué no haría una multiplicación social de demandas por el derecho a la verdad?

Sobre el autor o autora

Eduardo González Cueva
Sociólogo peruano residente en Nueva York. Director del Programa Verdad y Memoria en el Centro Internacional por la Justicia Transicional y profesor adjunto en Brooklyn College de la Universidad de New York.

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