Aquí no hay Mandela

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Revista Ideele N°307. Diciembre 2022

La Revista Ideele presenta, en exclusiva, un adelanto de la novela sociológica de no ficción: “Aquí no hay Mandela” del periodista y escritor Carlos Bejarano. Capítulo 1: Caraccional, Miguelina, Medalith y Migdonio.

Lima es racista, clasista y marginadora. El psicoanalista Max Hernández la define de una manera dura pero exacta: “Lima es una Sudáfrica solapada”. Pablo, el primer limeño de su familia, fue criado como si esa condición de capitalino de primera generación lo hiciera mejor que sus antepasados andinos. Producto de esa educación no solo se convirtió en una persona racista, clasista y marginadora; también fue un tipo acomplejado y con baja autoestima. Una madre sindicalista perseguida por el gobierno y su mejor amigo que termina en la guerrilla, terminan de perfilar la complicada personalidad de Pablo. En un país de eternos desencuentros, Pablo no es sino una pieza más de ese difícil reto de ser peruano.

***

Las reuniones de la familia de mi madre eran insoportables. Aunque tomaban harto, maldita palabra que usaba mi abuela, sus borracheras no eran ningún problema porque en realidad volvía más cordial y graciosa a la gente. El verdadero inconveniente, lo que realmente me incomodaba, eran ellos mismos. Es cierto que sus costumbres, su manera de bailar, su acento, sus gestos, su comida y su olor me incomodaban, pero ya me había acostumbrado a eso. Lo verdaderamente insoportable eran sus nombres. Sus ridículos e impresentables nombres.

De pronto llegaba la tía Libia acompañada de su esposo Filadelfo y la siempre “simpática” Medalith. Luego, con una vestimenta en la que nunca faltaba el satén, irrumpía Guillermina y junto a ella sus hermanos Sabina, Zadith y Nemesio.

Parecía mucho pero solo era el comienzo. Siempre pasadas las doce, porque su chamba no se lo permitía antes, llegaban Simplicio y Rony: los “uniformados” de la familia, o sea los seremos. Rony, hay que aclararlo, en realidad se llamaba Ginésido, pero debido a su enorme parecido con Mickey Rooney, eso decía su mamá, se quedó con una chapa que las generaciones posteriores nunca entendimos. Justina, Rosendo y sus hijos Rosenda y Rosendito; Virgilio, Gudelia, Griselda, Miguelina, Migdonio y Salomé completaban la original lista de gente que siempre se hacía presente a cuanta reunión se convocara.

Cuando tenía trece años y mi lucha contra esa huachafería era más intensa, en una de estas reuniones me topé con un personaje cuyo nombre parecía creado a la medida: el primo Caraccional.

Caraccional era uno de esos raros mortales cuyo nombre concordaba perfectamente con su personalidad. De sospechoso metro ochenta y cinco, el Carito, como le decían, lejos de tratar de mencionar su nombre lo menos posible (en realidad yo lo hubiera ocultado), cuando se presentaba lo hacía en tono de barítono, de manera clara y lenta como para que no se lo volvieran a preguntar. Tal vez la experiencia, eso de decirlo y que todos le pregunten ¿qué? ¿cómo?, ¿Cara… qué? le hizo adoptar esa actitud.

CA – RAC- CIO – NAL.

Como pa´ bruto. Pum. Claro y para se entendiera de una.

Siempre en terno ajustadísimo, chupete le decían a ese modelo, porque era como si lo pegado al cuerpo fuera el resultado de una chupada, una gigante y húmeda chupada. Y siempre con sus padres al costado, bien agarrados, como si se le fueran a escapar. Dos viejitos de metro 50 que a pesar de sus años en Lima aún no habían dejado de hablar en quechua.

Siempre me pareció sospechoso que los tíos tuvieran metro 50 y el primo 1.85. En realidad, siempre sospeché de todo. Como mi vieja, era un malpensado.

Ay… mi familia y sus nombres.

Por supuesto que en la familia había Rosas, Juanas y Pedros, pero eso era lo de menos pues todos esos nombres y los más lindos que se conozcan, y los más hermosos que se inventaran, perdían belleza al lado del bendito —o habría que decir maldito— apellido Cusi.

Esas reuniones eran insoportables.

El menú nunca se discutió pues siempre era en base a cuyes. Picante, chactado, al natural, anticuchos, chicharrón, al vino, enrollado… en fin… cuy para todos los gustos.

La fiesta alcanzaba el clímax cuando mi vieja los empezaba a matar.

¿Cuántos somos? A medio cuy por persona, matamos 10, para los chicos hay arroz con pollo y papa a la huancaína, no se olviden que Pablito solo come pechuga y por favor no le pongan la huancaína en el mismo plato. Eso es de cholos.

¡Esta alfalfa ya está muy seca…!

¿Existe animal más escandaloso a la hora de morir que el cuy? ¿Acaso existe en este planeta animal más oloroso que el cuy?  Pasaron los años, empecé la universidad, la dejé, la retomé una década después, me casé y me divorcié, me casé otra vez y me volví a divorciar, pasaron los 18 años de Alianza sin campeonar, se cayó el muro de Berlín, se casaron mis hijos, un negro fue presidente de los Estados Unidos y juro que nunca, nunca pude sacar de mi memoria olfativa al cuy. Olor a cuyes vivos, olor a cuyes hirviendo, olor a sangre de cuy, olor a picante, a chactado, a cuy frito y a la parrilla. Olor a alfalfa. Seca y fresca. Olor a mierda de cuy. Olores que odiaba, pero que con los años empecé a extrañar.

Acomplejado hasta la pared de enfrente, comparación del tío Rosendo que nunca entendí, pero me gustaba usar, gran parte de mi vida viví atormentado por el apellido materno y en general por la familia de mi mamá. Decir que me apellidaba Cusi era exponer públicamente mi ascendencia andina. ¿Quién me puede tomar en serio con ese apellido?

¡La toma Cusi, se lleva a uno, a dos, patea al arco y gol… gol de Cusi!

Aquí la opinión de Cusi el economista, un experto en el tema.

¿Y sobre este punto, qué análisis puede hacer el doctor Cusi?

Cusi, Cusi, Cusi, Cusi, Cusi.

Afortunadamente como mi aspecto no era el de un indio, trataba, en la medida de lo posible, de evitar mencionar mi segundo apellido. Mi apellido paterno era, digamos, más presentable. Extraño, pues no conocía a mi padre y le guardaba gran resentimiento. Por contraposición y como suele ocurrir, adoraba a mi madre. Pero ese amor no llegaba hasta su apellido. En realidad, ni siquiera llegaba a su nombre. Nunca, que recuerde, la llamé Miguelina. Un apropiado y, hay que decirlo, “decente” Micha, era más tolerable.

Pero había personas más desafortunadas que yo. Mi prima Marisol, por ejemplo.

Su nombre no era un problema, todo lo contrario, pues rimaba perfectamente con su aspecto. Una Marisol es tierna, dulce, de piel suave, de modales delicados, de medias cubanas blancas que terminan en pulposas pantorrillas color capulí. Una Marisol es de pelo delgado que danza alocadamente al ritmo del viento y que a pesar de ello siempre luce bien. Y Marisol era así. De inolvidables aromas, de incomparable sonrisa. La sonrisa más linda que vi en mi vida. No había dudas, en eso mis primos y yo, más allá de costumbres, maneras de bailar, acentos, gestos, comidas y olores, y por supuesto más allá de sus nombres, todos estábamos de acuerdo: Marisol era la más linda de la familia. Pero tenía un problema. En realidad, dos. Su segundo apellido era Cusi y el primero Inca. Para mí eso era demasiado. Prefería mantenerme alejado. No vaya a ser que ocurriera algo y zas, me desgraciaba la vida con la Inca Cusi.

Cuando ingresé a la universidad y conocí a Gerson Macavilca Vilcapoma, reconfirmé que había gente más miserable que yo, y que incluso mi prima Marisol.

Sobre el autor o autora

Carlos Bejarano
Periodista, docente de la Universidad de Lima.

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