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Revista Ideele N°306. Octubre-Noviembre 2022Aquella noche Buster estaba más intranquilo de lo habitual, dando vueltas por la sala como un animal enjaulado, mientras escuchaba a todo volumen una telenovela turca. Desde hacía meses la rutina era la misma: en las mañanas atendía a clases remotas desde su celular, por las tardes se ejercitaba en el patio y en la noche se tiraba en el sillón de la sala a ver Netflix, ajeno a todo lo que pasaba en el Perú y en el mundo. Ahora en cambio había recibido una noticia desoladora: la chica que le gustaba tenía covid.
—¿Qué hago? ¡Tengo que ir a buscarla! —decía.
—No hables pavadas —le decía yo—. Y déjame escuchar mi novela.
Estaba insoportable aquella noche Buster, y yo no le quitaba el ojo intuyendo que haría una locura. Hacía dos meses que no salía de casa. Mi papá se había ido de emergencia a hacerse cargo de un hospital en la selva y mi mamá hacía doble turno, y como ambos trabajaban en primera línea, en medio de la crisis sanitaria más espantosa de la historia contemporánea, ya no los veíamos. Nos habíamos quedado completamente solos, en los ochenta y pico metros cuadrados de la casa donde nacimos.
La convivencia era horrible. Buster era un inútil y yo había tenido que tomar las riendas de administración del hogar. Una vez a la semana me ponía una mascarilla y guantes de látex, me aventuraba a la calle a hacer el mercado. De regreso tiraba la ropa en una cesta y me tomaba una ducha. A esas horas, Buster seguía en la cama, simulando prestar atención a las clases desde su smartphone. El resto del día hacía sus ejercicios, mientras yo limpiaba y cocinaba, lavaba la ropa mientras lo escuchaba jugar con sus videojuegos, hablar con sus amigos con voz impostada, imitando la voz de un hombre que tiene una vida, que toma decisiones. En el fondo, estaba preocupada. El próximo año mi hermanito tendría que ir a la universidad. ¿Pero qué clase de vida universitaria sería esa?
Esta tarde fue diferente. Lo escuché primero en una videollamada, de esas que tenía después de almorzar, durante sus clases de Trigonometría. Normalmente yo nunca me metía ni lo escuchaba, pero esta tarde, mientras lavaba los platos, escuché su nombre: Cinthia. Todos conocíamos a esa niña, vivía a unas pocas cuadras, la habíamos visto crecer y madurar, convertirse en una joven con un futuro promisorio. Excelentes notas, siempre en el cuadro de honor del colegio. Figura espigada, cabello sedoso y brillante. Todo lo contrario a Buster, que a pesar de sus ejercicios en el patio había cosechado una panza fofa, producto de los Doritos que tragaba jugando PlayStation. Mi hermano, además, había tomado la mala costumbre de no bañarse y de dejarse una asquerosa barba que crecía como una pelusa verde en su cara, dando la impresión de estar sucia siempre.
La cosa es que Cinthia tenía covid. Su hermana fue a una de esas fiestas ilegales y toda su familia se había contagiado. Yo presencié la conversación en silencio, como se presencia un accidente de tránsito, con asombro y morbo a la vez. Poco a poco contemplé a mi hermanito desarmarse. Todos sabíamos que Cinthia le gustaba. Todos sabíamos que nada bueno saldría de ese sentimiento. Esa niña era demasiado para él. Buster era demasiado básico. Cinthia tenía espacio para maniobrar y conseguir un buen partido, irse a estudiar al extranjero. Pero quién sabe, solía decir mi mamá, a veces esas niñas toman malas decisiones.
Al inicio no le dije nada y continué con mi rutina normal: limpiando el patio, regando las plantas, cuidando a mi iguana. Hasta que a eso de las seis me percaté de que no había hecho sus habituales ejercicios. En cambio estaba encerrado en su cuarto, sentado en su cama sin tender, mirando la calle desde su ventana. Los postes de luz acababan de encenderse, iluminando la calle desierta a causa del toque de queda.
—Vas a ver que se pondrá bien —le dije.
—Tú no te metas, estúpida —fue su respuesta.
No le volví a hablar hasta entrada la noche, cuando empezó con el ataque de ansiedad. Mi día había acabado, estaba por fin echada en el sillón intrigada por el destino de Fatmagül, cuando este niño empezó a dar vueltas y vueltas por la sala como poseído por el espíritu de Mustafá. Le pedí que se callara una vez que empezó a decir incoherencias sobre ir a buscarla. Hasta tuve que ponerle mute a la televisión para hablar con él.
—No te vas a ir a ningún sitio —le dije—. No me hagas llamar a tu vieja.
—¡Cállate! ¡Tú no me vas a obligar!
—Chibolo del demonio. Insolente.
—¿No tienes nada que lavar?
Me puse de pie y le pegué un lapo. Recién entonces me sorprendí de lo mucho que había crecido Bustercito. Casi tuve que ponerme de puntillas para asestar el golpe en su cabeza. Después de eso, como que se contrajo. Se quedó quieto, arrodillado sobre la alfombra, al pie del sillón. Casi me dio pena. Se le veía niño otra vez.
—No quiero que se muera —me dijo.
De pronto pensé que se iba a poner a llorar.
—Todos nos vamos a morir —le respondí, seca—. Es la ley de la vida, Buster. Tienes que madurar. Acostúmbrate, que la vida es sufrimiento.
—¡Cállate!
Y, efectivamente, se puso a llorar.
—Me tienes podrida, eres un inútil. Solo sabes estar en el teléfono y jugar con tu estúpido PlayStation. A tu edad yo ya tenía amigos y paraba con ellos todo el día, tenía vida social, hasta iba a fiestas. Me das pena, Buster.
—¡A ti no te tocó una pandemia!
—Con pandemia o no, tú la habrías pasado igual.
—¡Cállate, estúpida! —gritó. Tenía la cara llena de mocos.
—Cállate tú, que estoy viendo a Fatmagül.
Justo esta noche dieron el capítulo en que Kerim y sus amigos violan a Fatmagül a la orilla del mar. He visto esa escena miles de veces, desde que dieron la telenovela en televisión. Luego la he visto en YouTube, ahora la veo todas las noches en un canal de cable en el que solo pasan telenovelas turcas. De cierta forma, la trágica historia de Fatmagül me reconforta. Me hace pensar que mi vida no es tan mala.
Luego creo que me puse a lavar o a tender la ropa. No recuerdo haber hablado más con Buster. Tal vez lo mandé a dormir o se fue a su cuarto a escuchar música con sus audífonos, como hacía todas las noches desde que empezó la cuarentena. No sé si reflexioné sobre las cosas que le había dicho. Los recuerdos de esas horas son medio borrosos. Sé que salí a la azotea y me puse a fumar mirando el horizonte. Fue una noche cálida, con el cielo más o menos despejado, incluso se podían ver algunas estrellas y a lo lejos los cerros con sus postes y sus antenas. Recuerdo haber visto luces destellar, pero hasta ese momento solo me parecieron aviones manteniendo el tráfico aéreo a pesar de la pandemia.
De pronto recordé que no había sacado la basura, así que bajé pesadamente las escaleras y me vestí con los implementos para salir de casa: la mascarilla, los guantes de látex, un casco con una mica protectora. Tomé la bolsa llena de desperdicios y cerré la puerta tras de mí. La noche estaba quieta. No corría viento ni se escuchaba sonido alguno.
Como ya le dije, era pasada la medianoche, entre las doce y la una de la mañana. Había depositado la bolsa negra en su sitio cuando vi a Buster. Usted comprenderá mi impresión. Es la primera vez que sale en seis meses. Tiene los ojos rojos, no lleva puesta mascarilla. Apenas lo veo, lo señalo. Tengo todavía el guante de látex puesto. Trato de decir algo, pero no me salen las palabras. Todo ha sido muy confuso y tengo esta especie de neblina en la memoria. Buster está como paralizado. Pero en ese momento me doy cuenta de que no me está mirando a mí. Mira más allá de los cerros. El horizonte. Y de pronto siento una luz cálida, amarilla, como si se hiciera día a mitad de la noche. Un día muy corto, un flash, como si nos tomaran una foto. Apenas consigo recordar la forma de aquella cosa. Una nave sin sonido que lo iluminó todo por un instante. Luego ya no estaba Buster. Solo pude quedarme con su imagen pegada a mi retina.
Y eso es todo lo que puedo decirle, oficial.
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