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Revista Ideele N°307. Diciembre 2022Este fin de semana asistimos con mi esposa, mi hija y mi sobrina (ambas menores de edad), al teatro La Plaza para ver La cautiva, obra teatral escrita por Alberto León y dirigida por Chela De Ferrari, que causó revuelo en 2015 al ser investigada por la DINCOTE, pues supuestamente constituía apología del terrorismo. Luego de verla puedo concluir que afirmar que dicha obra constituya “apología del terrorismo” es por demás ridículo, pero muestra, por sobre todo, la pobreza cultural o el ánimo interesado de quienes hacen esas afirmaciones chatas, pues desconocen las consecuencias devastadoras de una guerra en la población civil, pues la guerra pone de manifiesto lo más abyecto y a veces lo más sublime del ser humano. Y eso lo grafica la obra.
La cautiva es una pieza teatral realmente dura (una tragedia, con algunos arrebatos de comedia), que nos confronta como sociedad, pero también como individuos. Toda la obra está desarrollada en una sola locación: una morgue en el Ayacucho de los ochenta en que se observa, en la primera escena, a un conscripto muerto, un joven de apenas diecisiete años. Muerto. Desnudo. La desnudez de los cuerpos nos presenta, de manera gráfica, la flagelante igualación a la que nos somete la muerte.
Una crítica que, como cusqueño, puedo hacer a la obra es que parece haber sido concebida desde Lima y pensada para un público de Lima, pues el recurso al estereotipo del dejo “serrano” le resta méritos a los temas de fondo, imprimiéndole demasiada energía a algo que, además de artificial, se aprecia como burdo. Los personajes ayacuchanos, especialmente el auxiliar de la morgue, hablan con los disfuerzos vocales propios de Gilberto Collazos de Al fondo hay sitio, en una búsqueda maniquea por darle “autenticidad” a los personajes. Habría bastado con esos breves textos en kechua para lograr esa autenticidad.
Fuera de este asunto, creo que en La cautiva se explora al límite cuestiones como los prejuicios hacia la gente andina, planteados, por ejemplo, en las expresiones del médico o del capitán del ejército, prejuicios profundamente vigentes y normalizados aún en el Perú del bicentenario. Del mismo modo, encontramos, la actitud taciturna del auxiliar que, ante la mirada de todos, va perdiéndose en los laberintos de lo que, rápidamente, juzgaríamos como locura, aunque ese fenómeno —desde una perspectiva no rigurosamente racionalista—, puede ser percibido también como la forma en que este personaje riquísimo ayuda a la niña muerta a hacer realidad los sueños que frustraron arrebatándole la vida.
En el caso de María Josefa, la niña cautiva, la actuación es muy intensa y sobrecogedora. Nos muestra lo profundamente conflictuada que se encontraba, pues, habiendo sido asesinada por el ejército, vivió también bajo el imperio de unos padres profundamente ideologizados y fanatizados. Se trata de una niña cautiva en medio de esos dos fuegos, que soñaba, con la abuela, en poder celebrar en la capital su quinceañero y compartir con el muchacho que le gustaba. La niña muerta, que despierta, se niega a creer que le arrebataron la vida, se niega a creer que no podría realizar esos sueños tan simples quizá y le exige al auxiliar que la ayude. El drama de la niña muerta es tremendo, pues incluso el militar que la mató quiere aprovecharse de su pureza, necrofilia al margen, revictimizándola. El auxiliar, arrebatado, lo mata a cuchillazos y salva a María Josefa de esos vejámenes.
Al final, la niña maltratada y muerta, se ha vestido con el inmaculado traje para sus quince años, aunque este no esconde las manchas de sangre que le ocasionó la bala asesina. El auxiliar ha preparado, asumiendo la personalidad de la abuela, primero, y del amigo de la niña, después, una fiesta hermosa, con fuegos artificiales, cintas de colores, pica pica; en medio de la fiesta irrumpen, abruptamente, un soldado y un senderista, pelean entre ellos, aunque luego parece que esa violencia deviene en danza y en medio de los bailes y el jolgorio, la niña ahora refleja la imagen de una virgen o de una santa y se encuentra de pronto en un altar, le rinden culto, imagen contradictoria, pues esa niña a la que ahora adoran, fue objeto, previamente, de la violencia ocurrida en esa región.
¿Rendimos culto a quienes hemos causado daño como si buscáramos a través de ese ritual nuestra propia redención?
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