Los medios racistas de comunicación

Escrito por Revista Ideele N°307. Diciembre 2022

O el corazón de los opresores se conduele al extremo de reconocer el derecho de los oprimidos, o el ánimo de los oprimidos adquiere la virilidad suficiente para escarmentar a los opresores.

Manuel González Prada

Dos maneras de entender las violentas protestas que se iniciaron el 7 de diciembre se han contrapuesto en el debate público: una sostiene que se trata de un plan urdido como parte del intento de golpe de estado del presidente Castillo; la otra, que se trata de una reacción justa, espontánea y poco estructurada de la población de izquierda más empobrecida. Que se trate de un plan urdido fue, desde su inicio, la postura del gobierno de Dina Boluarte y la de los medios de comunicación. De ahí que la primera acusación fuese contra los congresistas de Perú Libre cercanos a Castillo, contra el Movadef, la Fenate, los prefectos de afiliación partidaria. De inmediato, los medios y las redes sociales se encargaron de añadirles la acusación de terroristas y fue sobre ese supuesto que hasta la fecha el periodismo ha permitido justificar la muerte de veintisiete (sino más)  personas mayores y menores de edad en diversas regiones del Perú. Es sobre el rol del periodismo en estas protestas que trata este artículo, pues aquí se considerará no sólo su interés en terruquear a los protestantes, sino su rol como responsables de la violencia simbólica que enardeció a la población del sur del Perú y que no tenemos cómo denunciar.

No es novedad alguna que los medios de comunicación hayan manifestado la naturalización del racismo, que es uno de los rasgos característico de la violencia simbólica cuando esta se incrusta en las estructuras sociales de países que se sostienen en sistemas económicos (Kaplan, 2016) con tanta discriminación como el nuestro. Hasta hace pocos años atrás, ha sido natural ver en los programas de televisión la ridiculización de actores mestizos fingiendo ser migrantes quechua hablantes, comprobar que los conductores de noticieros y programas políticos tenían como requisito ser blancos y limeños o que la presencia de las regiones en los medios fuera tan sólo con fines turísticos o por ser noticia de conflictos sociales. Pero ni en tiempos del durísimo enfrentamiento entre Sendero Luminoso y el Estado Peruano, cuando los militares consideraban que valía la pena asesinar a cualquier campesino por no poder distinguirlo de un senderista, el periodismo peruano había alcanzado niveles tan agresivos de racismo.

Pronto, la pandemia ocasionada por el coronavirus nos demostraría a los peruanos que no se trataba de un racismo meramente cultural. Las regiones que carecían de servicios de salud, donde colapsó el sistema educativo por falta de internet, a donde tuvo que regresar parte de la población que quedó sin trabajo en las ciudades, fueron la gran demostración de cómo el Perú seguía excluyendo a millones de personas que no tenían el castellano como primera lengua, que dependían de trabajar la tierra para sobrevivir.

De hecho, el Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (2003), describe cómo el fujimorismo desata la corrupción en los principales medios de comunicación, cuando estos, previamente, habían mantenido una mirada crítica frente a las violentas estrategias del estado durante el conflicto armado. Fue justamente ese sistema corrupto que salió a la luz con los vladivideos el que ocasionó que los dueños tuvieran que vender los principales canales de televisión de señal abierta, pues las investigaciones judiciales los hallaron culpables. La consecuencia fue inesperada: los grandes grupos de poder económico simplemente reacomodaron la propiedad de los medios y cerraron filas con las organizaciones políticas más convenientes para mantener el statu quo. Si bien algunos presidentes de la República como Alejandro Toledo y Ollanta Humala despertaron actos y expresiones racistas contra su condición de “cholos”, los medios sólo ejercían estas formas de violencia a través de los programas de humor cuyos actores cómicos mantenían vínculos con el fujimorismo. De esta manera, el humor banalizaba el racismo político.

Pronto, la pandemia ocasionada por el coronavirus nos demostraría a los peruanos que no se trataba de un racismo meramente cultural. Las regiones que carecían de servicios de salud, donde colapsó el sistema educativo por falta de internet, a donde tuvo que regresar parte de la población que quedó sin trabajo en las ciudades, fueron la gran demostración de cómo el Perú seguía excluyendo a millones de personas que no tenían el castellano como primera lengua, que dependían de trabajar la tierra para sobrevivir. La brecha resultó abismal. Sumada a la crisis del sistema político en el que la corrupción condujo a la remoción de presidentes cada año, quedó en evidencia de cómo cerca de la quinta parte de la población era maltratada por el estado. Por esa razón, cuando Pedro Castillo en las elecciones generales del 2021 pasó a segunda vuelta junto con Keiko Fujimori, tanto su partido político, Perú Libre, como los programas políticos y la prensa presentaron el ser un docente sindicalista y rondero cajamarquino como estereotipos del Perú profundo, es decir, del país andino y rural, ajeno e incluso contrario a Lima que había quedado al descubierto. De inmediato, se desató un racismo sin precedentes en las redes sociales liderado por las clases media y alta limeñas, que aunque se justificaba con el anticomunismo y el terruqueo, términos peyorativos para denostar posturas de centro e izquierda, terminó reviviendo la asociación entre ser campesino y terrorista, propia de la guerra interna con la que habíamos cerrado el siglo XX. Esta forma de desprecio adjudicó una identidad que tanto Castillo y Perú libre, como los grupos de poder asociados a la corrupción fujimorista supieron aprovechar. Los primeros para victimizarse, los segundos para justificar la incapacidad para gobernar de los políticos regionales comunistas. La campaña de la segunda vuelta electoral giró en torno a esta dicotomía racista y estuvo encabezada por los principales medios de comunicación.

Nuestro racismo, siempre negado, innombrable aunque visible (Oboler y Castillo, 2015), le exigió al periodismo dedicarse a reportajes basados en denuncias con poca o ninguna evidencia que mostraran un fraude electoral o de no funcionar, el nacimiento de una nueva mafia. Castillo era un inepto, un ladrón, la cabeza de una triste red familiar de clientelaje. Desde el ejecutivo entonces, surgió un claro acto defensivo: se retiró la publicidad estatal de los medios de comunicación privados y con ello, uno de sus principales ingresos. El enfrentamiento radicalizó ambas partes. Pero de lo que no cobraron conciencia ni el periodismo mediático ni las redes sociales nacionales es que la violencia de su racismo no afectaba tan solo a Castillo o a Perú Libre, si no también a toda la población identificada con el primer presidente indiscutiblemente rural, aquella sin colegio funcionando, sin hospital al cual llegar.

Manuel González Prada en Horas de Lucha (1908) había denunciado con claridad cómo la República peruana había sometido a millones de indios. Y cómo la solución no estaría en el cambio del patrón, sino que ocurriría cuando el indio armado respondiera a la violencia con mayor violencia, con el ánimo de escarmentar a su opresor. Abimael Guzmán quiso aprovechar el airado resentimiento que la violencia estructural despierta, pero el baño de sangre y el dolor que su enfrentamiento contra el Estado peruano produjo en las zonas más pobres del país lo condujo a su fin. Hoy, en las Protestas de Diciembre, el sur del Perú se levanta y ataca las instalaciones de medios de comunicación, incapaces de mirarse a sí mismos y de preguntarse por qué son atacados. Qué violencia han ejercido para que volteen la camioneta de una radio, para que apedreen las ventanas, para que agredan a sus reporteros en plena transmisión.

Las acciones racistas en el Perú son un delito, pero muy leve. El artículo 323 del código penal, contra la discriminación e incitación a la discriminación, establece que quien por si o mediante terceros menoscaba el derecho de un grupo de personas basado en motivos raciales, identidad étnica, cultural, etc. será castigado con pena privativa de la libertad, menos de tres años si es persona natural y menos de cuatro si se trata de un servidor público. Eso significa que de acuerdo con el artículo 57 no habrá prisión, pues las penas privativas de libertad no mayores de cuatro años quedan suspendidas para evitar “el efecto corruptor de la vida carcelaria”. Por lo tanto, para cualquier persona sentenciada por racismo bastarán ciento veinte jornadas de trabajo comunitario para cumplir con el castigo. El limitante está en que se considera un acto de discriminación, pero no se toma en cuenta el impacto de un racismo constante, cotidiano, de una práctica estructural que resiente y violenta. Que no se trata de ser discriminado momentáneamente, sino de ser excluido de la ciudadanía misma. Mientras no se reconsidere el racismo en su real magnitud, periodistas limeñas y limeños continuarán fragmentando el país, indiferentes a cualquier levantamiento que sus palabras e imágenes puedan provocar. Total, para eso están las fuerzas que defienden el orden que a ellos y sólo a ellos, los dueños de los medios de comunicación, les resulta conveniente.

Referencias bibliográficas

Castañeda, Marisol y Silvia Chávarri. Discriminación étnico-racial en medios de comunicación. Diagnóstico. Lima, Ministerio de Cultura, 2017

Comisión de la Verdad y Reconciliación. Informe Final. Lima, CVR, 2003

El Peruano. Código penal. Lima, Editora Perú, 2020

González Prada, Manuel. Horas de Lucha. Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1976

Kaplan, Carina. El racismo de la violencia: Aportes desde la sociología figuracional. Buenos Aires, Universidad de Buenos Aires, 2016

Oboler, Suzanne y Juan Carlos Callirgos. El racismo peruano. Lima, Ministerio de Cultura, 2015.

Sobre el autor o autora

Carla Sagástegui Heredia
Escritora y humanista. Doctora en Arte, Literatura y Pensamiento por la Universidad Pompeu Fabra y licenciada en Lingüística y Literatura con mención en Literatura Hispánica por la Pontificia Universidad Católica del Perú.

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