Otra democracia neoliberal

Escrito por Revista Ideele N°223. Setiembre 2012

Ollanta Humala ha mantenido el régimen democrático, como había prometido, y todo parece indicar que en esa dirección va a seguir, contra las predicciones de la derecha (en tiempos de campaña) y luego de la izquierda (en tiempos del premier Valdés), que anunciaban sus pretensiones autoritarias. Es probable, entonces, que por primera vez en la historia republicana el Perú tenga una democracia que supera los 12 años, sin duda un gran avance en un país con tan débiles instituciones. Sin embargo, ¿cuán sólida es la democracia que estamos construyendo?

El Presidente no solo había prometido mantener el régimen democrático, sino también mejorar su calidad. Y esto es relevante si se recuerda que aun cuando el 59% de peruanos apoya la democracia, solo el 31% está satisfecho con su funcionamiento (Latinobarómetro 2011). Esta desafección no se explica solo por la falta de redistribución de la riqueza en el país que más ha crecido en Latinoamérica durante la última década, sino también por la ineficacia de los canales institucionales para procesar demandas y hacer valer derechos civiles, políticos y sociales frente al Estado. La extendida percepción/confirmación de que éste privilegia los intereses de los inversionistas por sobre los de los demás ciudadanos es lo que corroe la confianza en el sistema. Enfurece además la impotencia electoral, lo que Alberto Vergara ha llamado “alternancia sin alternativa”, es decir, saber que no importa a quién se elija: la situación no va a cambiar. Y a pesar de todo, un importante sector del país quiso creerle a Humala, quien por siete años había denunciado a ese Estado y prometido transformarlo radicalmente. Por esto, más allá de que se mantengan los procedimientos formales y el crecimiento económico, que el ahora presidente Humala gobierne con quienes perdieron las elecciones le hace mucho daño a la democracia.

El Gobierno “nacionalista” ha optado por mantener el modelo económico neoliberal, esto es, la misma relación de poder por la que el capital subyuga al trabajo, que existe desde la dictadura de Fujimori. Además de abdicar de la implementación de un impuesto a las sobreganancias, la forma en que el Gobierno se jugó su legitimidad con Conga es el ejemplo más elocuente de la decisión de proseguir con la política de expansión extractivista. Incluso un valioso intento inicial de reforma, como la Ley de Consulta Previa, ha terminado, en su Reglamento, reduciendo la capacidad de participación de los ciudadanos afectados que originalmente se prometió. Del mismo modo, la Ley General del Trabajo ha quedado en el tintero, la mayoría de los estudios de impacto ambiental continúan dependiendo del Ministerio de Energía y Minas, y no se han llevado a cabo la zonificación ecológica económica ni el ordenamiento territorial. Más allá de nuestro crecimiento, tan clara ha sido la defensa de los intereses de los grandes inversionistas que el Perú acaba de ser elegido como la sede de la Asamblea Anual del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial para el 2015. Solo poco más de un año después de que la victoria de Humala en segunda vuelta provocara la mayor caída histórica de la Bolsa de Valores de Lima.

Mientras los sectores populares organizados en colectivos y movimientos sociales no esperaban mucho de Alejandro Toledo y de Alan García, sí tenían muy altas expectativas con la llegada al poder de Humala. Muchos sintieron la victoria nacionalista como propia, porque habían invertido sus energías e incluso dinero en la campaña apoyando al programa de la Gran Transformación. La brecha entre esas expectativas y las políticas que finalmente ejecutaría el nacionalismo es la clave para explicar el incremento cuantitativo y cualitativo de los conflictos sociales durante este Gobierno. De acuerdo con la Defensoría del Pueblo, cuando García dejó la presidencia (julio del 2011) había 214 conflictos sociales a nivel nacional. Un año más tarde tenemos 243, lo que indica que se ha revertido la tendencia a la baja que existía desde octubre de 2009 y vuelto a los niveles de conflictividad del 2010. Pero más allá de la cantidad, es notoria la mayor capacidad de organización e intensidad de las protestas. Los ciudadanos afectados por la minería, mineros informales, gremios de agricultores, pescadores, maestros y médicos, entre otros, han llegado en algunos momentos a poner en jaque al Gobierno, que, de acuerdo con la circunstancia, ha tenido que retroceder, detenerse o avanzar en las reformas que intentaba ejecutar a su propio ritmo.

Los conflictos se incrementan fundamentalmente desde enero del 2012, cuando ya está instalado el Gabinete presidido por el militar en retiro Óscar Valdés, un fujimorista que representó la mano dura contra la protesta social, precisamente la opción que había sido derrotada en las elecciones pasadas. El Gobierno optó así por reactivar la política de criminalización de la protesta de los gobiernos anteriores. Se ha hecho desde entonces un uso excesivo del estado de emergencia, lo que ha permitido la intervención de las Fuerzas Armadas en labores de orden interno. Por otro lado, se ha puesto en práctica una estrategia judicial que ha consistido en denunciar o detener a los líderes más visibles de las protestas para amedrentarlos. Además, han seguido vigentes los decretos dados por el gobierno de García que permiten que los militares acusados de violación de derechos humanos sean juzgados por la justicia militar. Como resultado, en lo que va del Gobierno tenemos 20 ciudadanos fallecidos en los conflictos sociales —por lo menos—, otros 800 heridos y ningún culpable. Esta política es un rezago de la dictadura que ha permanecido estos 12 años enfermando a la democracia, debilitándola permanentemente. Porque, en contraste con lo que dicen los representantes de nuestra derecha bruta y achorada, no hay mayor manifestación de falta de autoridad que la necesidad del poder desnudo de las armas.

La extendida percepción/confirmación de que éste privilegia los intereses de los inversionistas por sobre los de los demás ciudadanos es lo que corroe la confianza en el sistema. Enfurece además la impotencia electoral, lo que Alberto Vergara ha llamado “alternancia sin alternativa”, es decir, saber que no importa a quién se elija: la situación no va a cambiar

Entonces, ¿qué va a diferenciar a Humala de Toledo y García? Probablemente lo fundamental sean los programas sociales. La “Gran Transformación” y la inclusión han quedado reducidas a Pensión 65, Cuna Más, Beca 18, SAMU, Trabaja Perú, etcétera. Cierto: no es poca cosa. La verdadera cabeza del Consejo de Ministros, Luis Miguel Castilla, ha anunciado que en el presupuesto del 2013 la inversión destinada a los programas sociales se incrementará en un 30%. En los próximos cuatro años, el Estado va a invertir 5 mil millones de soles en la combativa Cajamarca. Humala se ha propuesto desaparecer la desnutrición crónica infantil y reducir la pobreza a 15% (bajarla en 12,8%) para cuando deje el cargo. Es decir, si la economía global sigue las tendencias hasta ahora estimadas, es probable que tengamos la combinación de: (1) la permanencia de la relación de poder entre capital y trabajo que viene desde la dictadura (que implica la represión de cualquier protesta/propuesta que ponga en riesgo la inversión); y, (2) la redistribución intensiva que no afecte la estabilidad macroeconómica ni los intereses de la inversión, y que dinamice el mercado. Esto es, un escenario de reformas que no excedan el horizonte neoliberal, que no alteren el modelo de crecimiento.

Por ello, la composición del apoyo a Humala se ha invertido en el año que ha pasado. Cuando Toledo y García dejaron el gobierno, la composición de su apoyo era muy similar: de más a menos —sin excepción— conforme se va bajando por los cinco niveles socioeconómicos. Al comenzar su Gobierno, el apoyo de Humala era inverso: de menos a más conforme se va bajando los niveles (44% en NSA y 63% en NSE). Pero ahora es muy similar a la de sus antecesores (54% en NSA y 35% en NSE). Sin embargo, dependiendo de la economía mundial y lo eficaces que sean los programas redistributivos, esta composición puede variar. Humala podría ganar el favor de los sectores populares y gobernar, en ese sentido, como Fujimori: con apoyo de los sectores acomodados y populares. El dictador fue muy popular hasta su fuga porque tenía ese respaldo.

No obstante, a Fujimori también le fue bien porque, como gobierno autoritario, no tenía una fiscalización seria sobre sus programas sociales, que escondían una amplia red de clientelaje y una lógica más asistencialista. En democracia Humala sí tiene esa fiscalización, y ya han comenzado las denuncias sobre filtraciones y debilidades de los programas. Por otro lado, Humala no tiene partido, cuadros ni aliados que le sean útiles fuera del Parlamento. Particularmente, este tercer Gabinete está haciendo evidente los límites de la mediocridad que lo rodea, salvo excepciones. Todo ello hará más complicada la eficacia de sus reformas redistributivas.

En suma, por lo que los hechos nos demuestran hasta ahora, el Gobierno de Humala es una democracia neoliberal más, al igual que los de sus dos antecesores. Una democracia con elecciones, división de poderes, libertad de prensa, asociación y crítica, pero en la que se reprime la protesta social que desafía el modelo económico y se elude el debate sobre él. Una democracia, en fin, muy precaria, porque subrepresenta/ningunea a un sector de la ciudadanía que ya ha ganado las elecciones y no puede gobernar.

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Bibliografía
Corporación Latinobarómetro: Informe 2011. Santiago de Chile: Corporación Latinobarómetro, 2011.
IDL y Justicia Viva: La criminalización de las protestas sociales durante el primer año del gobierno de Ollanta Humala: “De la gran transformación a la mano dura”. Lima: Justicia Viva-IDL, 2012.
O’Donnell, Guillermo: Disonancias: Criticas democráticas a la democracia. Buenos Aires: Prometeo, 2007.

Sobre el autor o autora

Omar Coronel
Omar Coronel es profesor en la Pontificia Universidad Católica del Perú. Es doctor en Ciencia Política por la Universidad de Notre Dame y licenciado en Sociología por la PUCP. Actualmente es coordinador del Grupo de Interdisciplinario de Investigación en Conflictos y Desigualdades Sociales (GICO-PUCP).

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