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Revista Ideele N°226. Diciembre 2012Cuando, en agosto del 2011, Susana Baca me invitó a integrarme a su nuevo equipo en el Ministerio de Cultura, fui consciente de que el reto iba a ser bastante difícil y complicado, por mi experiencia en el gremio de cineastas y la lucha que llevamos a cabo para impedir que el apoyo al cine peruano fuera “privatizado” con el malhadado proyecto de la llamada Ley “Majors” o “Raffo”. Esta decisión nuestra iba a provocar —como de hecho ocurrió— el malestar y oposición de quienes estuvieron en la otra orilla, varios de los cuales son los rostros más visibles de la cinematografía nacional.
Sin embargo, una vez en el cargo me di cuenta de que los problemas eran mucho más amplios y complejos que los personales, y que se originaban en el escaso interés del Estado (sea central, regional o local) por el tema cultural, no obstante la reciente creación del Ministerio del sector. Creación largamente demandada por los profesionales de la cultura y las artes —entre los que me incluyo—, pero que se materializó de forma improvisada y demagógica, priorizando la adecuación del aparato burocrático antes que la definición clara de la política pública en cultura del país y su implicancia presupuestal.
Para empezar, el presupuesto en Cultura sigue siendo misérrimo, apenas superior a lo que recibían el ex INC y organismos conexos (entre 0,29% y 0,4%, cuando la UNESCO recomienda como mínimo 1%). Recursos que en un país con tanto pasado monumental se destinan mayoritariamente al rescate y puesta en valor del patrimonio arqueológico y colonial, dejando en situación muy disminuida el fomento de las llamadas artes vivas, tanto tradicionales como contemporáneas. Y cuando se le solicita al MEF algo más de presupuesto, sus funcionarios responden que no es posible, porque no es prioritario para la boyante caja fiscal, ya que de cultura “nadie se muere” (¿?).
Desde el poder, la cultura es vista como un adorno vistoso y suntuario, que nos hace quedar bien en ceremonias oficiales y da “prestigio social”, pero que a la larga no pasa de preocupar a una élite sin mayor incidencia social (aunque sí mediática, y por eso —pese a todo— le hacen algo de caso). En tal sentido, no ven la financiación en Cultura como posible inversión social —como la Educación— o productiva, sino simplemente como gasto, a veces incluso superfluo para un país de tantas carencias e incomprensiones oficiales, como un ministro que recomendaba sacar la Casa de la Literatura de la Estación de Desamparados porque supuestamente la actividad cultural en el Centro de Lima “era muy pequeña” (lo que demuestra cuánto conocen de la movida cultural en el país).
Tampoco se percibe la necesidad de invertir en cultura y generar, a partir de nuestra rica diversidad, una identidad como nación, prefiriéndose los atajos fáciles del turismo y el marketing como la famosa “Marca Perú”, que vende al país con un estereotipo exotista y armonioso. Hay estudios que hablan de la contribución económica de las industrias culturales en diferentes países, que no es poca cosa (entre 1,5% y 5% del PBI), su alta participación en el empleo y, sobre todo, su rápido crecimiento en el mercado nacional e internacional. El Perú carece de un observatorio cultural desde el Estado que permita este registro con instrumentos de medición permanentes, como las Cuentas Satélites aplicadas en Argentina y Colombia, deformada por la enorme oferta informal, lo que dificulta su aplicación práctica en el ámbito económico. Lamentablemente, tampoco ayuda mucho que una alta autoridad del sector declare que así se entregue el 1% del presupuesto a Cultura, nada cambiaría, porque no tendríamos gente capacitada para gestionar esos fondos en el país.
Alguien ha sugerido que la labor principal del Ministerio debería traducirse en facilitar la inversión privada en cultura, obviando que también en este aspecto la última palabra se encuentra en el MEF, pues se trata de exoneraciones tributarias en beneficio de las empresas que inviertan en el sector. Pero, además, si bien el llamado mecenazgo es muy importante y necesario para impulsar la actividad cultural, como se ha evidenciado en Brasil y Chile, no debe eximir al Estado de su obligación en esta área, ni que el patrocinio se deje solo a la voluntad privada y quienes tienen acceso a ella, porque podría implicar la mayor mercantilización o elitismo de su expresión, en perjuicio de las propuestas más arriesgadas, abiertas y diferenciadas en arte y cultura, empezando por las regionales.
Por otra parte, si uno revisa los diferentes programas del actual Gobierno, y sus propios discursos ya en el poder, la cultura es un ausente habitual, más allá de alguna frase cliché o “políticamente correcta” para saludar nuestra diversidad, que nos enorgullece tanto en el campo culinario pero que no parece tan celebrada en otros espacios. A falta de una definición oficial, la política cultural se construye en la práctica con las organizaciones de la sociedad civil, grupos comunitarios y entidades privadas de la cultura, tratando de armonizar una agenda común que responda más a la voluntad de las partes que a las condiciones materiales y de gestión de las que se dispongan. Uno de estos instrumentos es el legislativo, porque la normativa del sector es insuficiente y dispersa, en parte por la informalidad y el “amiguismo”, inevitable en un mundo pequeño y endogámico, por lo que es muy necesario que los procesos de consulta y tomas de decisión sean abiertos y transparentes para promover, desde los mismos actores, las buenas prácticas culturales.

Cuando se le solicita al MEF algo más de presupuesto, sus funcionarios responden que no es posible, porque no es prioritario para la boyante caja fiscal, ya que de cultura “nadie se muere”
Las leyes deben servir para conseguir mayores recursos, proteger a los profesionales y empresas en el campo de la cultura, tanto en lo que toca a sus derechos autorales como en los referidos a los trabajadores en las diferentes especialidades, y facilitar el acceso a los mercados de las industrias culturales, ya que la globalización ha tendido a privilegiar los productos de las grandes metrópolis, que vienen muchas veces aparejados con las innovaciones tecnológicas, en detrimento de la producción nacional, que solo logra acceder a los mercados internacionales y nacionales en la medida en que se someta a los imperativos comerciales globales. Eso es lo que motiva que se proponga, en la nueva Ley de Cinematografía y el Audiovisual, la inclusión de la Cuota de Pantalla, con el fin de contrarrestar la hegemonía hollywoodense en las salas de cine, como sucede en otros países; o la reformulación de la actual Ley del Libro, cuyos beneficios fiscales terminaron beneficiando más a las editoriales transnacionales que a los editores independientes nativos.
Sin duda, parte de la indefinición sobre política cultural es la inexistencia de una política sobre medios de comunicación, gravitante tanto en lo educativo como en lo cultural. El Ministerio de Cultura, como organismo rector, no puede ser indiferente a sus contenidos y su rol como formador de valores y difusor cultural, sin que ello tenga que implicar alguna forma de intromisión o censura; por lo que debería formar parte del proceso de reconversión digital de la televisión y la radio, para evitar que se perpetúe el control de las señales por pocas y poderosas empresas de lucro, abriendo espacios alternativos a las emisoras comunitarias y ciudadanas, que han venido consolidándose en los últimos años en el interior del país. La otra tarea fundamental es contar por fin con una televisora que sea realmente pública y no del Gobierno —que nunca debió salir del sector— para disponer, dadas las mayores frecuencias que abre la digitalización del espectro, de frecuencias alternas no sujetas a los imperativos políticos de los gobernantes, que ofrezca una programación cultural de calidad las 24 horas del día, como el notable canal “Encuentro” en Argentina.
Quedan en el tintero iniciativas que se buscaron llevar adelante en este periodo, como la revalorización de los elencos del Estado, la reestructuración del Programa PROMOLIBRO, la recuperación de los premios nacionales de cultura o el impulso a las iniciativas de cultura viva comunitaria, siguiendo el exitoso modelo brasileño de los Puntos de Cultura, todas las cuales contaron con el respaldo de las gestiones de los ministros Baca y Peirano. Asimismo, propuestas que resultaron insuficientes, mal llevadas o dejadas de lado, y que quedan en el “debe” de lo realizado en el año y dos meses en la Dirección General de Industrias Culturales y Artes.
Al final, sin embargo, los fantasmas del nombramiento inicial volvieron a aflorar. En el campo cinematográfico se consiguió en este tiempo corregir la actual ley, impulsar una nueva sala dedicada al cine nacional, empezar a garantizar sus derechos en la cartelera comercial y sacar adelante los concursos de cine, por primera vez en toda la historia, con todo el presupuesto establecido en la Ley, buscando que sean lo más amplios e inclusivos posibles. Todo lo cual provocó el malestar y creciente presión de quienes se sintieron desplazados de los premios a los que se habían habituado. Presión que se hizo más fuerte cuando se conocieron los manejos, por decir lo menos irregulares, de la administración anterior del ex CONACINE, y que comprometían no solo a los que fueron funcionarios sino también a quienes se favorecieron de sus gestiones particulares, todo lo que terminó precipitando mi desenlace anunciado del Ministerio.
Pero sabemos bien que estos cargos son transitorios; lo importante es ser coherente e íntegro en la práctica con lo que uno piensa, aunque pecara de ingenuidad al creer que era la hora de la gran transformación anunciada, y no de la hoja de ruta de la continuidad.
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