El tiempo del pongo

Autorretrato de Juan Manuel Figueroa Aznar. (Exposición Esplendor y ocaso del Cuzco señorial)

Escrito por , Revista Ideele N°222. Agosto 2012

Una exposición fotográfica disparó el obturador del pasado. Las fotos de Juan Manuel Figueroa Aznar, en una muestra curada por el crítico de arte Gustavo Buntinx, nos ubicaron en el centro de la hacienda y de la élite rural cusqueña, entre los años 1900 y 1940: “Esplendor y ocaso del Cuzco señorial”. Las fotos son un testimonio de la convivencia entre el servilismo y el paternalismo que resulta chocante e incomprensible en la época actual. Nos recordaron cuánto cambió el país en tan solo cuatro décadas.

La visión de Figueroa Aznar viene de dentro. Este fotógrafo ancashino y cosmopolita se instaló en el Cusco a los 26 años. Se casó con Juana Yábar, hija de uno de los hacendados más importantes de Paucartambo y uno de los que controlaba el sistema de haciendas en esa región, que es la zona de transición entre el Cusco clásico y la selva. Él mismo llegó a ser subprefecto de Paucartambo. Los Yábar estaban vinculados por relaciones amicales y familiares con el resto del mundo señorial del departamento: los Marmanillo, los Romainville, los Bragagnini, los Vizcarra.

Estamos ante el gran retratista de los hacendados. Muestra la vida cotidiana y festiva en la hacienda. Fiestas, almuerzos campestres, excursiones, disfraces. En contraste con el boato de la ciudad, en sus fotos aparecen también los terratenientes menos favorecidos. Por ejemplo, se ve a los Bragagnini en su destartalada casa-hacienda, viviendo en condiciones muy duras, parecidas a las de sus pongos, que dormitan unos metros más atrás. (Podrían pasar por indios si no fuera porque son rubios.)

Cuando le preguntaron a una de las hijas del hacendado cómo había podido vivir a 4.200 metros de altura, con ese frío imposible, y por qué teniendo ellos posibilidades y medios económicos ubicaban su casa en la puna, la señora respondió: “Ésa es la vida que nosotros elegimos. El Perú tuvo en un momento un grupo dominante dispuesto a definir su destino en las entrañas del país, algo que lamentablemente hemos perdido”.

Para Buntinx, la relación que esa gente tenía con la tierra es difícil de entender. El curador de la muestra nos relata un detalle que le parece revelador en el caso de la familia de Figueroa Aznar: el fotógrafo tuvo 14 hijos y varios de ellos murieron en la infancia, como era habitual en la época, sobre todo teniendo en cuenta que vivían en Moyamarca, situada a tres días de cabalgata desde Paucartambo. Uno de los niños murió en Pumachaka, una estancia que los Yábar tenían entre ambos lugares. Pero no trasladaron el cadáver a Paucartambo para enterrarlo, como se hubiera esperado, sino que se lo llevaron en procesión a la altura, a la hacienda. En la capilla ruinosa de Moyomarca todavía están las tumbas de los hijos que murieron en esa zona.

“El gesto de enterrar a tus hijos en tu pedazo de tierra te habla de una vocación de arraigo, un sentido de identificación con el espacio. No era gente que tenía una relación meramente extractiva con sus propiedades. Yo creo que en su fantasía inconsciente estaba la noción de que su relación con la tierra estaba destinada a ser milenaria”, sostiene el crítico de arte.

Un gran mérito de Figueroa Aznar fue que logró infiltrar por los resquicios, y siempre de refilón, la otra cara de la moneda. En una esquinita de la foto, pero cerca de la señorita emperifollada, está el pongo zarrapastroso. Y lo que ahora sorprende es que a nadie le escandalizaba.

Era una sociedad intocable e incuestionable, compleja y contradictoria como la obra del artista que muestra a seres humanos inmersos en un sistema en el que todo se daba por sentado. Señores que podían ser compasivos con sus sirvientes, que compartían sus vidas con ellos, pero sin traspasar la raya. (No aparece en su obra el lado oscuro que vamos a recordar más adelante.)

Acompañaba a esta élite un sector intelectual que se acercaba al indigenismo, que profesaba un sentimiento hacia la tierra y hacia lo propio y nativo. En este grupo estaban, entre otros, Figueroa Aznar y su amigo Martín Chambi. Hubo en ellos una búsqueda utópica de una identidad peruana a partir de la recuperación de los andino, indígena e incaico, que no eliminaba a los grupos dominantes sino que los integraba a la tierra y a la tradición.

Dice Buntinx: “Eran grupos criollos, de clara formación europeizada, que empezaron a articularse a lo autóctono. Surgió así un fuerte discurso telúrico y la teoría del nuevo indio, que no era necesariamente el campesino quechua o aimara, sino aquel que, aun cuando fuera blanco o mestizo, podía lograr una compenetración plena con las energías magnéticas de la tierra”. En el ámbito artístico, se trató de una propuesta vanguardista en 1923, pero después el arte de inspiración incaica se volvió kitch.

A este grupo de locos y soñadores se le ocurrió, por ejemplo, conectar la sierra con la selva a través de una carretera afirmada, cuya construcción ellos mismos supervisaron. (Lo más probable es que haya terminado cubierta por la maleza.) Su discurso mezclaba la vocación modernizante de la tecnología y las comunicaciones con la evocación del pasado Inca. El registro de ese mundo que desapareció para siempre tuvo a su mejor cronista gráfico en Figueroa Aznar.

El lado oscuro
El artista fue ambivalente con respecto a la sociedad que lo había acogido. Había idealizado a los señores y también a los indios. Por su carácter lúdico, su vida bohemia y la posición que había alcanzado, pareciera que no le interesaba escarbar ni meterse en honduras. Pero Buntinx no puede dejar de señalar que, si bien existe un lado romántico en esa forma de vida, el régimen de las haciendas conllevaba situaciones terribles de explotación. En la sierra se trataba de un régimen semifeudal en el que lo común era el sistema de pongaje. Los campesinos que querían cultivar algunas parcelas para su autoconsumo debían pagar trabajando las tierras del señor. Había una situación de explotación que una mirada contemporánea no puede justificar.

El músico y comunicador Leo Casas nació en Mollepata, en la provincia de Anta (Cusco), y vivió durante varios años de su infancia en la hacienda Huadquiña, de Alfredo Romainville. Su testimonio es sorprendente: “La hacienda era tan grande que cuando la hija mayor de Romainville se casó con un capitán de Caballería del Ejército de Cusco, se demoraron un mes en recorrer una cuarta parte de los linderos. El capitán regresó con las nalgas llagadas de tanto montar a caballo”. La hacienda producía azúcar y aguardiente. Estaba en la cabeza del valle de La Convención, abarcaba tierras de la provincia de Anta y llegaba al departamento de Apurímac.
Don Salvador Casas, el padre de Leo, sabía castrar potros y toros, enseñaba el paso a los caballos, entrenaba y amarraba gallos de pelea, sabía construir acequias, armar almácigos, y, de yapa, en las noches tocaba guitarra. El administrador de la hacienda lo contrató de inmediato.

Desde la puerta de su casa en el rancho, Leo veía el patio empedrado de la hacienda. A las 5 de la mañana tocaban la campana. La gente formaba y los capataces pasaban lista. “A veces a algún insubordinado Romainville lo hacía ponerse de cuatro patas, se subía encima de él con su cuerpo enorme, y con sus espuelas le hincaba las piernas obligándolo a avanzar por el patio. Cuando el tipo ya no podía más, lo pateaba y le tiraba con el fuete. Para mí, que me había criado con mi madre que era partera y que me decía que los campesinos eran nuestros hermanos, eso era escalofriante”, sostiene.

“El gesto de enterrar a tus hijos en tu pedazo de tierra te habla de una vocación de arraigo, un sentido de identificación con el espacio. No era gente que tenía una relación meramente extractiva con sus propiedades. Yo creo que en su fantasía inconsciente estaba la noción de que su relación con la tierra estaba destinada a ser milenaria” Gustavo Buntinx

Alfredo Romainville era un hombre enorme y muy corpulento: medía más de 2 metros. Su presencia daba pánico. No podía montar cualquier caballo, así que compró una mula enorme, cruce de yegua traída de la Argentina con el burro más grande de la costa. El gamonal salía todas las mañanas montado en ella a inspeccionar el trabajo.

El poder de Romainville era tal que hasta el tren paraba a su paso. “Cuando quería ir a la ciudad del Cusco, lo hacía en su autocarril, que era un Mercedes Benz con ruedas que avanzaba por la línea del tren. Los trenes se arrimaban a un lado, una hora antes, para esperar que el señor pase. ¡Era un ferrocarril del Estado que iba de Cusco a Machu Picchu!”, recuerda Leo Casas.

Solo en la provincia de Paucartambo, en el Cusco, había 169 haciendas. Una de ellas fue Huarán, famosa porque el cineasta Federico García filmó allí la película Kuntur Wachana, que narra la violenta expulsión del gamonal Óscar Fernández.

Según el antropólogo Enrique Mayer, autor del libro Cuentos feos de la reforma agraria peruana, los elementos feudales se hacían evidentes en los aspectos sociales al interior de la hacienda, sobre la base de la relación personal entre el patrón y el trabajador. Un paternalismo deferente por parte del propietario fue contrarrestado por la obediencia respetuosa de parte del siervo.

El que se salía del carril debía atenerse a las consecuencias, como le sucedió a don Salvador Casas, quien finalmente logró cierta independencia de la hacienda y se dedicó a trabajar un bosque que quedaba en la desembocadura del río Chauhuay, más arriba de Chaupimayo. Se dedicó a hacer durmientes de madera para el ferrocarril y a vender leña en el Cusco. Un día Romainville pasó por allí para recoger su cosecha de café. Muy molesto, llamó a don Salvador y le dijo que ese bosque lo tenía reservado. Inmediatamente después, mandó prender fuego a toda la madera. Leo Casas cuenta que vio llorar a su padre.

Y es que el trabajador cometía una ofensa cuando violaba las reglas no escritas, y era castigado por el patrón. “La forma de hacer cumplir la disciplina variaba de un caso a otro, lo mismo que el castigo. El castigo era de corta duración y tendiente a tratar de restablecer el statu quo mediante actos de arrepentimiento y perdón al final de cada incidente. Por lo tanto, era corporal y violento, arbitrario y aterrorizador, para que sirviera de ejemplo a los demás”, escribe Mayer.

En la hacienda “El Descanso” era común también que los hacendados raptaran a las indias vírgenes, haciendo uso de su supuesto derecho de pernada. Dos terratenientes de la familia Alencastre, a quienes se la tenían jurada por eso, fueron asesinados en distintos levantamientos.

A mediados del siglo pasado apareció el primer líder mítico en las haciendas cusqueñas. Se llamaba Saturnino Huilca y era hijo de unos siervos de la hacienda Churu, en la provincia de Paucartambo. En 1948 se enteró de que una ley prohibía el trabajo no remunerado en esas propiedades. Organizó un sindicato y fue expulsado por los propietarios. Terminó en una insalubre cárcel del Cusco. Al salir se refugió en las montañas y años después, en la década de 1960, apoyó las tomas de tierras en esa región.

Su sucesor fue Hugo Blanco, quien no necesita presentación. Nieto de terratenientes e hijo de un abogado, estudió Agronomía en Buenos Aires, donde se volvió trotskista. Blanco organizó el movimiento campesino de La Convención. Impulsó las huelgas de las haciendas y la toma de las parcelas de los arrendires que estaban inmersos en un sistema perverso: el arriendo era la parcela que el campesino podía cultivar a cambio del trabajo gratuito que realizaba en la hacienda por un determinado número de días. Su esposa e hijos también estaban obligados a colaborar en la cosecha.

***

Unos años después de estos levantamientos, sucedió lo que Arguedas cuenta en El sueño del Pongo.

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