La cocina peruana en la Berlinale: El mito de la inclusión social

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Revista Ideele N°228. Marzo 2013

La película de Santos tiene el formato de un documental, pero se aproxima más a un spot publicitario de larga duración, tanto en la forma como en el contenido. Sobre la primera, podemos resaltar la velocidad de la película, rápida debido a que fue hecha originalmente para la televisión. Las historias y los personajes se suceden unos a otros casi sin solución de continuidad. Asimismo, la línea que separa la ficción y la realidad no es muy clara en varias escenas, un aspecto problemático para una película de formato documental. Pareciera por momentos que los entrevistados sobreactúan —a veces de manera ingenua, otras veces melodramática—, dándole al filme un carácter propagandístico típico de producciones financiadas por PromPerú.

El contenido del filme ofrece más material de debate. Llama la atención cómo la película refleja el aspecto identitario presente en el discurso oficial sobre la cocina peruana. Tanto de la voz narradora como de la de los entrevistados surgen frases que se repiten una y otra vez, como “la cocina es la cultura de la nación”, “esto es el Perú”, “la cocina está transformando el país”, o “la cocina es un arma para la inclusión social”. Otras frases más extrañas o menos felices, como “la cocina es el semen de la identidad”, vienen a confirmar el arraigo de la cocina en la idea de nación.

De esta manera, la culinaria peruana sería el elemento vinculante entre los peruanos, capaz de saltar barreras sociales y menguar la discriminación y el racismo. Así, es interesante notar cómo es presentada la historia del Perú desde la cocina: una historia mestiza, y por lo demás armónica. La cultura culinaria sería la imagen más lograda de un mestizaje exitoso. No se dimensiona el mestizaje en el Perú como lo que es: un proceso inmerso en conflictos milenarios todavía lejos de ser resueltos. La historia y la complejidad social del país se ven reducidas a una narrativa identitaria típica de aparatos publicitarios que promueven imágenes de identidades “congeladas” y estereotipos. En este caso se presenta un país pobre pero con poblaciones que conviven en armonía, exento de todo conflicto social, sea éste de clase, económico, de raza o de cultura.

Desde las primeras escenas, la película busca valorar la cocina peruana no solo a través de su variedad y riqueza de sabores, sino también —y sobre todo— por medio de su entrelazamiento con biografías personales, exitosas o en vías de serlo. La cocina es el manto que cubre las historias de las personas; les permite sobrevivir, mejorar sus condiciones de existencia, completar biografías familiares o cumplir designios del destino. Sin embargo, el común denominador de estas historias de vida es salir de la pobreza. A lo largo de la película se otorga a ésta un carácter individual: afecta a individuos golpeados por el destino, pero que lograron salir adelante gracias a la labor culinaria. La pobreza estructural, la que se supone “el desarrollo” debe corregir mediante programas políticos y socioeconómicos bien hilvanados, integrales e inclusivos, fue abordada de manera somera. Únicamente se hace mención a una cadena de valor gastronómica, sobre la base de proyecciones optimistas de negocios. Conceptos como soberanía alimentaria o food justice estuvieron ausentes.

Desde las primeras escenas, la película busca valorar la cocina peruana no solo a través de su variedad y riqueza de sabores, sino también —y sobre todo— por medio de su entrelazamiento con biografías personales, exitosas o en vías de serlo

Detrás de la euforia colectiva de las élites y amplios sectores urbanos frente al boom de la cocina peruana persisten otras interrogantes. No queda muy claro cómo la cocina contribuye a la inclusión social, ni lo que se entiende por ella en este contexto. En la película se repite como una muletilla que en este momento 80.000 jóvenes están estudiando cocina. Sin embargo, en un conversatorio realizado después de la proyección, el mismo director del filme dijo que la gran mayoría de jóvenes que egresan de la escuela conseguirán trabajos duros y mal remunerados.

Ésta es una verdad que queda oculta tras el discurso de la inclusión social. El crecimiento del sector gastronómico está creando puestos de trabajo, es cierto, pero éstos reproducen la cadena de pobreza y las desigualdades de la sociedad peruana, como tantos otros empleos precarios. Estos jóvenes competirán, además, en un sector laboral muy jerárquico por naturaleza. Dicho esto, podríamos afirmar que la definición de la inclusión social desde la culinaria oficial se resume en conseguir un trabajo, quizá precario, pero trabajo al fin y al cabo.

Al finalizar la película hablamos con un joven alemán, estudiante de cocina. Sorprendido, nos dijo que le parecía un error que se formen tantos cocineros, ya que después no podrán encontrar trabajo. El simple análisis de este joven cuestiona la eufórica idea de la gastronomía como fuente inagotable de trabajo.

La película pretende vender el “American Dream” peruano, la idea de que cualquiera, con su esfuerzo, puede salir adelante, pero con la cocina. Queda oculto, de esta manera, que el mercado de trabajo en el sector gastronómico se adecúa a las clases sociales. Los restaurantes más caros preferirán a chefs egresados del “Cordon Bleu” o de escuelas como la San Ignacio de Loyola, en las que se pagan mensualidades exorbitantes. Es poco probable que los jóvenes egresados de la escuela “Pachacútec” u otra para estudiantes de bajos recursos consigan un trabajo con responsabilidades en un restaurante cinco tenedores —quizá lo logren como ayudantes—. Cabe preguntarse, ante todo esto, nuevamente, de qué tipo de inclusión social estamos hablando.

La película pretende vender el “American Dream” peruano, la idea de que cualquiera, con su esfuerzo, puede salir adelante, pero con la cocina. Queda oculto, de esta manera, que el mercado de trabajo en el sector gastronómico se adecúa a las clases sociales

Otra de las falacias del discurso oficial del boom culinario es el poder de la cocina. En la película, Gastón Acurio asegura que la cocina puede influenciar la política y la economía. Sin embargo, cuando manifiesta su preocupación por la crisis de la pesca artesanal ante la depredación que practican las grandes empresas pesqueras, esboza, algo apresurado, la idea de organizar a los pescadores en cooperativas para que administren piscigranjas. Es decir, influenciar la política no significa cambiar estructuras macroeconómicas o de poder y de representación política, sino adaptar una producción de alimentos —muchas veces tradicional o culturalmente arraigada— a mecanismos de mercado, hacer ingresar a segmentos enteros de productores a un sistema formal sobre el cual no tienen mayor control, y que quizás sea incompatible con sus formas tradicionales de vida. La lógica de la idea de que “el cocinero puede influenciar la política” se limita a hacer el sistema más efectivo pero sin afectar la cadena de privilegios e influencias del gran empresariado y los sectores poderosos. Los límites de la influencia de la cocina en la política no son solo limitados, sino que responden primero a los intereses empresariales y políticos de quienes se posicionan como actores fundamentales de la maquinaria del boom culinario.

Se espera también que este crecimiento explosivo del sector gastronómico contribuya a que chefs peruanos abran restaurantes en el extranjero. Que de esta manera hagan conocida la comida peruana en el mundo, den trabajo a peruanos migrantes para que luego éstos envíen remesas al Perú. En nuestro recorrido por diversas ciudades europeas hemos constatado que muchos de los todavía pocos restaurantes de comida peruana emplean cocineros de distintas nacionalidades. Hemos visto desde esrilanqueses hasta españoles víctimas de la reciente crisis, pasando por ecuatorianos y colombianos.

En nuestros tiempos, el negocio y la rentabilidad no conocen nacionalismos. Por ejemplo, en Francia, en restaurantes de nivel medio y en los bistrots parisinos, la mano de obra africana está sobrerrepresentada. Así, la idea esencializadora de un cocinero peruano innato, con un don especial para la labor, no resiste a la realidad frente a los fogones. La cocina, como toda actividad, se aprende y se enseña.

Desde la maquinaria del boom culinario peruano se pretende hacer creer a los peruanos que la cocina nos vende al mundo. Arriesgada actitud la de resumir la reputación de un país en cuestiones de gusto. Lo cierto es que en Alemania son más conocidos Claudio Pizarro y la Foquita Farfán que un cebiche o una causa rellena. Le preguntamos al mismo joven alemán estudiante de cocina si conocía la cocina peruana antes de ver la película. Su respuesta ratificó nuestra impresión y fue rotunda: no. Y como corolario de esta velada, Thomas Struck, el responsable de la sección Cine Culinario de la Berlinale y espectador de la película, le pregunta a Santos, el director, “¿Quién es Gastón Acurio? ¿Qué hace el muchacho? ¿Tiene restaurantes o algo así?”. Estas preguntas son la mejor respuesta a uno de los tantos mitos creados y recreados por la industria del boom de la cocina peruana.

Sobre el autor o autora

Raúl Matta
Economista por la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas (UPC). Sociólogo y Doctor en Sociología por la Universidad de Paris. Docente e Investigador en la Universidad de Göttingen.

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