La OEA, la Carta y la democracia

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Revista Ideele N°306. Octubre-Noviembre 2022. Imagen: Andina.pe

Los golpes de Estado perpetrados décadas atrás por los militares, pese a que gran parte de la derecha peruana los añora, parecen resoluciones políticas cada vez menos probables. En su lugar, durante los últimos años, se viene asentando nociones como “lawfare” para mostrar nuevos mecanismos que, aparentemente, quiebran el orden establecido sin alterar los procedimientos legales, en beneficio de los más poderosos. Como podrá notarse, estamos ante un campo sumamente resbaladizo, desde el cual seguramente pueden levantarse más conjeturas que aseveraciones.

La “guerra jurídica”, como podría ser traducido el término en inglés, es un concepto cuya acepción moderna tiene su origen en el ámbito militar, producto de las grandes transformaciones que se observan en los escenarios y estrategias de combate que han cambiado radicalmente lo que concebíamos una guerra convencional hasta hace décadas atrás. Aun cuando no ha sido plenamente aceptado, es indudable que el “lawfare” forma parte de las recientes consideraciones estratégicas de países como los Estados Unidos, especialmente en lo que concierne a operaciones contrasubversivas, pese a que antropólogos de nota como John Comaroff ya lo había usado desde el 2001 como parte del bagaje usado por los países europeos en los procesos de colonización del África entre los siglos XIX y XX.

 Pero, sin duda, la acepción que empieza a generalizarse en América Latina se la debemos fundamentalmente a Atilio Borón. Es posible que la genealogía del término que propone no sea tan precisa [1], ni tampoco su afirmación  de que desde hace dos décadas se ha venido aplicando en Latinoamérica un conjunto de acciones -denominado “buenas prácticas”- dirigidas al adoctrinamiento del sector judicial (jueces, fiscales), del sector legislativo (legisladores, asambleístas) y finalmente del sector comunicacional (periodistas, editores), cuya finalidad es defenestrar los liderazgos de sectores progresistas en nuestra región.

Sin embargo, el enfoque de Borón contiene muchos elementos que deberían tomarse en cuenta. Por ejemplo, es muy sugerente el desarrollo que hace de uno de los lados del triángulo que diseña: el periodismo. Al respecto, puntualiza, trayendo a colación la frase que emitiera G. K. Chesterton, que “los periódicos comenzaron para decir la verdad y hoy existen para impedir que la verdad sea dicha”. Para ello, cuentan con cuatro herramientas principales: “promover la “posverdad”; mentir y usar las fake news a destajo; utilizar el blindaje informativo para proteger a socios y/o amigos; y el linchamiento mediático de líderes “molestos” a las cuales es preciso satanizar para que luego jueces y fiscales culminen el proceso enviándolos a la cárcel o inhabilitándolos para competir por cargos públicos.

Concluye afirmando que esa prensa, “así de corrupta”, constituye una de las principales amenazas a la democracia, en tanto acentúa aún más las asimetrías existentes poniendo en alto riesgo la libertad de expresión.  En suma, como dijo en su momento Peter Mair, la democracia se vacía de contenidos y sucumbe ante una literal tiranía informativa.

Sin embargo, hay tres cuestiones que pueden derivarse de la situación peruana que puede contrastarse con la posición de Borón. Una es que el monopolio informativo y la desinformación no es reciente y no se ha activado de manera especial contra el presidente Castillo. Al punto, la concentración alrededor del grupo El Comercio no solo es de larga data sino creciente con el transcurso del tiempo, tomando forma mucho antes que se diseminara el término de “lawfare” en la región.

Un segundo asunto es que las acciones contra la corrupción del aparato judicial peruano tampoco se han activado específicamente contra el supuesto gobierno progresista del presidente Castillo.  El simple hecho de que todos los gobernantes del ciclo democrático que se inició en el 2001 estén de una u otra forma encauzados en procesos anti-corrupción es un resultado palpable que no está respondiendo bajo una lógica fundamentalmente política. Pero, el otro lado de la moneda es que estamos frente a instituciones judiciales dramáticamente desprestigiadas, dados los pobrísimos niveles de aceptación ciudadana que tienen, comparables a los del Ejecutivo y el Legislativo.

Esto último nos conduce a un tercer aspecto al que no se le presta la debida atención. Nuestra democracia se asienta fundamentalmente en una legitimidad electoral. Todo parece indicar que esta seguridad debe ser revisada urgentemente. Como concluye Larry Bartels, las elecciones no aseguran bajo ningún punto de vista una respuesta cabal a la voluntad popular: “El ideal populista de la democracia electoral, a pesar de toda su elegancia y atractivo, es en gran medida irrelevante en la práctica, dejando a los funcionarios electos en su mayoría libres para perseguir sus propias nociones del bien público o para responder a las presiones de los partidos y grupos de interés”.

En suma, ¿cómo podríamos entender el supuesto “lawfare” que se está escenificando con el gobierno del presidente Castillo? Todo parece indicar, si dejamos de lado los aspectos prescriptivos de la democracia y nos centramos en los elementos empíricos, que no es tanto aseverar cómo se desestabiliza un gobierno supuestamente progresista con procedimientos judiciales, sino cómo componer una interpretación plausible de la acción judicial en medio de enormes fragilidades institucionales y políticas.

La OEA en su laberinto

De esta manera, en medio de vacíos, medias verdades y desinformación provocada un nuevo capítulo empezó el 10 de octubre, cuando la Fiscal de la Nación, Patricia Benavides, presentó al Congreso una denuncia constitucional contra el presidente Castillo, por presuntos delitos de organización criminal, tráfico de influencias y colusión. A todas luces, era un intento para abrir legalmente la cerradura constitucional establecida en el artículo 117, mediante una interpretación de éste que se fundamentaba en los artículos 30.2. y 30.3. de la Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción, “dada la condición de normas propias de un tratado de derechos humanos”.

La respuesta llegó el 19 de octubre. En un Mensaje a la Nación, el presidente Castillo alegó que las investigaciones a él y a su entorno eran una campaña de “demolición”, afirmando que la denuncia constitucional en su contra es una muestra de ello, calificándola de una “nueva modalidad de golpe de Estado”. Horas antes, el Mandatario había enviado un pedido a la OEA, para que aplique los artículos 17 y 18 de la Carta Democrática Interamericana, al considerar que la institucionalidad democrática del país se encontraba en riesgo.

Días antes, el 17 de octubre, Edgar Ralón, primer vicepresidente y relator para el Perú de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), declaraba que en el país existía una “alta conflictividad entre poderes públicos que dificultan la gobernabilidad”, además de una “crisis constitucional” a raíz de la denuncia elevada por la Fiscal de la Nación contra el presidente Castillo.

Ante el Consejo Permanente de la Organización de los Estados Americanos (OEA), que luego acordaría aplicar la Carta Democrática a pedido de Castillo, Ralón agregó que la inestabilidad política y los “persistentes cambios de autoridades han impactado en el goce de los derechos humanos”. Además, dijo que Perú atravesó varias crisis políticas por el “uso reiterado de tres figuras constitucionales”: acusación constitucional, vacancia presidencial y disolución del Congreso por la denegatoria de confianza a dos consejos de ministros.

Concluyó afirmando que “dichas irrupciones generadas en un contexto de alta conflictividad entre poderes públicos han dificultado la gobernabilidad del país … [y] esto ha conducido a un desgaste en la agenda legislativa y suscitado cuestionamientos sobre la independencia de la justicia”, así como el “debilitamiento de la confianza en las instituciones públicas”.

En una sesión extraordinaria en Washington, el Consejo Permanente de la OEA, órgano ejecutivo de la organización, adoptó por aclamación la resolución de “respaldo a la preservación de la institucionalidad democrática” en Perú y llamó “a todos los actores” a actuar dentro “del estado de derecho”. El 20 de octubre expresó su respaldo al Gobierno peruano y decidió enviar una misión al país, que arribará el 20 de noviembre para luego programar sus actividades entre el 21 y 22 del mismo mes.

Luego, elaborará un informe que será derivado al Consejo Permanente, que establecerá un periodo de diálogo con las partes involucradas para evitar que la crisis política se agudice. Tras ello, se adoptarán las medidas correspondientes para preservar el orden democrático. En otras palabras, la visita circunstancial de los cancilleres enviados por la OEA pareciera ser producto de la conjunción de los buenos deseos de que las cosas mejoren en la órbita política peruana, pero nada más.

En esa línea, antes incluso de saberse los posibles resultados obtenidos por la Misión OEA, considerar que la gobernabilidad del país se ha hecho más difícil por la alta conflictividad existente actualmente entre los poderes públicos, como lo hace el relator Ralón, es simplemente desconocer los elementos básicos que dan forma a los problemas del sistema político peruano, porque es más que evidente que pensar que bajo el supuesto de la inexistencia de esa “conflictividad” las cosas irían mejor, es la manera de obviar la enorme debilidad sobre la que se busca equilibrar la democracia peruana.

Peor aún, creer que esta alta conflictividad entre instituciones ha provocado el desgaste de la agenda legislativa y formado sospechas sobre la autonomía de la justicia peruana, debilitando “la confianza en las instituciones públicas”, es literalmente tomar el rábano por las hojas. Sin abundar en detalles, no parece que en Perú exista o haya existido en el pasado próximo algo que podríamos denominar “agenda legislativa”, que alguna vez el Poder Judicial haya tenido algo de credibilidad o que hubo momentos en que la “confianza ciudadana” hacia las instituciones del Estado haya sido si no robusta, al menos aceptable.


[1] Borón extiende su origen y fundamentación al año 1947, cuando se da inicio la Guerra Fría con el rompimiento de los acuerdos posteriores a la finalización de la Segunda Guerra Mundial.

Sobre el autor o autora

Eduardo Toche
Centro de Estudios y Promoción del Desarrollo - DESCO. Coordinador del Grupo de Trabajo de CLACSO “Neoliberalismo, desarrollo y políticas públicas”, Perú

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