El país de las transiciones truncas

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Revista Ideele N°307. Diciembre 2022

El Perú es el país de las transiciones truncas. Gobiernos autodenominados de transición emergen en periodos cada vez más cortos. De la transición del militarismo a la democracia de comienzos de los 80s al post-fujimorismo de comienzos de los 2000. De Sagasti a Boluarte en el lapso de apenas 3 años ¿A dónde nos han llevado estas transiciones? ¿A dónde nos está llevando la transición actual? Estas son preguntas fundamentales porque parece que repetimos la historia una y otra vez. Navegamos hacia la utopía de nuevos escenarios democráticos mientras disimulamos nuestra profunda fragmentación social, nuestra incapacidad de reconocernos como iguales, de pensar en un proyecto colectivo.

Hoy no tenemos claro ni desde dónde transitamos ni hacia dónde vamos ¿Qué es lo que estamos superando? ¿un intento para todo efecto ficticio de golpe de estado? ¿un gobierno al que quisieron derrocar desde antes de iniciar su mandato y que estuvo dispuesto a todo para mantenerse en el poder? ¿Y hacia dónde nos dirigimos si las “reformas” previas al adelanto de elecciones solo buscan ser monedas de cambio de bloques congresales desprestigiados? Muchos evitan profundizar en estas cuestiones porque – lo argumentan así-, lo que importaría es la estabilidad que brinda el actual gobierno. Un gobierno que – insisten- se sostiene legalmente en una sucesión constitucional formal. Y que, además, – rematan- es técnico y muestra buenas señales para revertir el flagelo que generó la administración de Castillo en la gestión pública. Pero no es difícil constatar que estamos viviendo una transición firmemente antidemocrática. Gobierna una coalición informal de centro y extrema derecha, con respaldo de medios concentrados, el poder mediático y esas bancadas y políticos que nunca reconocieron la última elección popular. Ellos lamentan la muerte de 25 personas en protestas en menos de dos semanas, pero, al mismo tiempo, auspician la criminalización de la movilización ciudadana, el allanamiento de partidos de izquierda y organizaciones sociales, la militarización de la sociedad. Quienes hoy gobiernan de facto con autoritarismo y represión son los que fueron rechazados en las urnas.

Después de 6 años en los que hemos visto el ascenso de 6 presidentes, 2 golpes de estado (uno concretado, otro burdo), varios procesos de vacancia presidencial (uno de ellos efectivo), 2 renuncias presidenciales, una disolución del congreso, no es difícil constatar que el autoritarismo que vivimos hoy es el resultado de un sistema político y constitucional decadente. Por eso no basta decir que el problema es la “precariedad de partidos” o “la falta de políticos”. Ya no estamos para obviedades. Llegamos a este punto por el fracaso de dos transiciones, no transiciones de gobierno, sino de programas básicos para la convivencia social. La transición del autoritarismo a la democracia post-Fujimori y la transición del conflicto armado interno al post-conflicto, que es lo que auspiciaba el informe final de la Comisión de la Verdad, Justicia y Reconciliación (CVR). Ambas transiciones han fracasado rotundamente.

La transición democrática post-Fujimori liderada por Valentín Paniagua puso en la agenda el reemplazo de la Constitución de 1993, que nació de un golpe de estado y fue luego legitimada por un referéndum acusado de fraudulento. Pero esa agenda no se concretó. Sectores económicos que veían a la constitución como un candado para el libre mercado se opusieron férreamente y lograron acorazar el texto constitucional. Caló la idea de que bastaban algunas reformas sobre la descentralización, transparencia, participación ciudadana y autonomía de los órganos electorales para asegurar la consolidación democrática. Sin embargo, la democracia que se desarrolló a partir de allí ha sido una democracia de papel. Los gobiernos siguientes han estado comprometidos en menor o mayor medida con la mega corrupción en grandes proyectos de infraestructura, así como con el financiamiento político por parte de empresas corruptas. La captura del estado se normalizó en el quehacer público. Al mismo tiempo, hemos convivido con un número persistente de conflictos sociales, relacionados sobre todo a la inversión transnacional en industrias extractivas. Pocos parecen notar que un punto saliente de la democracia peruana es la movilización social (fragmentada y criminalizada, pero activa); es decir, la política a los márgenes del estado. Entonces, mientras se exaltaba la profesionalización del sector público y el gobierno de las élites, en la sombra del poder se consolidaba tanto la corrupción sistémica y de cuello blanco, así como el descontento ciudadano. Con Lava Jato, el club de la construcción y otros escándalos de corrupción, todos los presidentes post-Fujimori elegidos democráticamente (incluso también alcaldes y líderes políticos de diversos partidos), pisaron la cárcel o sufrieron medidas restrictivas de la libertad. Salvo García que se suicidó para evitar la persecución judicial. Los actores políticos, y el sistema político en su conjunto, carecen de legitimidad.

El terruqueo de hoy, incluso desde los niveles más altos de la administración, se explica por el fracaso de la otra transición. La transición del conflicto armado interno hacia una era de post-conflicto que se suponía debía consolidarse con la implementación del informe de la Comisión de la Verdad. Pero este proceso ha sido sistemáticamente obstaculizado por quienes se aferran en mantener su vigencia política a costa del fantasma del terrorismo. El oponente político, entonces, es llamado terruco. El que opina distinto, el que se moviliza, es sospechoso de ser terrorista. La izquierda es aliada del terrorismo, los defensores de derechos humanos son defensores de terroristas. Los Ashánincas que derramaron sangre para defender al país frente a Sendero son llamados terroristas. La agenda de justicia transicional, en la práctica política, no solo quedó archivada, es profanada una y otra vez con cada titular de diarios y pronunciamientos de funcionarios que avalan este tipo de violencia política de baja intensidad.  

La guerra interminable

El sistema político es decadente, entre otras cosas, porque las reglas constitucionales de distribución y control del poder son caducas y solo sirven para su instrumentalización política. Los diferentes actores – incluso del mismo espectro ideológico – tienen todos los incentivos para abusar de su poder e imponer sus agendas patrimonialistas. La anarquía de los últimos años es un síntoma de la situación límite en la que estamos.

Poco explica este problema la lectura que hace un sector de la Ciencia Política[1] al término “constitutional hardball”, formulado por uno de los fundadores de la teoría constitucional crítica, Mark Tushnet[2]. Este término busca describir cómo actores políticos usan las reglas constitucionales y las llevan al límite para darle una nueva orientación más allá de las premisas sobre las que nacieron. Mientras los politólogos lo utilizan en sentido negativo y normativo para explicar “la debilidad de las instituciones democráticas”, Tushnet lo usa en sentido analítico para explicar una coyuntura de posible cambio constitucional, siendo que esta dinámica puede servir tanto a reformistas que buscan extender la arena democrática y los derechos como a aquellos que buscan limitarlos. De allí, lo difícil de distinguir esta práctica de lo que Landau llama constitucionalismo abusivo.[3] Lo más importante entonces cuando vemos el uso reiterativo del constitutional hardball no es que tenemos instituciones precarias o tenemos malos políticos. Es que tenemos un problema sistémico que el actual marco constitucional no puede resolver.

Lo trágico de esta situación es que la salida no pasa simplemente por hacer reformas ambiciosas o incluso un cambio de texto constitucional. El punto de partida es reconocer que la guerra política también se retroalimente de nuestra ruptura social, expresada en el hecho de que los sectores más privilegiados tienen el poder de ignorar, excluir o incluso celebrar la pulverización de actores sociales considerados disidentes. No hemos consolidado la democracia porque no hemos consolidado una coexistencia plural, un pacto social y político básico que tenga como meta fundamental superar el paternalismo indolente, el clasismo cotidiano, el racismo interiorizado. Porque seguimos inventando enemigos públicos allí donde hay ciudadanía descontenta.

Es en este contexto que el gobierno de transición actual ejemplifica las dos transiciones programáticas truncas: la transición democrática y la transición al post-conflicto. No solo gobiernan quienes perdieron las elecciones, sino que también persiguen a los que ganaron, partidos y organizaciones sociales. No solo los persiguen con instrumentos legales altamente cuestionables como el estado de emergencia, sino también con discursos criminalizadores, acusando de terrorista a cualquier tipo de disidencia. Podríamos llegar, si la situación sigue este rumbo, al peor escenario posible, al punto 0, en el que la violencia política simbólica, implícita, y represión mayormente localizada, se convierta en una violencia abierta, legalizada, generalizada. Reconstruir el país de esas fracturas sería mucho más difícil.


[1] Levitsky, Steven y  Ziblatt, Daniel, How democracies die. First edition. New York: Crown Publishing, 2018. Y para explicar la crisis actual en el Perú: Encinas, Daniel. Perú necesita recuperar la imaginación política: https://letraslibres.com/politica/daniel-encinas-peru-protestas-imaginacion-politica/

[2] Mark V. Tushnet, Constitutional Hardball, 37 J. Marshall L. Rev. 523 (2004).

[3] Para una discusión: Rosalind Dixon and David Landau, Abusive Constitutional Borrowing: A Reply to Commentators, 2021 7 Canadian Journal of Comparative and Contemporary Law 49, 2021 CanLIIDocs 1044, <https://canlii.ca/t/t5jx>, retrieved on 2022-12-19

Sobre el autor o autora

Roger Merino
Roger Merino. Docente e investigador de la Escuela de Posgrado de la Universidad del Pacífico.

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