Las palabras de la abuela

Escrito por

Revista Ideele N°229. Mayo 2013

A pesar de lo que reza el dicho, a las palabras no se las lleva el viento.
Se las lleva la historia, el uso cotidiano o las nuevas que desplazan a las antiguas.
Las palabras también forman parte de una injusta lucha por la supervivencia en la que, a veces,
quedan en el camino bienes preciados que caen en desuso pero perviven en el corazón,
porque nos recuerdan seres queridos o situaciones entrañables

(Desde algún lugar de la Mancha)

Alberto Ísola
Actor y director de teatro
Las palabras que se me vienen a la mente son las de mis abuelas, y tuve dos extraordinarias. Mi abuela paterna era de Chiavari, un pequeño pueblo de la Riviera Ligure, y me hablaba en genovés. Aunque no se use mucho en el Perú, mi palabra favorita era “magún”, que quiere decir tristeza, nostalgia. Y hasta ahora la utilizo siempre.
Mi abuela materna era de origen vasco, y una vez me llamó la atención por no ir a la boda de uno de mis primos y me habló sobre la importancia de la familia. Ésa es otra palabra que atesoro: “familia”. Y me encantaría leerla alguna vez sin estar acompañada del adjetivo “disfuncional”.

Juan Carlos Fisher
Director de teatro

Tengo varias palabras favoritas, pero escogeré dos, porque les tengo mucho cariño y afecto. Una de ellas es “paja”, una palabra que he usado en toda mi infancia y adolescencia. Me genera muchos recuerdos y una nostalgia muy grande.
Por otro lado, “cacaseno”, una forma cariñosa como unas tías nos llamaban a los chicos cuando estábamos en la playa. Era una mezcla de cariño y reproche, que me evoca a mi infancia a principios de los noventas.

Guillermo Giacosa
Analista internacional
Las palabras que recuerdo son de mis abuelos y pertenecen a la lengua piamontesa. A la espera del resultado de un examen o en los minutos postreros de un partido de fútbol de resultado incierto, “frichulábamos”. Cuando un ruido hería nuestros oídos nos producía “yay”.
Fuera del piamontés extraño tener “fiaca”, que es las ganas enormes de no hacer nada. Y otra vieja palabra que acá no se usa es “sorete”, que se podría utilizar actualmente para designar a no pocos políticos y que, traducida a buen peruano, es mojón. Es decir ‘merd’ con forma.

Milagros Leiva
Periodista
Con menos frecuencia, las personas usan “por favor” para pedirle a alguien que haga una acción para ellos. De repente se han olvidado de utilizarla porque ya no tienen tiempo y paran más apurados, o puede que hasta la gente se haya vuelto más prepotente. “Por favor” es una expresión que me gusta, pero que ya no escucho hace tiempo. Poco a poco, esta forma cortés para referirse a una persona ha ido perdiendo su esencia.
“Permiso” es otra palabra que ha quedado congelada en el tiempo. Ya nadie pide permiso y pasa nomás; ni siquiera se espera que termine la cola. El saludo también se ha perdido. Escuchar “buenos días” o “buenas tardes” solo es frecuente en los centros de atención al cliente, como el banco o algunas entidades, pero muy pocas veces es contestado por el usuario. Se ha perdido la amabilidad.

Rebeca Ráez
Actriz
Las palabras que más recuerdo son las de mi adolescencia. “Caerle” a alguien significaba “¿quieres estar conmigo?”. Ahora me resulta gracioso, por ejemplo, decir “Carlos le cayó a Camila”, pero así hablábamos.
Otra bastante curiosa era la “mimosa”, que no era otra cosa que la toalla higiénica, pero que la asociábamos a la marca. También recuerdo la “colcha”, que decía mi abuelita y que me traía cuando sentía frio. Y el “concolón”, que era el arroz quemado y que ahora ya casi no existe debido a las ollas arroceras.
En la época de la violencia, cuando había toque de queda, se utilizaba la frase “mi casa de toque a toque”: significaba que la fiesta iba a durar toda la noche, porque no se podía salir sino hasta después de las 6 de la mañana del día siguiente. Era una expresión en una situación de violencia pero que se tomaba muy a la ligera.

Édgar Saba
Director de teatro
Una palabra que no se usa mucho, y no es jerga, es “caballero”. Puede que para muchos suene a antiguo y ahora haya sido reemplazada por términos como doctor, licenciado o ingeniero, como si diera la impresión de que hay pocos caballeros.
Y puede que sea cierto, porque las personas en la urbe paran muy atolondradas como para definirse como caballeros. Para mí, la palabra caballero no solo tiene que ver con la educación, sino que tiene una connotación de paz interior, tolerancia y capacidad de persuasión. Sin embargo, en provincias y en los pueblos se escucha con más frecuencia.

José María Salcedo
Periodista
Recuerdo varias expresiones o palabras del habla popular criolla, que están hace tiempo en el ocaso, como la “gila”, que era la chica o la novia (ahora solo se usa el término masculino: gil). Cuando se iba a comprar caramelos, chocolates, galletas, pagábamos con un “mango”, un “morlaco” o un “soldado”, es decir, una moneda de un sol, y nos daban el vuelto en “peseta”, moneda de veinte centavos. Para compras más grandes utilizábamos la “libra”, un billete de diez soles.
Y si nos mentaban a la madre, replicábamos con “la tuya en vinagre”, y siempre estaba el “parcero”, el amigo que no apoyaba, aunque por ahí no faltaba el “ayayero”, el sobón. Con ellos nos íbamos a finalizar la jornada con una “media res”, media botella de ron y ¡salud!

Rocío Silva Santisteban
Poeta
Perjúdico/a. No, no me refiero al presente del verbo “perjudicar” sino a su versión sustantivada que, no sé si es correcto castellano o no, es esdrújula porque lleva acentuación y tilde en la antepenúltima sílaba. Por lo pronto no sale en el Diccionario de Autoridades, que es el primer diccionario de la lengua, cuyo tomo respectivo data de 1737. Lo importante es que mi abuela materna piurana y mi abuela paterna cajamarquina se referían a determinadas personas con capacidad natural de ocasionar daño moral al resto de sus semejantes con ese apelativo: “Pero si ésa es una perjúdica, mijita”. La tal “perjúdica” generalmente era la amante de uno de mis tíos o allegados, que por supuesto hacía llorar a la tía “perjudicada”. Por otro lado, también algunas de mis tías abuelas decían: “Ese hombre perjudicó a la chica”, refiriéndose a que la había desvirgado. Pero básicamente el término se usaba para designar a una persona dañina, malintencionada, malvada; en otras palabras, perniciosa. Un ser retorcido que solo andando por el mundo causaba daño y sin ser siquiera muy astuto, porque la calidad del perjúdico no recaía en su inteligencia, sino en la proporción del daño que podía ocasionar con acciones banales. No hay perjúdico inofensivo, aunque sea bruto. El perjúdico siempre es perjudicial, con ardides o a la bestia, y por supuesto mucho peor si se trata de una persona con poder. Alan García sería el perfecto perjúdico (solo a manera de ejemplo).

Eduardo González Viaña
Escritor
La historia del habla en el Perú ajeno a la provincia de Lima tiene un antes y un después de “Yo la quería, patita”.
Antes, en mi tierra del Norte, éramos orgullosamente liberteños sin un mínimo de alimeñamientos. En realidad, no lo sabíamos. Hablábamos como se supone que debe hablar la gente. “Los otros” cantaban.
A nadie se le ocurría hablar como en la provincia capital del Perú. Quienes lo hacían eran mirados con un escondido desprecio. “Está cantando como zambo. Se ha alimeñado” —decían de él—. En la provincia capital, los limeños se quejaban con tristeza de los orgullosos trujillanos y de los fríos arequipeños, a quienes llamaban pantorrilludos y regionalistas.
            “Yo la quería, patita” nos trajo una explosión de limeñismos. Carreta, patita, pomo, licorié, crisoles, rojimios llegaban en una sola estrofa del vals de Mario Cavagnaro. Las victrolas con agujas renovables repetían la canción cada cinco minutos. Por curiosidad y sentido del humor, se comenzó a usar esas palabras aunque, por cierto, la entonación limeña todavía no llegó a las ciudades del Perú.
Mi abuela había sido contemporánea de los primeros vuelos en aeroplano. En mi tiempo y en Lima, presenció asombrada por la televisión el primer vuelo del hombre a la Luna y se quedó intrigada por el hecho de que los astronautas hablaban y, de inmediato, eran escuchados por nosotros.
Eso significaría en nuestro planeta la invención de las microondas y de la televisión sin necesidad de repetidoras. En el Perú, esos artefactos inventados por el demonio culminaron la tarea del villano Cavagnaro. Por eso, mientras escribo este recuerdo, estoy con los crisoles rojimios de mi llanto porque he llorado, carreta, por culpa de una canción.

Diego Trelles Paz
Escritor
En las novelas de Mario Vargas Llosa, los personajes usan mucho la palabra ‘huachafita’. Al igual que ‘calato/a’, una palabra resonante que me parece divertida y juguetona, lo ‘huachafo’ forma parte del imaginario del peruano y, sin embargo, son pocas las personas que aún la usan en femenino y con el diminutivo para hablar de una mujer que, además de cursi, es descrita como ambiciosa y advenediza. Se podría decir que es una palabra misógina (rara vez un hombre es descrito como ‘huachafito’) y, curiosamente, suele ser empleada por una mujer de una alta posición para describir a otra a la que busca impedir cualquier tipo de ascenso social.
Aunque el sentido es distinto, ‘huachafita’ me remite a otra palabra, más cercana a la jerga callejera, ya caída en desuso: ‘pacharaco/a’. Un ‘pacharaco’ es cursi en el vestido, en sus preferencias musicales, en la forma que tiene de relacionarse y de hablar con los demás. Es casi un ‘huachafo’ activo y orgulloso. Uno de los derivados más populares fue ‘pacheco’, que se solía usar de manera descriptiva para calificar o descalificar algo o a alguien. De esta manera, era común oír “¡Qué pacheco!” o “No seas pacheco” para censurar una actividad o comportamiento que implicaba adoptar formas y estilos cercanos a lo chabacano, lo ordinario y el lugar común.

Alonso Cueto
Escritor
Tengo dos palabras en mi memoria. Una de ellas es “badulaque”, que usaba mi abuela. Creo que es un equivalente a persona sin una dirección, capaz de renunciar o de dejar de lado proyectos serios. No estoy seguro, pero creo que es de origen italiano. La otra es una palabra que usaba mi padre: “sófero”. En este caso, se refería a la intensidad de un golpe, y creo que era una inversión de “feroz”. La inversión es común en nuestra lengua, como lo prueba “trome” que viene de “metro” y antes de “maestro”. “Trome” era una palabra común cuando yo era joven, luego desapareció y, como se sabe, ha vuelto a ser usada. En cambio “badulaque” y “sófero” desaparecieron. Pero queda su sabor y significado en algunos de los que se las oímos a personas tan queridas.

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