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Revista Ideele N°307. Enero 2023Ahora que la derecha globalizada ve comunismo en todas partes -desde el proceso mundial de vacunación contra la pandemia hasta los reclamos de activistas exigiendo menos emisión de gases de efecto invernadero, incluyendo pedidos de cierres de Congreso y nuevas elecciones con procesos realmente democráticos- vale recordar un infame episodio antecedente de la Guerra Fría.
En el documentado libro “ENEMIGOS / Una historia del FBI” (2012), del periodista estadounidense y Premio Pulitzer Tim Weiner, se relata una de las confrontaciones políticas más controvertidas en la historia de EE. UU.: “las redadas rojas”.
Pocos saben que el partido comunista tuvo una presencia considerable en la primera potencia a inicios del siglo XX, y que si hoy no es más que un fantasma fue por la acción radical e ilegal de un hombre que vivió obsesionado con una amenaza que en perspectiva era ideológica y menor, pero que sirvió para que los adalides del mundo libre usaran todas sus armas para proteger al capitalismo.
El partido comunista de Estados Unidos se constituyó oficialmente en septiembre de 1919 en la sede de la Federación rusa en Chicago. El evento contó con la participación de cientos de trabajadores entusiastas, y, por supuesto, de espías del FBI (Federal Bureau of Investigation) al mando del joven J. Edgar Hoover, director asistente a sus 24 años. Las banderolas del local rezaban en inglés: “¡Viva la Dictadura del Proletariado!”.
Los informes de los espías generaron alarma. Eran miles de socialistas infiltrados en todos los sindicatos del país, con carnet y cuota mensual. El núcleo estaba formado por trabajadores rusos y eslavos, además de líderes estadounidenses e inmigrantes anarquistas europeos sospechosos de atentados con bombas. Según los informantes del FBI, el plan de los comunistas era convertirse en una copia del partido ruso, generar la rebelión de los trabajadores y entrenar a las masas al estilo bolchevique. En resumen, destruir el capitalismo desde dentro. Hoover concluyó que “los rojos de Chicago” obedecían al Kremlin, y así se lo hizo saber en secreto al Congreso de EE. UU.
En el Día del Trabajo en 1919 se dieron huelgas, protestas y paralizaciones en todo el país. Incluso se registraron atentados con dinamita cerca de edificios estatales. Se calcula que a nivel nacional se movilizaron unos 275 mil trabajadores, fundamentalmente de la industria del acero, en reclamo por el derecho a las 8 horas laborales. El gobierno respondió con una ley marcial de inamovilidad, y más adelante crearía la Unidad de Inteligencia General. En octubre de ese año, y gracias a los informes del FBI, se realizó una detención masiva de trabajadores rusos de las decenas de delegaciones obreras existentes. Otra redada fue llevada a cabo el mes de noviembre, con más de 200 detenidos de una lista de 1182 sospechosos. Hoover autorizó el uso de “cualquier método” para lograr la autoinculpación. Muchos de los detenidos, entre ellos líderes del partido comunista, fueron deportados en un buque hacia Rusia, y otros terminaron en la cárcel o en la clandestinidad. Fue un golpe coordinado con la policía en 23 estados de costa a costa.
La lista de Hoover ascendió a 2280 sospechosos, y tuvo que convocar a la policía, empresarios, detectives privados, clubes parapoliciales, etc., para realizar sus famosas redadas donde se prescindía de órdenes de cateo o allanamiento. La policía irrumpió en reuniones familiares, clubes, bares, cines, hoteles. En ocasiones era suficiente poseer el libro “El Capital” de Marx para ser detenido. En otras, se recurrió abiertamente a la siembra de propaganda.
Se realizaron 2585 detenciones, pero en las siguientes semanas, la cifra fluctuaría entre los 6 mil y 10 mil detenidos. Y todo con el aval del fiscal general de la nación, A. Mitchell Palmer, quien tenía aspiraciones presidenciales y declararía que estaban “limpiando la nación de la basura extranjera”. El Congreso promulgó leyes que permitían la detención de connacionales que expresaran “discursos políticos agitadores en tiempos de paz”. Incluso se prohibió la postulación al Senado de cualquier declarado socialista, y se expulsó a los ya elegidos. Las redadas “antiterroristas” estaban en su cenit.
Pero tanto alboroto empezó a generar el rechazo de la sociedad civil. Sobre todo, por la enorme cantidad de inocentes que eran señalados falsamente como comunistas peligrosos: personas que todo el mundo conocía y veía a diario. Jueces, políticos y periodistas la emprendieron contra Edgar Hoover y su paranoia. Las investigaciones determinaron que de cada cuatro detenciones tres fueron ilegales, y se procedió a la liberación de los sospechosos. Luego de las liberaciones, el saldo fue de 591 extranjeros deportados y 178 estadounidenses presos. Si bien las “redadas del terror” dieron un golpe mortal al partido comunista de Estados Unidos, el golpe también se extendió a la reputación del fiscal general, quien declinó de sus intenciones presidenciales, y a la del mismo Hoover, que se sintió más cómodo trabajando desde las sombras.
En el libro “ENEMIGOS / Una historia del FBI”, se detalla como Hoover estaba exhausto de combatir a sus detractores políticos en juicios públicos, por lo que recurrió a una táctica que sería su firma para las décadas siguientes: usó los medios del FBI para investigar a políticos de forma subrepticia y armarles casos de colaboración con el comunismo internacional. Y también comprendió que la mejor forma de enfrentar la “amenaza” del comunismo era a través del secretismo y el engaño, lejos de la luz pública. Empezaría así una de las cacerías de brujas más largas de la historia estadounidense.
El 16 de septiembre de 1920, cuando se debatía sobre el futuro del FBI y la lucha contra el comunismo, una bomba instalada en una carreta jalada por caballos estalló en Wall Street, en Manhattan, matando a 38 personas e hiriendo a unas 400. Este hecho políticamente “oportuno” le dio una carta blanca a Hoover y a los servicios de inteligencia para actuar nuevamente contra los sospechosos de comunismo, desde hombres de ciencia, activistas, deportistas, hasta estrellas de cine. Todos estaban en la mira.
John Edgar Hoover estuvo al mando del FBI por casi 50 años hasta su muerte en 1972.
Décadas después, la paranoia en el mundo continúa, pero no contra los comunistas de partidos soporíferos y trasnochados, sino contra los fantasmas que el pensamiento ultraconservador -con considerable presencia política- proyecta en todo lo que le asusta, ya sea un estudiante que lee mucho, los familiares de los desaparecidos por una dictadura, artistas que usan el color rojo o un campesino que reclama por el agua.
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