La multitud contra el corazón del Congreso

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Revista Ideele N°307. Diciembre 2022. Imagen: RPP

Una caricatura de Carlín muestra a Manuel Merino vestido con un traje amarillo. El mensaje es claro: Dina Boluarte es la nueva fachada democrática de un golpe de la ultraderecha congresal. Claudia Cisneros es aún más directa: hemos entrado a una dictadura cívico-militar.[1]

Los últimos acontecimientos parecen corroborar lo anterior. Se declara el estado de emergencia nacional y el toque de queda en algunas regiones, se allanan los locales de la Confederación Nacional Agraria, del Partido Socialista y de Nuevo Perú, entre otros, y se reprime a los manifestantes en las calles disparando a quemarropa. Mientras Dina Boluarte insta melodramáticamente a los peruanos a abrazarse y buscar la paz, el general Manuel Gómez justifica la violencia contra los “malos peruanos” y el coronel Juan Carlos Liendo estigmatiza las protestas de “insurgencia terrorista”. El resultado son 26 muertos. ¿Interpelación en el Congreso a algún ministro, general o responsable policial o militar? Nada.

Ahora se entiende por qué muchos en la izquierda teníamos tantos reparos en apoyar la vacancia de Castillo, a pesar de la corrupción, la ineficiencia y algunos gestos autoritarios. Temíamos lo que parecemos tener ahora: la corrupción eficiente y el autoritarismo duro.

Los medios de comunicación hegemónicos repiten la frase “el dictador Castillo”. Sí, disolvió el congreso violando la Constitución, y objetivamente, fue un dictador por dos horas. Pero no hay fuerza subjetiva detrás de estas palabras, provocan risa antes que miedo. Tanto así que hasta en esos mismos medios se ha repetido la famosa frase de Marx en El 18 de Brumario de Luis Bonaparte: “la historia ocurre dos veces, la primera vez como una gran tragedia, la segunda como una miserable farsa”. En efecto, una cosa fue el “disolver” de Alberto Fujimori queriendo imponer el neoliberalismo y teniendo a favor al empresariado, a los militares y a 80% de la población, y otra fue el “disolver” de Castillo con menor apoyo de la población, con el empresariado, los militares y los medios en contra, y sin ningún programa para el país, sino tan solo el deseo de sobrevivir en un barco a la deriva.

Mucha más fuerza subjetiva tiene decir, con Carlín y Cisneros, pero antes que nada con la gente en las calles, que estamos en “la dictadura del Congreso”. Después de todo, hemos visto a los congresistas de ultraderecha tratar de tumbarse a Castillo desde el día uno, y ahora estamos viendo cómo se suman a ellos el poder económico y mediático. Y si bien no estoy seguro de que estemos realmente en una dictadura cívico-militar, hay que obrar para impedir que así sea.

Las elecciones tienen que realizarse lo antes posible para evitar más derramamientos de sangre innecesarios. No soy de aquellos que quieren la paz a cualquier costo. Pero me duele que haya tantos muertos por una lucha que no podría apuntar a más que la activación de la fórmula Sagasti. Pues, aunque las elecciones ocurran mañana y con las enmiendas constitucionales correspondientes, no se resolverán los grandes problemas del país. A lo sumo se resolverían las pugnas entre el Ejecutivo y el Congreso. Marx diría “las pugnas inter-burguesas”.

Olvidar a Castillo

La protesta social es multiforme. Se protesta por la liberación de Castillo, por la reposición de Castillo, por el cierre del Congreso, por el adelanto de elecciones y por la Asamblea Constituyente. No todas son demandas conjuntas. Steven Levitsky lamenta que no haya nadie que pueda representar el descontento popular. En cierto sentido tiene razón, la falta de representación puede traducirse en falta de dirección y, por tanto, también en una explosividad sin sentido. Algo de eso hay ya en la protesta. Pero también es verdad que, en el siglo XXI, ha habido marchas y protestas que, sin líderes ni partidos, han ido asumiendo ciertos sentidos políticos que les han permitido lograr ciertos objetivos políticos precisos. Piénsese en las revoluciones árabes, los indignados, Occupy Wall Street, etc.

A este fenómeno se refieren Hardt y Negri con el nombre de multitud y lo diferencian tanto de la masa informe como del pueblo cohesionado.[2] Se trata de una entidad que, cual un enjambre, aglutina elementos múltiples y realiza una acción política antes de dispersarse. La multitud, creo yo, no es un pueblo que se inscribe en una gran narrativa sobre el destino de la nación. La multitud es un conjunto abierto de ciudadanos que, desde distintas perspectivas políticas, se materializa para rechazar una injusticia concreta. Su fortaleza yace precisamente en su apertura, en su capacidad para reunir elementos disimiles. Pero allí mismo yace su debilidad: a saber, en la dificultad para hacer coincidir a estos elementos en un programa político más allá del rechazo de lo que hay.

Digamos que, para avanzar más allá del rechazo, la multitud tendría que ir descartando sentidos que dificulten la creación de una agenda mínima. Y en esa línea, lo primero que tendría que hacer es olvidarse de Castillo. Sí, el expresidente merece un trato legal justo, como cualquiera, pero hay que asumir que es un cadáver político sin posibilidad de resurrección.

Según Anahí Durand, Castillo “redistribuía el poder, lo sacaba de los espacios vetados al pueblo y a la vez metía al pueblo en esos lugares vetados”.[3] Tiene razón, por primera vez “profesionales chotanos, chiclayanos o cusqueños entraron al Estado desplazando a las capas medias limeñas”, las cuales, por supuesto, los calificaron de incompetentes. De hecho, los medios no paraban de hurgar en el currículum de funcionarios de alto y hasta mediano rango para probar que no estaban a la altura. Fueran sus críticas acertadas o no, esto contribuyó a acentuar la identificación étnica o social de parte de un importante sector de la población con Castillo. Muchos sintieron que la exclusión racista-clasista que viven todos los días la estaba viviendo ahora el ex presidente y sus colaboradores. Y, por tanto, detrás de los dichos y de las acciones de la derecha, el empresariado, los medios y los “expertos”, muchos ciudadanos escuchaban frases como “Tú no”, “A ti no te corresponde”, “Zafa de acá, igualado”.

Entiendo todo esto, lo entendía en su momento y, como a muchos, me producía una rabia incendiaria. Pero hay que tener en claro que si bien Castillo “potenció el componente representativo identitario de la democracia”, no quiso o no se atrevió a afirmar un programa político democratizador (como lo admite la misma Durand). Además, repitió las prácticas corruptas y autoritarias de sus antecesores. Por todo ello apoyar a Castillo se vuelve problemático, ya que equivale a apoyar una traición política peor que la de Ollanta Humala y, más grave aún, a defender la democratización de la corrupción y del autoritarismo, el “Yo también tengo derecho de robar y mandonear”. Más precisamente, apoyar a Castillo arriesga confundir los principios democráticos de igualdad y libertad con los prepotentes deseos de ascenso social que pululan en una sociedad que, por más de treinta años, ha vivido en una realidad formada por la ideología neoliberal.

Por otra parte, apoyar a Castillo implica, desde la izquierda, volver a un estado de estupor donde se apoyaba el mal menor contra el mal mayor (el Congreso), mientras el mal menor iba haciéndose cada vez más vulgar y vergonzoso. Víctima de su torpeza y de una paranoia alimentada por la realidad (el Congreso no tenía los votos para vacarlo, pero es un hecho que no cesaba en su deseo de conseguirlo), Castillo cometió un error que puso fin al estupor que nos iba haciendo cada día más mediocres. Quizás, solo quizás, estuvimos justificados en aceptar la mediocridad, pero sería absurdo querer volver atrás. 

La Asamblea Constituyente

Si en un inicio no se pudo aprobar el adelanto de elecciones en el Congreso, fue en parte porque algunos en la izquierda querían apostar por la Asamblea Constituyente. Después se ha reconsiderado el voto de adelanto de elecciones y se ha aprobado en primera instancia, pero falta el segundo acto y la esperanza de la Asamblea puede entorpecer, nuevamente, el adelanto de elecciones.

Si bien la nueva Constitución es una causa política loable, esta no se halla madura. En el Chile del siglo XXI, las protestas y las marchas fueron consolidando el deseo de una nueva carta magna que reemplace a la constitución neoliberal de Pinochet, pero en Perú no ha habido un proceso parecido. Gran parte de la población ignora la respuesta a preguntas tan sencillas como, por ejemplo, ¿para qué se quiere una nueva Constitución?, ¿qué hay de malo con la que tenemos?, ¿por qué no basta con una reforma del capítulo económico?

Más precisamente, creo que este es el momento para que la izquierda reinicie una discusión a nivel nacional sobre la necesidad de la Asamblea Constituyente y establezca como objetivo a mediano plazo un referéndum sobre la misma. Pero, actualmente, querer darle a la multitud el sentido de la Nueva Constitución puede acabar debilitando la posibilidad de la agenda mínima y, por tanto, también, su potencia de acción. La multitud no es el pueblo de izquierda que se identifica con las luchas del pasado y tiene como norte la superación del neoliberalismo; es la gente indignada con la injusticia y la exclusión que vive día a día en el espacio social y que identifica todo aquello con “la dictadura del Congreso”. Sin duda, este inestable y contradictorio “sujeto” político necesita precisar mejor sus objetivos y consignas, pero esta precisión no debe ser un forzamiento.

Si se va Dina…

Si Dina Boluarte se va, de acuerdo a la Constitución, asumiría la presidencia de la república el actual presidente del Congreso, José Williams Zapata, ex jefe del Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas. Con ello se consolidaría la idea de que estamos en la dictadura del Congreso, por lo que la protesta social empeoraría y los muertos se triplicarían. Por tanto, no se puede pedir que se vaya Dina sin pedir que se vaya la mesa directiva del Congreso y que, a continuación, una nueva mesa elija un personaje político de centro que no se identifique ni con la izquierda ni con la derecha para guiar al país hacia las elecciones. En otras palabras, pedir que se vaya Dina es pedir la fórmula Sagasti.

He escuchado a un grupo de expertos sostener que no es posible realizar las elecciones en el 2023. No dudo de su saber. Pero se tiene que entender que en el país no tenemos un problema normativo, sino un problema político, y que la política (a diferencia de la gestión) es el arte de lo imposible, es decir, de hacer que ocurra lo que según las voces autorizadas no puede ocurrir.

Dicho esto, ¿vale la pena exigir que se vaya Dina? O mejor, ¿puede la gente aguantar que ella encabece el proceso político hacia las elecciones del 2023 o el 2024? No es fácil que se quede una presidenta que comenzó pactando con un Congreso terriblemente impopular y que, luego de tantos muertos, prometió a la población que los excesos de las Fuerzas Armadas serían juzgados en el fuero militar.

Ahora Dina cambia el gabinete ministerial y promete el diálogo, pero no asegura investigaciones independientes sobre la represión de los últimos días. Si lo hiciese, podría tal vez existir una nueva fórmula Dina para conducir al país hacia las elecciones. A fin de cuentas, lo que la gente odia más profundamente es al Congreso golpista, y solo después a Dina por colaboradora. Pero la verdad es que no creo que ella pueda ni quiera distanciarse del Congreso y de los militares. Por eso mismo, no tiene ningún sentido la consigna “Cierre del Congreso”. No se le pide peras al olmo. Tiene mucho más sentido exigir la “Censura de la mesa directiva del Congreso” y la “Renuncia de Dina Boluarte”.

Las elecciones

He escuchado a un grupo de expertos sostener que no es posible realizar las elecciones en el 2023. No dudo de su saber. Pero se tiene que entender que en el país no tenemos un problema normativo, sino un problema político, y que la política (a diferencia de la gestión) es el arte de lo imposible, es decir, de hacer que ocurra lo que según las voces autorizadas no puede ocurrir.

Las elecciones tienen que realizarse lo antes posible para evitar más derramamientos de sangre innecesarios. No soy de aquellos que quieren la paz a cualquier costo. Pero me duele que haya tantos muertos por una lucha que no podría apuntar a más que la activación de la fórmula Sagasti. Pues, aunque las elecciones ocurran mañana y con las enmiendas constitucionales correspondientes, no se resolverán los grandes problemas del país. A lo sumo se resolverían las pugnas entre el Ejecutivo y el Congreso. Marx diría “las pugnas inter-burguesas”.

Con todo, no es poca cosa subrayar la acción de la multitud. Pedro Castillo cayó víctima de su propia torpeza y paranoia, el Congreso se creyó ganador (Dina también lo creyó) y entonces la multitud despertó y declaró que lo que había era realmente una victoria pírrica. Es la multitud la que, actualmente, sin tomar el poder, está obligando al Ejecutivo y al Congreso a nuevas elecciones.

En artículos anteriores he utilizado el término multitud para hablar del sujeto político detrás de las marchas del No a Keiko del 2011 y 2016, del No a la revocatoria de Susana Villarán, del rechazo a la repartija del BCR, el TC y la Defensoría del Pueblo y del apoyo a Vizcarra contra el Congreso. Había caracterizado esta multitud como un republicanismo neoliberal que se esmera en proteger la institucionalidad democrática sin modificar el modelo económico.

Sin embargo, tengo la impresión que la multitud es hoy más amplia y contradictoria que la que he descrito en artículos anteriores. En ella conviven, por ejemplo, la defensa de la institucionalidad democrática y sentidos anti-institucionales como el apoyo a la disolución del Congreso de Castillo. Quizás por ello le sea más difícil coincidir en una agenda mínima. Todo dependerá de la capacidad de apertura y comunicación de sus distintos elementos. Pero también de que se sepa que los objetivos deben ser hoy precisos y modestos: “Censura de la mesa directiva del congreso” y “Renuncia de Dina Boluarte”. En resumen, apostar nuevamente por la fórmula Sagasti.

La multitud no ha aparecido para cambiar el país. Ha aparecido para decir “No a la dictadura del Congreso”. Ha aparecido para sostener la condición de posibilidad de la democracia, esta última entendida como un proceso político que se desplaza en el eje igualitario. Más que defender la institucionalidad democrática, la multitud ha puesto coto a la actitud antidemocrática que se disfraza de arengas democráticas. Ha aparecido para condenar el corazón anti-igualitario del Congreso, los medios y parte del empresariado. En ella hay quienes defienden a Castillo contra toda evidencia, y otros que lo estiman indefendible, pero todos saben que es en el bando de sus enemigos donde está la más potente y longeva afrenta contra la democracia.


[1] Ver “Golpe cívico-militar, el Perú17 de diciembre 2022. En https://www.youtube.com/watch?v=pmHA13hT4aw

[2] Michael Hart y Antonio Negri, Multitud. Guerra y democracia en la era del imperio. Barcelona, Editorial Debate, 2004.

[3] Anahí Durand, “La democracia (im)posible”. En https://lalineape.com/la-democracia-imposible-por-anahi-durand/

Sobre el autor o autora

Juan Carlos Ubilluz
Doctor en Literatura

1 Comentario sobre "La multitud contra el corazón del Congreso"

  1. Sinceramente no creo que sepan bien de qué país están hablando
    Hay que ser ciego y sordo para no ver la gravedad de la situación social y política que generó Castillo y su banda
    La toma de aeropuertos plantas de gas etc no son ninguna protesta

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