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Revista Ideele N°232. Agosto 2013Me gustaría que los ciudadanos de mi país nos acostumbremos a recibir a nuestros deportistas con medallas ganadas en las diversas competencias en las que participen, y para ello es necesario un gran esfuerzo, no sólo de quienes compiten, sino también del entorno que los acompaña. En este entorno no sólo está el respectivo cuerpo técnico, la familia, los dirigentes, sino también los ciudadanos de la vida cotidiana. Los otros con quienes alternamos día y día y con quienes compartimos los espacios sociales, son los verdaderos maestros de la cultura de una ciudad en donde se enseña (o no) a respetar las reglas, no por el temor al castigo, sino porque son necesarias para la convivencia, para la regulación emocional y para construir una estructura de pensamiento. Donde se aprende (o no) el valor del esfuerzo, es decir, la coherencia entre lo que se logra y el esfuerzo que se desplegó para ello. Donde se adquiere (o no) la experiencia de que el trabajo suele tener como recompensa la satisfacción del éxito, que las metas a largo plazo tienen sentido, que uno no se puede guiar solamente por la gratificación inmediata.
Las competencias se comienzan a ganar de la cabeza al cuerpo, cuando se integran las emociones, los afectos, los pensamientos y la preparación física; cuando se puede desarrollar la flexibilidad mental, la atención, la concentración y el disfrute del proceso, y se suman a las habilidades físicas y técnicas que se están trabajando.
¿Comienza a tener sentido por qué puede resultarle tan difícil a nuestros deportistas sostenerse en los logros? Ellos vienen de nosotros como sociedad, ¿cuál es el punto de partida que tienen? ¿Cómo pedirles a los deportistas cosas que el común de la población no está dispuesto a hacer o a desarrollar?
Un buen amigo que está vinculado con el área de educación física en un colegio de nuestro medio, contaba que en los campeonatos interescolares, los entrenadores de diversos colegios estaban más preocupados en enseñarles a los chicos a fingir faltas o a cometerlas “hábilmente”, que en desarrollar talento y habilidad para remontar las dificultades del partido.
En una experiencia formativa en una institución deportiva profesional de la que participé, encontramos que a los muchachos les era muy difícil organizar metas. Se les preguntaba sobre sus expectativas en su disciplina y todos contestaban que querían ser campeones, pero a la hora de pedirles que nos dijeran cómo lograrlo, es decir cómo traducir este deseo en pasos a seguir, les resultaba muy difícil proponer algo, ni siquiera esbozar ideas. No sabían diferenciar entre metas inmediatas, mediatas y a largo plazo. No podían organizar en su mente los pasos a seguir en su formación.
En otra experiencia también a nivel de deportistas profesionales, un entrenador extranjero que acompañó a un campeonato a los chicos, regresó sorprendido de cómo ellos habían mostrado una gran inhibición ante el público.
¿Cómo pedirles a los deportistas cosas que el común de la población no está dispuesto a hacer o a desarrollar?
¿Si hiciéramos una exploración entre el ciudadano común y corriente, podríamos decir que mayoritariamente sabe cuáles son sus metas, o que ante una situación en la que se va a evaluar su habilidad se mostrará confiando y efectivo?
Lamentablemente para quienes esperen cambios rápidos, la transformación del deporte en nuestro país irá de la mano con la transformación de la sociedad en su conjunto, y específicamente con la transformación de la educación. Mientras el sector educación esté tan descuidado y relegado, el centro mismo del espíritu deportivo y de la fortaleza para la competencia lo estará.
Competir es un complejísimo proceso que requiere la conjunción de una serie de instancias, y en donde los momentos de evaluar y transformar las experiencias en aprendizajes, requieren de muchas horas de esfuerzo físico y también de reflexión y fortaleza interior, tanto del propio deportista como del cuerpo técnico. Y este proceso tiene que estar sostenido por el entorno social en su conjunto. ¿Con cuánta frecuencia esperamos que el azar, el chispazo, la casualidad, nos ayuden a ganar? ¿Cuánto de esta misma expectativa atraviesa todos los demás sectores de la vida cotidiana en nuestro país? Se gana cuando se desarrolla en el interior del deportista de competencia el derecho a ganar, y cuando se cree en uno mismo y en la lógica de que es el esfuerzo y el trabajo constante lo que produce resultados.
Hemos tenido hace poco la experiencia de la selección juvenil de vóley dirigida por Natalia Málaga. Sería no solamente injusto sino una evaluación bastante equivocada, considerar que estas chicas mostraron el mismo patrón que suele repetirse en nuestro deporte profesional. Por el contrario, dieron muestras de un trabajo, disciplina y pundonor poco frecuente en nuestro medio. De ser un equipo por el que nadie daba nada, fueron ganándose el respeto de propios y ajenos a base de esfuerzo, personalidad y técnica.
Sin embargo, en los momentos culminantes del campeonato, un peso enorme logró doblegarlas. Tratemos de imaginarnos por un momento en la mente de esas chicas a quienes les faltaba un punto para ganar. De repente no nos sea imposible entender hasta qué punto el peso de la responsabilidad nubla las mentes, y el estrés de la ilusión perturba los reflejos, la percepción, hasta la respuesta física del cuerpo, como lo han demostrado una serie de estudios psicológicos. Es como si todo lo aprendido se perdiera en esa fracción de segundo.
Y es ahí cuando nuestra historia no sale en su ayuda, sino se convierte en una traba, en un lugar sombrío de donde no se puede sacar la tranquilidad necesaria para poder disfrutar de ese próximo momento imaginario a llegar: el triunfo. En ese instante la situación se desdibuja, y ya no están frente al equipo rival, sino que están frente a sus propios fantasmas: se trata entonces de salvar al Perú, de cambiar su historia, de reivindicarlo de todos los dolores y derrotas deportivas anteriores, del dolor de Seúl 88, de una larga historia de perdedores que por unos días ella parecieron conjurar… Demasiado peso, que hay que repartir de nuevo entre todos, y que cada quien asuma su propia responsabilidad. Pero también hay que repartir la ilusión, la esperanza y el disfrute, al que tanto ellas como el conjunto de la sociedad tienen derecho.
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