Crisis ambiental, extractivismo y diversidad

Escrito por Revista Ideele N°223. Setiembre 2012

La crisis ambiental global es de tal magnitud que ya hemos pasado el umbral de la sostenibilidad y solo nos queda enfrentarla esperanzados en la resiliencia de los ecosistemas que nos cobijan y que tanto hemos dañado. Es paradójico que en plena crisis, en lugar de pensar y actuar con criterios ecológicos, continuemos aferrados al modelo extractivista de explotación de nuestros recursos naturales, sean éstos minerales, hidrocarburos, pesquerías, bosques o agua (en el caso de la agroindustria en el valle de Ica). Parece que hemos decidido perpetuar la forma en que nos incorporamos a la economía noratlántica en el siglo XVI, y que la única opción en el siglo XXI es seguir exportando materias primas, en particular minerales.

Poco importa que el irreversible cambio climático se exprese en un aumento de la temperatura que está acelerando el deshielo de nevados y glaciares. Ello alterará notablemente la dotación de agua disponible en las cuencas y los actuales patrones de asentamiento. Mientras en algunos casos el caudal aumentará y en otros disminuirá, lo cierto es que ni nuestra infraestructura ni nuestros sistemas de gestión del agua o del territorio están preparados para enfrentar con éxito cambios tan formidables.

Bajo los lemas “salvo la inversión, todo es ilusión” y “en aras del interés nacional”, hemos radicalizado un modelo extractivista que privilegia el desarrollo de proyectos mineros, hidrocarburíferos y energéticos a costa de los equilibrios ecológicos locales y de los intereses y el bienestar de los pueblos y comunidades afectados. El resultado ya es cotidiano y se traduce en ciclos de exploración-concesión-inversión-negociación-protesta y, desgraciadamente, muerte. Aunque se acepte la posibilidad de que el rechazo a estos proyectos es liderado por políticos “ultras” y ambientalistas radicales, no se puede desconocer que los pueblos y comunidades afectados por estos proyectos plantean legítimas reivindicaciones redistributivas y ambientales que deberían ser adecuadamente atendidas antes de privilegiar a rajatabla la explotación de nuestros recursos naturales.

El impresionante despliegue publicitario que pretende convertir en dogma de fe la afirmación de que el Perú es un “país minero” ha calado hondo y forma parte de un gaseoso pero efectivo sentido común que define a la minería como la mejor actividad para generar riqueza y bienestar. Es más: la única diferencia entre el viejo y el nuevo extractivismo está en el destino de la renta minera, aplicada en este último modelo a financiar políticas sociales más populistas que redistributivas, dilapidando la base de recursos que deberíamos dejar a las próximas generaciones.

Sí, claro que el Perú es un “país minero”, y bienvenida sea esa “nueva minería” que se impone estándares laborales, sociales y ambientales más rigurosos que los exigidos por la legislación y la autoridad nacional. Y claro que necesitamos la renta minera y, en general, la de los recursos naturales para financiar buena parte del presupuesto nacional y, en teoría, para transformarla en bienes esenciales como salud, nutrición, educación y seguridad. Es decir, para tener futuro. Pero no podemos caer en la tentación reduccionista de apreciar al Perú por una de sus partes, por más importante que ésta sea para el erario. Hay que recordar que el Perú también es un país megadiverso, biológica y culturalmente. Como decía José María Arguedas, “no hay país más diverso, más múltiple en variedad terrena y humana” que el nuestro, y justamente por ello se revela como “una fuente infinita para la creación”.

Si lográsemos desatar esa energía creativa sustentada en la valoración de la diversidad, el Perú del siglo XXI será, sin duda, cualitativamente superior a las formaciones político-sociales que hemos conjugado hasta ahora. El ejemplo más emblemático de esta posibilidad de desarrollo basada en la creatividad es, sin duda, la revolución cultural y económica generada por la gastronomía. Aún más: una asociación entre la “nueva minería” y toda la cadena productiva que participa en la actividad gastronómica podría ser ambiental, social y económicamente beneficiosa para todas las partes, incluido el fisco.

Las empresas mineras, por ejemplo, deberían exigir que un buen porcentaje del canon y del impuesto a la renta que va a las arcas regionales, municipales y nacionales se destine a limpiar los pasivos ambientales dejados por operaciones anteriores y erradicar la minería ilegal. Ése sería un uso piadoso de la notable capacidad de lobby que poseen. En algunos casos hasta podrían adquirir esos pasivos y, como parte de una nueva política de responsabilidad social, comprometerse a erradicarlos con el fin de restituir los ecosistemas afectados. Las punas, lagunas, cuencas y pampas recuperadas podrían ser aprovechadas, a su vez, formando empresas con participación accionaria de los pueblos y comunidades del área restaurada, ampliando la frontera agropecuaria y generando empleo en actividades intensivas en mano de obra. Los resultados ambientales y sociales de esta nueva política empresarial apuntalarían las políticas de adaptación y mitigación que debemos desarrollar para enfrentar el cambio climático.

Bajo los lemas “salvo la inversión, todo es ilusión” y “en aras del interés nacional”, hemos radicalizado un modelo extractivista que privilegia el desarrollo de proyectos mineros, hidrocarburíferos y energéticos a costa de los equilibrios ecológicos locales y de los intereses y el bienestar de los pueblos y comunidades afectados

Además de estas políticas y decisiones que permitirían paliar los efectos de la minería irresponsable e ilegal, se necesita discutir sobre la eficiencia de los actuales mecanismos de redistribución de la renta minera y, en general, de los recursos naturales. Los gobiernos locales y los gobiernos regionales que la reciben se han vuelto adictos al canon, y el Gobierno Central no está empleando adecuadamente el porcentaje que recibe. Mientras tanto, pueblos y comunidades directamente afectados sufren las consecuencias de un modelo redistributivo que cuenta con demasiados intermediarios.

Como han sostenido algunos liberales, creo que es necesario redefinir el sistema de asignación de derechos de propiedad sobre el suelo y el subsuelo. Gracias al viejo regalismo colonial, mientras cualquier persona natural o jurídica puede ser propietaria del primero, solo la Nación, a través del Estado, es dueña del subsuelo. La reunión del derecho de propiedad al suelo y subsuelo sería una de las reformas redistributivas más radicales de toda la historia republicana. Colocaría a los pueblos y comunidades afectados por los proyectos de inversión minera o hidrocarburífera en una posición de negociación inmejorable. Ello los podría llevar, por ejemplo, a plantear esquemas de asociación o participación accionaria en las empresas extractivas, recibiendo directamente los beneficios de la actividad autorizada en sus tierras, o, en el futuro, a formar sus propias empresas.

Este cambio implicaría, por supuesto, la necesidad de fortalecer el tejido institucional y democrático de los pueblos y comunidades. De lo contrario, los nuevos ingresos serían acaparados por sus cúpulas y hasta el nuevo derecho de propiedad podría ser monopolizado por los grupos más ventajistas. También exigiría someter las decisiones comunales o locales a los mismos estándares ambientales, sociales y laborales exigibles a cualquier otro agente económico y, por parte de las empresas, evitar que transformen una oportunidad redistributiva en un vil negociado. Pero más allá de los riesgos, la ciudadanía económica aparejada al cambio en el derecho de propiedad significaría dejar atrás los mendrugos que ahora reciben a través de los programas sociales del gobierno o de las políticas de responsabilidad social de las empresas. Así, recuperarían el papel protagónico que tantas veces han desempeñado en los momentos más álgidos de nuestra historia.

Naturalmente, esta reforma tendría que ir de la mano con otros cambios institucionales. Es imperativo que el Estado desarrolle planes concertados y vinculantes de ordenamiento territorial. No es posible, por ejemplo, que el propio Estado teja y desteja su programa de protección de áreas naturales para acomodarlo a su política de promoción indiscriminada de las inversiones, trátese de megaproyectos de infraestructura, minería o energía. Ceñirnos a un ordenamiento territorial detallado, prescriptivo y consentido por todos será una tarea titánica en un país con una lealtad normativa muy baja. Pero es la única forma de diseñar y ejecutar políticas y acciones destinadas a adaptarnos al cambio climático, determinar con certeza dónde y cómo se pueden desarrollar determinadas actividades, mejorar el manejo del territorio, preservar la biodiversidad y promover iniciativas basadas en nuestra megadiversidad (desde el turismo hasta la biotecnología).

También se necesita que la actual Autoridad Nacional del Agua pase a manejar juntos aguas y suelos y, en consecuencia, retome las funciones de la antigua Dirección Nacional de Aguas y Suelos. Es más: esta nueva autoridad, suprema en sus políticas y decisiones, debería estar dotada de la misma autonomía que la Constitución le concede al Banco Central de Reserva, pues tan importante como defender la estabilidad monetaria de la república es manejar adecuadamente nuestro territorio, nuestras aguas y suelos, en plena crisis ambiental global.

A menos de una década del bicentenario de la declaración de la independencia nacional y ante un escenario ambiental cada vez más preocupante, muchos nos volvemos a preguntar sobre el destino del país. Como apuntó don Jorge Basadre en 1931, “problema es, en efecto y por desgracia el Perú; pero también, felizmente, posibilidad”. Para que lo sea, necesitamos cuestionar las verdades recibidas e imaginar un futuro más allá del extractivismo. Es posible.

Sobre el autor o autora

Armando Guevara Gil
Antropólogo por la Pontificia Universidad Católica del Perú. Magíster en Antropología cultural por la Universidad de Wisconsin-Madison. Doctor en Leyes por la Universidad de Amsterdam. Docente en la Universidad de Torino. Investigador en el Instituto Max Planck.

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