Cuento: Carnes

Escrito por Revista Ideele N°232. Agosto 2013

Todas las sangres se le vienen a la cabeza y se le escapan como indios ebrios por las narices y la boca vencida, se ahoga pero no se queja. Dale en los trinches a este cholo de mierda, dice Gustavo, mientras se toca la erección que culebrea por uno de los bolsillos. 

En la sala, arriba, a decenas de metros de jardín y piletas de piedra, Martha, La China, Julita y La Negra toman el té de las seis, acompañadas de música del recuerdo, rosquitas y manjarblanco. Luego viene el whisky con Red Bull. Pitucas cojudas, piensa la empleada cajamarquina que las atiende. Las oye hablar de cómo tirarse al hijo de fulana de tal y de que hay que aportar para la campaña contra el frío por los niños de Puno y de que el Cardenal fue tajante en poner en su sitio a los agitadores políticos que impiden el progreso en la selva.

Encarnación, el capataz, baja las escaleras del sótano y siente las risas de los señores y un fuerte olor a bigotes de diablo como azufre intenso, toda esa pólvora que flota como niebla. Aprieta algo en sus pantalones y regresa a esperar que todo termine. Ya no siente nada, es un hombre sin pesadillas ni pena, ni nada de consuelo. Un zancudo lo pica en el brazo y los peces de la pileta se colorean con la tarde, entonces otro trueno allá abajo como grito de loco para futuras limpias con lejía y harto ácido muriático.

Atilio piensa si esto ha de terminar pronto y si su madre verá su cuerpo deshecho sobre un petate, y si habrá forma de liberarse de la cuerda que lo ata por los pies y lo tiene de cabeza viendo al revés a esos señores con sus carabinas antiguas. Inhala y exhala como un toro herido para poder vivir un poco más, para no ahogarse en un vaso de agua como le decía su padre, su taita. 

Su taita que se levantaba con el alba y se acostaba con las últimas sombras. El ser más fuerte que alguna vez conoció y que le enseñó, en las peñas alejadas, a percibir el rastro de la niebla y de los zorros, tanto como la preparación espiritual para recoger los pasos de uno, porque nadie es eterno en esta vida, le decía. Y Atilio pensaba que esa era la mejor herencia que un hombre bueno le podía legar a su hijo, el aprender a recoger sus pasos dignamente. Y lo recordaba mientras recorría su historia personal.

Pero retorna el dolor. 

Mira la viga de la que cuelga como un péndulo, y espera al menos fregarles la tarde a los señores dándoles un cabezazo o escupiéndoles un diente en los zapatos, pero por más que lo intenta no puede, y cualquier ensayo le presiona más los tobillos que están a punto de estallar por las sogas, igual que las muñecas atadas a la espalda por un nudo controlado. Ahí viene otro disparo, el gordo de Alberto, el más torpe de los banqueros y el más vivo para los chistes de cachudos. Torpe, incluso para sostener la escopeta, torpe para caminar hacia atrás y adoptar la pose de cazador, torpe al cerrar los ojos y al errar otra vez. Atilio pierde una oreja; pero qué es una oreja en las puertas del horno.

Todo es tan perfecto, incluso Atilio, esa carne sangrante y ya sin sogas que se arrastra hacia la casa para cobrarse la fiesta

Encarnación no se arrepiente de haber engañado durante décadas a los dirigentes de la indiada, de la que está más allá de la hacienda. No se arrepiente de haberlos traído y preparado como pavos para la cena. Porque ellos se lo merecen, piensa. Qué es eso de venir con el comunismo, con el internet y demás cojudeces por aquí. Porque todo los que hablan de sindicatos son unos maricas y hay que cortarlos de raíz. No se arrepiente de ser verdugo mientras mira las fotos que lleva en la billetera, todos sus familiares oscuritos como él. Nadie te salió blanco, se dice para sus adentros. Pero la clase la hace la cercanía con la sangre, y sueña con montarse algún día a la vieja rica de La Negra, tremenda rabona que está.

Las chicas hablan de la fiesta pro fondos para la chocolatada de este año. Martha es una empresaria textil, La China una periodista revelación, Julita dueña de varios nidos y clínicas para niños, y La Negra, catadora de ensaladas y loca gimnasia. Todas cuarentonas, reunidas en la casa de Martha para la lora de los viernes, porque los chicos se reúnen en el sótano para sus cosas de hombres. Y todas ellas como hermanas porque todas tuvieron el mismo problema con sus hombres, los que sacaron los pies del plato, y porque todas odiaban lo mismo: la tele nacional. Dile a la cajamarquina que se prepare un queso sour, grita La China algo ebria, y todas ríen sobre los muebles cremas. No la molestes, la corrigen más calmadas.

Gustavo y Alberto ya tuvieron su turno. Ahora le toca al galanazo de José María, minero y dueño de un diario nacional, alto y de porte noble como un caballo blanco. Incluso pide permiso: no es nada personal, compadre, es solo deporte. Su escopeta es la más lujosa y siempre la trae en un estuche carmesí para estas ocasiones. Jamás tomaría un arma ajena para tan delicado arte. A ver, dice, te gustaría que esto acabe de una vez o la seguimos de largo, tú dirás hermanito. “Como verás, soy un hombre piadoso, piadosamente deportivo”,…y con la frase se descose de risa la audiencia. La marihuana debe ser, se corrige a sí mismo. Ya pues di algo, dirigiéndose a Atilio. Pero el pedazo de carne que cuelga del techo no puede hablar porque la boca es una mazamorra de fresas. A la mierda, te la perdono, y como trueno bajo el agua un impacto en el hombro y un calambre universal en el alma de la carne colgada que se queja bajito. 

Ya acábala de una vez dice Marco, el chef que tiene una exitosa cadena de restaurantes, y se acerca con su revólver brillante con cacha de madera y de un solo trueno en la frente acaba con el sufrimiento de la carne colgante. 

Vamos a ver a las chicas que ya se deben estar montando entre sí, remata entre risas Gustavo, el candidato presidencial, mientras le indica a Encarnación que ya puede bajar a limpiar. 

Chicos y chicas se reúnen al fin para recordar viejas épocas con música de Yola Polastri y Abba. 

Todo es tan perfecto, incluso Atilio, esa carne sangrante y ya sin sogas que se arrastra hacia la casa para cobrarse la fiesta.

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