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Revista Ideele N°307. Diciembre 2022Los sucesos acontecidos tras la toma del poder por parte de Dina Boluarte han puesto una vez más el énfasis en la urgencia de realizar una evaluación de los términos y conceptos bajo los cuales pensamos y actuamos políticamente. Y esto no solo porque signifique una tarea teórica que, a la postre, resulte estéril, sino porque son los mismos actores y protagonistas, tanto desde el Gobierno como desde los medios de comunicación, los que hacen uso de un lenguaje cargado de significados e intenciones. La similitud del escenario con lo sucedido en noviembre del 2020, con el paso breve por la presidencia de Manuel Merino, ha hecho que algunos, incluso la propia Dina Boluarte, hayan cambiado de posición. Escenario de dicho cambio ha sido las palabras y las justificaciones. Veremos cómo.
Las palabras nunca son solo palabras. Muestran, a su modo, imaginarios y discursos sobre el poder que tienen sus efectos en el mundo real. Efectos tan reales como los asesinatos impunes que este Gobierno viene realizando. Ante ello, las protestas sociales, aunque así lo diga el Gobierno, no son mínimas ni menos aún apuestan por un ideario dogmático y cerrado. Por el contrario, luchan por la posibilidad de decidir políticamente sin la mediación de las instituciones representativas, claramente en crisis desde hace algunos años. Ha sido revelador, en este sentido, el menosprecio que desde cierta clase intelectual también se ha hecho frente a las protestas, pero, porque dicho menosprecio no puede tener otra base más que la ideológica, también se vuelve necesario generar un antagonismo respecto a las lecturas del presente. Aquí ofreceremos dos —¿vivimos una dictadura? ¿qué ideología tiene el nuevo Gobierno?—, las cuales buscan disputar tanto los sentidos comunes como teóricos que se tejen en torno a esta crisis política, sin un duda un desafío para todos.
I
¿Vivimos en una dictadura?
La pregunta en torno a si el Gobierno de Dina Boluarte es o no una dictadura ofrece una oportunidad especial en la cual podemos reflexionar sobre los conceptos políticos. Conceptos, por decirlo así, fundamentales, en la medida en que la percepción de dicho régimen y posterior interpretación general sirven para la construcción de sujetos políticos, pero que, por ello mismo, porque muestran la integración del poder y del saber en un solo gesto, no tienen un significado ya dado, sino que se encuentran en franca disputa, de acuerdo con los actores presentes en un contexto particular.
Mencionar esto puede resultar para algunos repetitivo. Decir que los conceptos tienen su historia, y que no caen del cielo de la reflexión, incluso llega a ser aburrido. Pero es necesario mencionarlo, porque, en el calor de la disputa antes mencionada, existe cierta opinología que apela, más bien, a definiciones cerradas de lo que serían la “democracia” y la “dictadura”, como si estas fuesen sustancias y esencias ya determinadas de una vez para siempre. Pero la relación entre estos dos términos no es la de una simple antonimia, sino que más bien su frontera parece diluirse.
Algunos dirán que si bien se han cometido asesinatos, estos se han producido en un contexto de estado de derecho, con una sucesión presidencial legal, donde, por tanto, no ha existido ningún tipo de ruptura con el plano jurídico del poder. Y, más aún, que si bien se tuvo que recurrir, y se hace todavía, a la declaratoria del estado de excepción, ello está contemplado en la Constitución, por tanto, no habría nada de qué escandalizarse por ese lado. Pero dicha lectura política no logra satisfacer a la realidad que la desborda, más aún porque, incluso cuando todo es legal, esta legalidad tolera las muertes sin responsables y la vulneración de los derechos.
Para no recurrir a la oposición entre democracia y dictadura, podríamos decir entonces que el problema reside, en primer lugar, en lo que entendemos por estado de derecho. En principio, el orden que este estado supone no es independiente al ejercicio irrestricto de la violencia, sino que debe recurrir a este, al “sacrificio” de las vidas y cualquier otro elemento con tal de conservarlo. Esto que mencionamos aquí ya está en Thomas Hobbes, filósofo inglés del siglo XVII quien en su obra Leviatán expone que el soberano debe poder mantener la unidad del cuerpo social a toda costa, y en Walter Benjamin, quien en su ensayo Para una crítica de la violencia mostraba que una de las funciones de la violencia en relación con el derecho es el de poder conservarlo ahí donde sea necesario. La inclusión del estado de excepción en la propia Constitución, como una facultad del Poder Ejecutivo, marcan entonces esta compenetración necesaria entre orden y violencia, entre estado de excepción y estado de derecho. Hasta aquí, algún liberal podría estar de acuerdo con esto, en la medida en que se necesita precisamente de las “armas de la ley” para conservar un orden político. De hecho, en Hobbes, el soberano tiene la obligación de evitar una guerra civil, razón por la cual debe trascender todo interés y velar únicamente por la conservación del Estado, aunque ello implique poder matar impunemente.
Sin embargo, el problema trasciende aquí lo meramente formal para situarse de lleno en lo material: la determinación e identificación del “enemigo”, sobre quien recae el estado de excepción, apunta nuevamente a la potencia violenta del poder estatal. De ser esto así, los intereses de quienes ocupan los cargos representativos pueden aplicar los instrumentos legales para, a nombre del mito del orden, poder desaparecer o asesinar a quienes levantan una voz de protesta. El aparato jurídico y estatal, de corte liberal, brinda las herramientas para que, de acuerdo con los intereses de la clase dominante, esta pueda hacer uso de la violencia. Ya sabemos que, en nuestro régimen político, no se puede pensar a la democracia sin recurrir al concepto de representación. Pero esta representación adquiere una verdadera dimensión dictatorial cuando puede ciertamente ejercer un poder de supresión de las vidas humanas, para salvaguardar precisamente el esquema representacional. El representante se vuelve contra el representado.
Por tanto, la propia democracia representativa incluye dentro de sí mecanismos de disposición de la vida humana, ante lo cual no es necesario esperar el rótulo de dictadura,
como algunos liberales gustan hacer, para recién reconocerlo. La denuncia de dictadura que se hace contra el Gobierno de Dina Boluarte adquiere, así, una dimensión política que apunta no solo a la masacre que vienen cometiendo las “fuerzas del orden”, sino precisamente al núcleo violento que compone la postulación de un estado de derecho de corte liberal. Lo que vemos ante nuestros ojos diluye la diferencia entre democracia y dictadura, o por lo menos vuelve inútil recurrir a un criterio meramente legal. Con una prensa decidida a alabar al Gobierno, con un Congreso que determina la agenda pública, con la apelación a imaginarios racistas y centralistas, y, como se ha dicho aquí, con el llamado de la paz mientras se autoriza a utilizar métodos bélicos, se vuelve innecesario que algún dictador tome el poder a través de la supresión de las instituciones: en el plano práctico, las instituciones representativas ejercen ya un poder dictatorial. Y quien piense que no, que vivimos en un estado de derecho, que considere ridícula la idea de llamar a esto una dictadura, que se atreva al simple hecho de marchar por las calles de Ayacucho o Apurímac expresando su disconformidad con el curso de los últimos eventos.
Veamos si realmente existe la democracia.
II
La ideología del nuevo Gobierno
La narrativa que el Gobierno de Dina Boluarte puso en marcha para otorgarle la legitimidad a su régimen tiene como origen fundacional el intento de golpe de Estado de Pedro Castillo. En la medida en que se apunta a un quiebre del orden constitucional, Boluarte y el Congreso vienen a presentarse a sí mismos como quienes restituyen un estado de derecho constitucional y de respeto legal a las instituciones. De acuerdo con Schmitt, soberano no solo es quien decide el estado de excepción, sino también quien puede otorgar una regularidad necesaria para el establecimiento del estado de derecho. Si bien Pedro Castillo declaró la excepcionalidad, quien realmente vino a ejercerla fue Boluarte. Y ello bajo la premisa de que, ante el estallido social y las olas de protestas, solo ella podía ciertamente garantizar la plenitud del estado de derecho.
Toda construcción ideológica proviene de este origen: ante el “criminal” que rompe nuestro orden, Boluarte se presenta como quien cierra las fronteras de la democracia ante cualquier extraño y ejerce toda violencia permitida para poder defenderla. Así, orden y presidencia, Boluarte y soberana, vienen a significar lo mismo, en función al origen “criminal” que la puso en el poder. Y es precisamente en recuerdo permanente de dicho origen que Boluarte puede seguir cometiendo asesinatos y perpetuando estructuras e imaginarios colectivos: todo le está permitido hacer a quien viene a defender a nuestra democracia. Ni siquiera el desprendimiento que muestra al estar a favor de un adelanto de elecciones rompe con este círculo, porque precisamente refuerza la idea de que ella no anhela el poder, sino que simplemente viene a cuidar de nuestra democracia y de sus sagrados procedimientos jurídicos.
Pero el uso de esta narrativa no tendría el éxito que viene teniendo si es que no encontrase en la propia “ciudadanía” elementos que le corresponden y que garantizan su eficacia. Flores Galindo hablaba del autoritarismo y de sus “conexiones de sentido” presentes en la sociedad civil, lo cual significa que la cultura autoritaria no es necesariamente propia de militares, ni tampoco asunto exclusivo de las elites, sino de relaciones de poder que, para usar la metáfora foucaultiana, están presentes como mallas en la sociedad, instaurándose como un saber, un discurso o un imaginario que otorga aquella “confianza del vencedor”, para decirlo con Benjamin, a partir del cual se trazan los circuitos del poder. La narrativa del origen criminal y de la protección de la democracia apela precisamente a los sentimientos autoritarios, racistas y clasistas pertenecientes a una parte de la sociedad peruana, que ven con buenos ojos el asesinato de aquellos que luchan no necesariamente por un modelo o régimen político, sino tan solo por el derecho de pensar y discutir un cambio de modelo, u otro mundo posible.
Para este tipo de imaginarios, la apelación a la unidad, al orden, a la democracia, a la nación, en realidad esconde un sistema de diferencias y jerarquías que solo son evidentes al momento de que los oprimidos hacen valer su voz.
Quien habla de que el país está por encima de todo, y que por ello se debe asesinar a los “revoltosos”, anhela precisamente un mundo donde los revoltosos no hacen ningún cuestionamiento, y pueden seguir obedeciendo y siendo explotados. Quien quiere que estemos todos unidos, al modo del mito de una comunidad cerrada, lo que muestra más bien es el deseo por un país donde a costa de la unidad unos tengan que soportar salarios y maltratos, sin que la armonía de la unidad se rompa nunca. Es a este tipo de ideas a los que apela Boluarte, lo cual hace comprensible que al llamar a la paz, a la unidad, pueda también seguir matando y violando derechos básicos: o te sometes a la unidad donde yo domino, o te asesino. La eficacia de este imaginario no puede ser más claro al momento en el que la propia opinión pública se encuentra dividida. Y, lo que es peor, donde unos criminalizan a todo aquel que más bien tenga una opinión diferente, al hecho mismo de romper con la hegemonía del discurso gubernamental. La labor de la prensa limeña, en este sentido, viene siendo perfecta. Lo aterrador de su trabajo es que, ante el horror de la masacre cometida por las “fuerzas del orden”, no solo no ponen el énfasis en dicho acto, sino que lentamente trabajan en la normalidad y el hábito de hacernos creer que ello debe, necesariamente, suceder, y que por ello mismo es algo de lo cual uno debe olvidarse y continuar con sus actividades diarias.
No está asegurado el éxito de las demandas de la presente revuelta, pero lo que sí está claro es que ha permitido visualizar una serie de elementos que, conjugados, conforman el sistema dominante peruano: instituciones autorreferenciales, imaginarios racistas y clasistas, asesinatos impunes y olvidados; al mismo tiempo que ha puesto en juego todo tipo de potencias políticas necesarias para la emancipación. No propugna un modelo cerrado de Constitución o de régimen, sino que lucha por la capacidad de decidir y debatir abiertamente una nueva Constitución, que sustituya a la que actualmente tenemos y que, dicho sea de paso, nació de un golpe de Estado. Busca un adelanto de elecciones inmediato, más allá de toda sacralidad de la ley, porque entiende que la legitimidad, el poder instituyente, está más allá que cualquier institución que se precie de representativa. Dijimos que no está asegurado el éxito: esa es la situación que está detrás del significado de la palabra “crisis”: una coyuntura de vida o muerte, un instante de decisión. En ese instante, precisamente, se revelan las líneas de posibilidad, de cambio o de mantenimiento de un curso de acontecimientos. Que el sistema entre en crisis significa la posibilidad de transformarlo. A eso apuntan quienes protestan, a eso hay que seguir apuntando.
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